ESPECIAL:
CUENTO DE UN MARXISTA
O LA VIDA POR
UNA NOCHE ENTRE LOS SUAMPOS
§ Tony fue un personaje de
la vida real. En Highgate, frente al Mausoleo de Karl Marx, en Londres, hay una
placa que conmemora su trabajo y obra, junto a otros luchadores sociales.
· Sergio Navarro es un activo promotor cultural y escritor que estudió
artes plásticas en su natal Culiacán y arquitectura en la UNAM. Enfocado en el
arte del dibujo, ha realizado diversas exposiciones individuales y colectivas.
Luego de vivir durante más de una década en Londres, Inglaterra, así como una
temporada en Mazatlán, reside ahora con todo y pincel y tinturas en Pátzcuaro,
Michoacán. Ha colaborado en anteriores ediciones de ARENAS.
Ese
día, el viejo llegó más temprano. Bien afeitado, peinado a gomilla y sin
lentes. El pantalón de lino muestra pliegues ramificados emergiendo de la base
de la bragueta y, a la altura de las rodillas, un par de deformaciones cóncavas
acortan la caída de las valencianas. El cintillo de charol se deja atrapar
entre angostas presillas y, sobre la pretina, lo que fuera chapa de oro, es
apenas metal descarapelado forjando la hebilla; aún así, el distintivo de una A
gótica permanece intacto. Viste playera de remero veneciano: franjas negras
horizontales contrastan el fondo blanco y cruzan el torso. Las costuras de las
mangas sobrepasan los hombros y desperdician el espacio que en un tiempo
ocuparon sólidos bíceps. Las franjas del
pecho, alguna vez forzadas a henchirse, ahora se invierten ondulando en el
vacío que dejaron los pectorales. El vientre sumido no logra deshacer la curva
prominente del abdomen. Una mancha de
vello cano se asoma por encima de la abertura del cuello; si alzara cualquier
brazo, el olor del desodorante rancio se desprendería de las manchas anidadas
bajo el sobaco.
Sus ojos se desorbitan tratando de
hallarla en la multitud; sería más fácil si usara las gafas, pero persiste
achicando la abertura de los parpados en auxilio del defectuoso enfoque
astigmático. Busca el resplandor de una larga cabellera negra, lacia, diferente
al resto y casi puede oler el sándalo de la almohada sobre la que ella durmió;
la esencia de Asia que vive en la memoria de sus fosas nasales. Y aunque no
oliera a eso y sólo fuera zalamería de la imaginación, podría jurar que ella
encarna la fragancia, igual que la encarnaba su primer amor: Harshini. Cerró los ojos y la vio correr por los suampos, filtrando la luz entre
los colores del zari, y volvió a estremecerse ante el recuerdo preservado de
aquel rostro imborrable: la sonrisa de luna menguante manando de una tez oscura
y, al inicio de una frente amplia, dos pupilas pardas robándole destellos a la
tarde. A corta distancia, con gesto reprobatorio, la madre empezaba a entender
porqué el joven había descuidado el juego de cricket.
***
Antoine
Van der Poorten era un prófugo de la aristocracia: un alquimista renegado que
buscaba transformar el oro en plomo. Bastaba con verlo cruzar la pierna para
intuir su origen y, aun así, no permitía a nadie acceso a su pasado de
mansiones, colegios británicos y de té a las cinco. A veces reía ante el
recuerdo del mostacho prusiano del abuelo belga, con puntas tan largas que al
comer le picaban los ojos: …sólo por eso usaba espejuelos —aclaraba para
concluir la imagen.
En casa se hablaba belga, ingles en el
colegio y cingalés con los criados pero nada era más importante que aprender
tamil para hablar con ella. Lo hizo en poco tiempo y no gracias a su habilidad
políglota, sino a un deseo apremiante que desordenaba el ritmo cardiaco. La
joven respondió al primer envite con una risilla y después le corrigió la frase
sin alzar la vista. Antes de intentar una mejor pronunciación, la garganta de
Antoine quedaría atascada como elefante en el lodo. Entonces ella levantó la
cara entregando la mirada que él buscaba: un encuentro de toque atmosférico,
parecido al estrago que causa un monzón y la paz que confiere cuando ha pasado.
