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ALEGRÍA, HUMOR Y DOLOR: EL ANTIGUO CARNAVAL DE MAZATLÁN, 1900-1904 Rafael SANTOS CENOBIO * *  Catedrático e investigador de l...

viernes, 15 de mayo de 2015

SINALOA: ¿UNA SOCIOCULTURA DEL NARCO?

SINALOA: ¿UNA SOCIOCULTURA DEL NARCO?


Carlos ZAVALA SÁNCHEZ¨

El narcotráfico y las insuficiencias semánticas
El narcotráfico ha pasado de ser una actividad de pequeños grupos, para constituirse en una magna industria en la que intervienen complejas redes delincuenciales, nacionales e internacionales. Se trata de un complejo negocio departamentalizado, que funciona con células expertas en determinadas habilidades requeridas para una mayor eficiencia en su operación: manejo de tecnologías modernas de comunicación, producción y trasiego de droga; armamento sofisticado, entrenamiento paramilitar, redes financieras para inclusión de activos en circuitos financieros, grupos de poder político y empresarial, control de aparatos del Estado, control social y político en regiones de operación, entre otras.

      El narcotráfico, en donde se instala o por donde discurre, nada queda incólume. Transforma todo, impacta el orden social, instituciones, aspiraciones, los símbolos sociales de éxito, poder y ser; todo se hipertrofian. Genera una revolución en las premisas socioculturales y después de ello la lectura del mundo, de lo social, no es igual. Se transforman las percepciones socioculturales y se inicia un ciclo espiral que perturba el tejido social, donde las acciones por contrarrestar o contener lo único que logran es potenciar su efecto. En el gatuperio no se avizora institución o agentes (políticos, empresariales, religiosos, etc.) con autoridad moral socialmente reconocida y aceptada que se erija como una posibilidad de deslinde y con posibilidad de contravenir los intereses involucrados en el negocio que,  de una manera u otra, llegó a todos.  Sólo la sociedad civil podría, eventualmente, iniciar un proceso de reconstrucción, pero se avizora excesivamente peligroso y de gran costo social.

     Es tal la infestación social, producto del narcotráfico y el debilitamiento del Estado, que la cultura tradicional ha sido sustituida por una nueva: la cultura de la desviación. Para cualquier grupo cultural, la atrofia de sus valores centrales, vaticina su decadencia. Las diferencias generacionales vuelven difícil la asimilación del nuevo sistema de creencias y éste entra en conflicto con el sistema tradicional, creando trauma social y desviación. El trauma no sólo afecta a los sujetos en particular, sino que de manera sutil, casi imperceptible, traumatiza al grupo social; ello vuelve más complicada la recuperación. Las ciencias sociales aún deben su contribución al entendimiento de este proceso de transgresión que altera percepciones, actitudes, procesos mentales individuales y colectivos que dan sentido y realidad al mundo del narcotráfico y de las actividades ilícitas en general. Entender esto puede constituir el punto de inflexión para hallar alternativas que ofrezcan miradas complementarias, distintas o innovadoras a las ópticas tradicionales que han mostrado ya su debilidad o ineficacia.

   Entender el fenómeno resulta complicado debido a que connotaciones ideológicas, políticas, económicas y sociales han convertido al narcotráfico en un ente polivalente y con efectos múltiples en los diversos ámbitos de la vida social. Prácticamente sus raíces se han anclado en el tejido social invadiendo ámbitos tan diversos como la salud, educación, economía, política, marcos jurídicos, aparatos estatales, relaciones internacionales, seguridad nacional, convivencia social, traduciéndose todo ellos, en un asunto de cultura social que reproduce, en la medida que es producida, el ciclo de la descomposición del tejido social. Pareciera viable cuestionar sobre qué es lo que