Fue el principio de una relación destinada al fracaso pero no al olvido. Un
aristócrata enamorado de una campesina no era parte del trazado histórico de la
familia; ¡inconcebible! —dijo la madre cuando se enteró del amorío.
A los pocos días, a bordo de un vapor
trasatlántico, el joven Antoine decía adiós enjugando sus lágrimas con un trozo
del zari de Harshini. Muy dentro, desde el vertedero de su angustia, juró que
volvería.
***
Su
rostro tenía un semblante suave y al hablar miraba a los ojos. La cabeza
ligeramente inclinada, dejaba caer el largo cabello lacio semejando un manto de
monja. Separaba los labios y las palabras salían sin tropiezos, imprimiendo
tenue énfasis al final de cada frase; era una especie de trampa fonética
cautivante, cargada con cebo hipnótico. Vestía de negro, siempre igual, fiel a
un uniforme que instaba a constatar su posición ante el mundo. No usaba
maquillaje ni aretes; en el dedo anular de la mano izquierda, un solitario
anillo de graduación parecía un poco holgado. Botas Doctor Martens, chaqueta de piel y un bolso desgastado concluían la
composición de la imagen. De espaldas, vestigios de un símbolo anarquista que
sobrevivió a ser borrado, revelaban el origen de la chamarra.
El cuello estirado del viejo parecía
periscopio en un mar de cráneos. Le carcomía la idea de usar los anteojos pero
el recuerdo ante el espejo guardaba un rejuvenecer que no iba a descuidar. El
peso del maletín del equipo fotográfico restringía movilidad, colgaba del
hombro izquierdo desbalanceándolo a cada paso, aunque a pesar de lo angosto de
la escalera logró subir a la galería del Hall. Toma asiento, respira con
dificultad, y cuenta en idioma tamil hasta que se normaliza. Extrae la cámara
del maletín y coloca el telefoto. Sonríe celebrando la ocurrencia, luego
empieza a rastrear en la multitud.
“La lente nunca miente”, siempre lo
sostuvo, y esta vez más, pero no tuvo la valentía de oprimir el obturador. A
distancia encuentra su objetivo: la cabellera azabache con supuesto olor a
sándalo y a mitad del telón de pelo el rostro de su nueva Harshini. Enfoca
lentamente y alcanza nitidez, gira el control del diafragma hasta que en el
visor la aguja se detiene a mitad de la C; a punto del disparo una mano
intercepta la toma. Luego unos labios se aproximan y besan los de ella.
Antoine, retira el ojo y parpadea varias veces; no quiere comprobar la imagen
del encuadre pero no resiste. La segunda escena es fatal: no es sólo el beso
prolongado lo que inflige una estocada despiadada en su pecho, el dolor es
mayor cuando descubre que su rival es mujer. El lente de la cámara se empaña.
La mañana otoñal del día siguiente lo
encuentra aún despierto. Ojos abotagados tras las gafas y a un costado, con un
dedo sirviendo de separador entre el libro, la biografía de Emiliano Zapata.
Como carpa sin armazón el pantalón de lino yace en el suelo, igual, la playera
de gondolero parece haber sido desechada por un espantapájaros. El cabello ha perdido
la gomilla, ahora es un grupo de mechones blanquecinos aislados, como juncos en
un lago drenado. El mentón parece comprimido y hay más líneas en la cara. Si
algo recorre su mente lo hace con desdicha; tal vez una imagen borrosa de la
infancia restaure la luz en la mirada. Sobre la mesa, la cámara le apunta y él
corresponde; amiga fiel por tantos años y hasta ahora la siente traidora, pero
no quiere ser injusto, también admite la incapacidad de mentir del objeto.
Decide averiguar a qué sabe el té esa mañana; busca a tientas las pantuflas y
se incorpora. Rumbo a la cocina ve algunas hojas caer en el pequeño patio; abre
la ventana y aspira profundo, luego empieza a contar en tamil.
***
El
paseo por Waterlow Park fue un
ensueño: lo había desvejecido por lo menos cuarenta años. Entre aquella belleza
de robles atacados por el otoño y ardillas deambulantes mendigando nueces,
parecía flotar sobre el caminillo que serpenteaba los prados. No vio a la
pareja de cisnes copulando en el pequeño lago, ni a la vieja en la banca
rodeada de pichones hambrientos, ni al tipo con corbata de moño y pipa entre
dientes pretendiendo leer el diario mientras sus ojos persiguen traseros
transeúntes, ni la mierda de perro que casi pisa. ¡No!, sólo la veía a ella,
recortada en primer plano, como habitando un mundo hecho con figuras de cartón.
Al pasar junto a una banca la invita a sentar y ella acepta, él la imita
guardando distancia. Piensa en tomarle la mano y llevarla hasta su frágil muro
pectoral: transmitirle el desboque enloquecido de su garañón cardiaco,
galopante en un bosque de abrojos y rosales, a punto de morir si fuera
necesario, pero ella se adelanta. Empieza acariciando las venas azuladas del
anciano hasta enlazar los dedos en tejido. Antoine no puede evitar la erección
bajo el abrigo, sonríe sin mirarla, agradecido, amparado por un cielo azul
transparente que desgarra nubes a zarpazos. Habían pasado años desde la última
vez y ahora vivía el milagro de la resurrección de aquel cuerpo flácido,
injustamente condenado al reposo; luego,
cruza la pierna sobre esa especie de Lázaro, tratando de disimular el
intenso deseo de echarlo a andar.
El
parque conserva el trazo de la época victoriana: suaves colinas verdes rodeadas
de sauces llorones y robles, prados donde brotan flores de estación, un
puentecillo de hierro que cruza el estanque, cafetería y hasta un pequeño
zoológico que alberga zorros y algunas aves. Un sendero principal lo atraviesa
y conduce al cementerio de Highgate donde, a dos metros de altura, el busto de
Carlos Marx arquea las cejas sobre su tumba. Nada es extraño para Antoine,
conoce el lugar desde la juventud: rincones, leyendas y secretos. Y de eso le
habla, no en el lenguaje de un guía de turistas, sino en el tono de un erudito,
de un historiador serio. Pasada media hora, Lázaro descansa enrollado en su
mortaja y la mano de ella sostiene un cigarrillo. Lo escucha sin perder detalle
y el viejo acrecienta el discurso hasta
lo académico, encumbrado sobre una tarima de arrogancia. La chica sonríe
por dentro, empieza a fastidiarse y su ironía secreta se transforma en burla:
al cuarto cigarrillo vuelve a tomarle la mano. Antoine se estremece, calla en
seco y siente a Lázaro despertar.
—¿Quien coordina los grupos de apoyo al
EZLN en Inglaterra? —pregunta ella, oprimiendo suavemente la mano del viejo.
***
Un
trozo de pan en el grill se pasó de
tueste. El viejo sale del baño y percibe el olor. Ensancha los poros intentando
reconocer el tipo de material bajo el fuego, y entonces recuerda. Abre la
puerta de la cocina y enfrenta una densa capa de humo, a tientas localiza la
ventana y da un tirón. Apaga la estufa, retira la bandeja, lanza el contenido
en la tarja del fregadero y abre el grifo: el pan carbonizado emite un bufido
de extinción. Asoma la cabeza por la ventana y arrebata aire limpio con
profundas inhalaciones. Así permanece, rehabilitando pulmones, gozando el roce
del viento frío matinal, cuando nota que el vecino lo observa: detrás del
cristal medio empañado por el vaho, ese sujeto, que ha votado por el partido Tory toda su vida, parece esbozar una
sarcástica sonrisa. Antoine lo recuerda muy bien: lo ha visto en marchas del National Front, vociferando consignas
fascistas como primate; un enemigo peligroso, capaz de quemar libros y judíos.
Tal
vez el té no sepa tan mal como él temía: un poco amargo, quizá; pero rompiendo
su costumbre añade azúcar. Es de Sri Lanka, de los mejores del mundo: ¿qué
sería de los ingleses sin el té?... la tierra dejaría de girar a las cuatro de
la tarde y las cloacas se saturarían a causa de una histeria colectiva
convertida en diarrea. Sonríe, da varias vueltas a la cucharilla y finaliza con
un suave golpe al borde de la taza; un sonido a porcelana hace vibrar los
tímpanos. Luego contempla el pequeño remolino al centro del líquido que pierde
inercia hasta quedar en calma. El ruido de un tren suburbano quiere interrumpir
pero el encuadre interior de Antoine ya es infalible: es ella revelada, con la
cabellera de crin azabache y el aroma a sándalo, retoza entre plantíos de café
chiapaneco y desprende los frutos rojos en cámara lenta. No muestra el rostro
aunque él cree saber quién es; se angustia, desea la Pentax en sus manos para capturar la visión en treinta y seis
exposiciones, pero ella se escabulle entre las plantas. Luego reaparece
envuelta en un zari y el olor del sándalo se intensifica. Pega el sol de lleno
desde el oriente, al fondo ve pasar a un elefante tras una hembra en celo. Abre
los ojos, lleva la taza a los labios y
da un sorbo; lo siente helado, amargo, hiriente, producto de la última imagen
que su cámara no pudo capturar: las botas Doctor
Martens asomándose bajo el zari. Suelta un llanto proveniente de la
infancia, profundo, que clama el regazo materno. Regresa el ruido del tren
penetrando sus oídos como si fueran túneles. Su cuerpo tiembla, la taza brinca
del plato y se estrella en el piso. Ahoga el llanto, se incorpora con rabia,
avergonzado de perder el control de esa manera: él, Antoine Van der Poorten,
llorando como un marica por una mujer que no vale la pena, por esa lesbiana que
enfanga el bello recuerdo de Harshini.
—¡No!, ¡no! —repite— ¡Esto aquí se
acaba!
Entra
a la alcoba. Recoge del piso el pantalón de lino, vacía los bolsillos, retira
el cintillo y fija la vista en la A de la hebilla: la inicial le trae a la
cabeza la palabra asshole. Derruida
en un rincón, yace la playera de gondolero veneciano; la ve con simpatía y
después con lástima; sin evitar compararse, pensando que tal deterioro no
podría calificarla ni como de segunda mano. Hace una bola con las dos prendas
para ponerlas en el cesto de la ropa sucia pero al levantar la tapa cambia de
idea. Piensa en ella de nuevo, en la delicada hermosura del zari estropeada por
esas botas grotescas, y piensa también en él: de cuerpo entero ante un espejo,
transformado en un viejo ridículo. Sale al patio y mete la bola de trapos en el
bote de la basura. Busca el rostro del vecino espiando tras la ventana y no ve
nada; igual, le muestra el puño con el dedo del medio erecto.
***
La
señora Medina entró primero en la bañera. Desde la cama mira. La pipilla de
hachís recién encendida fumiga el ambiente. Da una calada y se incorpora; un
breve mareo hace balbucear el primer paso pero se recupera al instante. Llega
hasta la tina y se desliza; sus piernas resbalan entre un otro par de muslos.
Acercan los rostros y unen los labios en prolongado intercambio sensorial. Se
acarician con una tempestad que desborda oleajes y estalla pompas de jabón. Un
férreo esgrimir de gemidos precede alongando el placer, hasta que el mar de la
bañera vuelve a la calma. Cómplices en sus miradas, cierran el círculo del
suceso con una sonrisa. Sus nucas reposan sobre el borde de la tina; idénticas
cabelleras: negras, lacias, mojadas, alcanzan el piso, simétricas.
—¿Qué
te ha dicho el viejo?
—Nada
de importancia… pero creo que se ha enamorado. Si lo vieras al pobre: parece
Bogarde actuando Muerte en Venecia.
—Lo
importante es seguirle el juego… pronto soltará información valiosa.
—Lo
sé, pero empieza a darme lástima.
—Ya no
puedes rajarte… lo primero es el compromiso; además, creo que tú también lo
estas disfrutando… ¿o no?
—¿Cómo
crees?...
—¿Qué
no te acostaste con él?
—Sí,
pero no fue como te imaginas… ni siquiera nos tocamos. Habló toda la noche sobre Hemingway,
exaltando su obra pero también justificando la misoginia del escritor. Me
pareció extraño que un marxista defendiera con tanta pasión el machismo de un
gringo.
—¿Y no
te habló de cómo Marx se cogió a su sirvienta y luego Engels tuvo que echarse
la culpa y hacerse cargo del hijo para salvar el matrimonio?
—No
seas cruel. El viejo es de buen corazón y no sospecha nada.
—Pues
ojalá no termine como el escritor: dándose un tiro cuando descubra el juego.
—En un
principio la esposa dijo que fue accidente.
—Pues
ni modo que dijera que fue porque estaba harto de ella. Claro, creer que a un
hombre de su tamaño: arrojado, violento, experto en armas, se le haya disparado
una escopeta de dos cañones en la cara… prefiero pensar que se suicidó.
—Sólo
fue el cartucho de un cañón y entró por la boca. El escritor estaba hecho
añicos por tanto electrochoque: los médicos mataron al artista queriendo salvar
al paciente.
—Mmm…
veo que el viejo Antoine no ha perdido el tiempo contigo.
—¡Ya
basta!, mejor hablemos de otra cosa.
(Inesperada
intromisión).
Ketchum,
Idaho. 2 de julio, 1961.
Después de una noche de terrible insomnio,
Ernest abandona la cama con las primeras luces de la mañana. El espectro
suicidado del padre le sigue hablando.
—Te
digo que es muy fácil: te pones tu arma favorita en el lugar que más te guste y
jalas del gatillo. Algo simple… ¿a poco no?
El
escritor argumenta que tiene varias armas favoritas y que sería difícil elegir.
—¿Qué
tal la escopeta doble cañón calibre 12, con la que asesinaste a casi 500
animalitos en tus safaris? Un arma con ese record resulta ideal para volarse
los sesos.
—Mmm,
parece buena opción… ¿En dónde la puse? —se activa el Alzheimer.
7:20
am.
Va
a la cocina, prepara un daiquirí y le sirve otro a su padre. Enciende un
habano, regalo de Castro. Se sienta. El aroma lo transporta a Finca Vigía; ve
un expediente del FBI sobre el sillón de descanso, la mesita cantinera al lado;
la cabeza de un impala emergiendo del muro mueve los ojos. Sobre la puerta de
entrada, un letrero: Escritor que no puede escribir no merece vivir.
7:24
am.
Apura
el trago y extingue el puro. El fantasma rechaza el daiquirí sin probarlo.
Ernest recuerda la posible ubicación del arma y va en su busca. Por un momento
se ve perdido en el laberinto de concreto pero el fantasma lo guía.
7:27 am.
Llega
al armario. Abre las puertas: sola, el arma espera. Reconoce a su cómplice de
tantas muertes. La contempla.
7:29
am.
Toma
la escopeta, coloca dos cartuchos.
—¿Voy
bien? —su padre aprueba.
7:30
am.
Retumba una detonación.
***
Antoine
no pudo evitarlo: explotó sin control en una ira que debía ser llanto. La acusó
de lesbiana y traidora, engendro de mujer, oportunista, que no merecía el
tiempo ni el cariño que él le había dedicado. Furioso, asestó varios puñetazos
sobre el escritorio, sin duda, dedicados al rostro de ella. Seguía gritando
como loco; sacaba los mejores insultos de su arsenal lingüístico, poseído por
quién sabe cuántos demonios del despecho. Minutos después, exhausto, con la
presión arterial silbándole en los oídos, se derrumba en una silla. Ella le
dirige una mirada despiadada, precisa al momento, cargada de hiriente compasión
y repugnancia. Antoine la recibe estoico aunque en la verdadera fuente de su
sentir, una llama terrible escalfara el dolor. Descuelga la chamarra del
perchero y abandona la oficina; el viejo queda fundido en el asiento,
contemplando un afiche de Marcos seguido al portazo: el guerrillero parecía
burlarse bajo el pasamontañas.
El
incidente no podía pasar desapercibido. Tres días después de la denuncia, Antoine
ocupa el banquillo de los acusados. Ella exige la inmediata expulsión pero el
resto del grupo lo considera injusto: no hay testigos, sólo una palabra en
contra de la otra. Lanza un intenso reproche visual recorriendo a cada rostro y
termina clavándolo sobre los parpados cerrados del viejo.
—Entonces…
¡vayan todos y chinguen a su madre! —exclama antes de alejarse.
Un
hielo resbala por el esófago de Antoine; se siente vano, despanzurrado: como
insecto kafkiano bajo una bota nazi. Golpeado por una cascada de culpabilidad
acepta la farsa, pero duda poder cargar con ella. Piensa en buscarla, flagelar
las rodillas sobre el suelo áspero y pedirle el perdón más suplicante del
mundo; luego destapa la otra cara del naipe y decide no hacer nada: para que
esa puta depravada aprenda una lección amarga.
—¿Asunto
concluido? —pregunta al grupo.
—…
—¡Bien!,
pasemos al segundo punto del orden del día.
***
Nunca volvió. De aquella promesa quedaría
una especie de daguerrotipo deteriorado por efecto del tiempo: un rostro
velado, el zari raído, olvidado entre los suampos, y la silueta difusa de algún
paquidermo a contrasol. En otra escena mental: la madre, a la hora del té,
hablando de buenas costumbres, muy ajena a los gemidos que el señor Van der
Poorten arrancaba a la nana en un rincón de su despacho. Antoine sonríe,
pensando en la ingenuidad de su progenitora: todo mundo lo sabía, por qué ella
no. Quizá tenía algo que ver con el origen, con su propia historia: la hija
menor de una opulenta familia cingalesa, obligada a casarse antes de cumplir
quince años; forzada a lidiar con un estilo de vida que en Europa ya era
caduco. Vestía la moda victoriana, altiva, paseando el bustle como cisne en un lago. Aprendió tamaños de copas y arsenales
de cubiertos, decorados de mesa y platillos, postres, horarios… todo lo
necesario para comandar a un pelotón de sirvientes, dispuestos al castigo al
menor descuido.
Meneer
Van der Poorten perdió interés sexual en ella después del segundo y último
hijo. Se mudó de recamara y adoptó la costumbre de hacer viajes de negocios de
prolongada ausencia. Fuera de resentirlo, ella lo aceptaría como cosa normal:
dentro de las buenas costumbres. La primera nana, contratada para amamantar al
primogénito, fue obligada a abandonar la mansión, preñada con un bastardo y
cargando una bolsa repleta de billetes. La segunda, que llegó el día en que
nació Antoine, también compartiría la leche con el padre: al señor Van der
Poorten le enloquecía succionar el liquido cuando las fornicaba. A diferencia
de su antecesora, no se dejaría embarazar para conservar el trabajo, además de
lograr otras formas, agotada la vía láctea, de complacer las pasiones de su
patrón.
***
La tarde tibia asolea las viejas paredes de
la antigua casa de Marx en Clerkenwell
Green. Un humo espeso de tabaco niebla el prisma de la proyección; el
carrete superior del artefacto está a pocos minutos de vaciarse. Cuando Blanca
cae, abatida por las balas del Frente Popular, el viejo Antoine se incorpora de
un salto, agita un puño en dirección a la pantalla y grita: ¡Cerdos
estalinistas!
La
reacción no es de esperar; otro asistente responde: ¡Malditos trotskistas!,
¡por culpa de ustedes se perdió la guerra!
Otros
se unen al zafarrancho. Vuelan objetos: una pipa viene a estrellarse en la cara
del viejo; saca “La Revolución traicionada” y la lanza a su suerte.
Intercambian puntapiés y trompadas, algún sillazo también. Un hombre en el
suelo busca su dentadura postiza, otro las gafas, otro el peluquín.
Ken
Loach, el director, hace un esfuerzo para creer que su filme ha provocado ese
pandemónium de veteranos comunistas, todavía divididos por una guerra del
pasado que ya no pueden ganar. Les invita a la calma pero nadie quiere
escuchar. La película cierra con “A las barricadas”, se encienden las luces, y
entonces alguien parado sobre una mesa empieza a cantar La Internacional. Los
ancianos recogen sus puños y uno a uno se incorpora al himno. Al concluir se
dan de abrazos y apretones de mano, algunos dejan correr las lágrimas. Por más
que busca, Antoine no logra encontrar su libro.
Camino
al underground piensa en ella, en la
mujer de negro. La imagina desplomada sobre los suampos de Sri Lanka: igual que
Blanca, acribillada por la espalda sin motivo claro, víctima de la confusión
ideológica y del resentimiento. Se
encuentra culpable, autor del crimen: me enamoré como un imbécil y nunca lo
supe, sólo sentía. Lo que diera por volver a inhalar el sándalo de su cabello,
atrapar su dedo pulgar en mi palma. Otra guerra perdida y sin remedio, donde
siempre ganan los ruines y los vencidos paseamos del brazo de la cobardía.
Tantos años de lucha, de entrega, de sacrificio, para acabar de refugiado en el
regazo de la estupidez… ¡Gracias Karl Marx!
(Inesperada
intromisión 2).
Soho,
Londres, 1850.
Lenchen amasa por segunda vez. Hunde los
dedos en la pella de centeno, al ritmo de la canción que tararea entre labios.
Karl se asoma, la ve de espaldas, reclinada, ofreciendo un festín de erotismo
que no va a desaprovechar. La aborda por detrás aferrándose a sus senos; ella
se sonrosa y acelera el ritmo: de mucama bávara a lavandera africana. Karl le
alza el complicado vestido; ese día, la ropa interior de Lenchen cuelga en el
tendedero.
De regreso al estudio enciende el tercer
cigarro de la mañana. Ve el reloj. Bajo el altero de papeles sobre el
escritorio, una copia del Manifiesto Comunista muestra una esquina. El humo
seco con olor a tabaco barato invade el cuarto. Sonríe.
***
El peso sobre el pecho lo despierta; frente
a su cara un par de ojos a medio cerrar observan. Luego nota el ronroneo in
crescendo como un salmo hipnótico: una especie de mantra purificante que le
hace olvidar su aversión a los gatos. Así permanecen los dos, mirándose, hasta
que el felino se enrosca dispuesto a dormir. Desde ese momento sus vidas
quedarán conectadas. Durante varios días, Antoine busca entre docenas el nombre
apropiado: Lenin está entre los finalistas, pero lo encuentra fonéticamente
débil, no obstante la enorme virtud oratoria del líder bolchevique. Elige
Trotsky, pero al ensayarlo, el gato lo ignora por completo. Pasadas dos semanas
el felino sin nombre se ha apoderado de la casa. Marca los rincones con su
espray territorial inconfundible y usa el sillón de lectura como letrina. Al
viejo parece no importarle: le excita vivir otras experiencias y resignado
acepta la nueva función de su mueble favorito: Creo que no le gusta lo que leo
—piensa mientras limpia el excremento con la sección política de The Guardian. El gato lo ve de reojo
antes de lamerse una pata.
La
obsesión por encontrarle nombre aumenta. Cada mañana visita la biblioteca
local; consulta decenas de biografías pero ninguna encaja con la personalidad
del felino: con esa manera tan hábil de apoderarse del mundo, protegido por una
desfachatez que tiene gracia. Discretamente, Antoine lo envidia. Admira verlo
pasear la cola erecta como un mástil, desafiante, capaz de atravesar
tempestades sin perturbar su arrogancia; empieza a entender su rechazo a los
gatos. Antoine no se da por vencido; en algún lugar de los libreros debe
existir el personaje que embone con la idiosincrasia del animal.
Una
tarde, después de largas horas de exploración bibliotecaria, el viejo,
exhausto, arrastrando la mochila, desea ser la sombra que llega a la puerta
antes que él; a duras penas inserta la llave en la cerradura y para girarla
utiliza ambas manos. Da el acostumbrado empujón con el hombro y se va de
bruces: la puerta, siempre resistente a abrirse, cede como si estuviera recién
instalada. Antoine aterriza sobre el tapete del pasillo deslizándose varios
metros. Levanta la cara, reacomoda las gafas, enfoca, y ahí está: a pocos
centímetros, los ojos del gato a medio cerrar acentuando un gesto burlón.
Sostienen la mirada; el viejo nota que los pelos del lado izquierdo del bigote
apuntan hacia abajo y los del lado derecho hacia arriba, cree verlo sonreír. Da
media vuelta y se aleja; la cola erguida deja ver la estrella anal del felino;
abajo, un par de testículos rosados se mueven con cada paso. ¡Fucking cat! —grita colérico. El gato
para las orejas como antenas, gira la cabeza y atiende al llamado.
***
A
Antoine le hubiera gustado morir cara al sol, con los pies hundidos en los
suampos, impregnado del aroma a sándalo y contemplando el brillo envejecido de
los ojos de Harshini. O, tal vez, vestido en harapos verde olivo en alguna
cañada boliviana; o en lo alto del Templo Mayor azteca, sacrificado a filo de
obsidiana, y en el hálito final comprobar que su corazón dejaría de latir para
dar vida. Cualquier muerte, menos una normal —diría, sin estar convencido de
que morir era algo común. Si tan sólo los fríos pasillos del hospicio fueran
más hospitalarios y el elevador dejara de oler a fiambre: a pata de cerdo
sacada del frigorífico.
Fucking cat volverá a las azoteas, a fornicar hembras y
defender territorios; no vendrá conmigo como los gatos egipcios, ni me pondrán
leptones sobre los ojos para pagar al remero. Dejaré de respirar sobre una cama
prestada, acumulando puntos para romper el record de expiraciones; simple
contribución para ganarle el juego al pabellón de enfrente. Vendrán a verme los
camaradas, los amigos de ahora, y los de antes pasarán tras las cortinas como
en teatro de sombras. Podré fingir estar dormido para oír sus charlas; que
hablen de mí a sus anchas y luego la morfina me hará olvidar lo que he
escuchado. Perderé mi lucha contra el cáncer; una batalla que no presumo ganar,
ni intento pastorear elefantes con bastón de borreguero. Encascado en un yelmo
de punta, vendrá el abuelo del mostacho prusiano a enunciar los siete puntos de
El manual del bien morir. Luego me
hará repetirlos de memoria hasta pasar la prueba.
Antes de que culmine el verano indio, mi lecho estará vacante.
APUNTES:
La
mujer de negro llegó a Londres desde Madrid, comisionada para
reorganizar los grupos de apoyo al MZLN en Europa. Al parecer, un acuerdo entre
el Marcos y Ofelia Medina.
Si los zapatistas no se hubieran alzado, el
final de su vida habría sido diferente, repartía su devoción militante entre
ellos y los kurdos.
En 1994 formamos el Mexico Support Group, en
Londres, para apoyar el levantamiento zapatista: Tony van der Poorten fue
nuestro coordinador hasta su muerte. Sus cenizas fueron llevadas por dos
compañeros a Belice, de acuerdo a su voluntad.
Viajamos juntos por el noroeste de México:
le fascinó.
Antoine nunca supo cómo Fucking cat entró a la casa
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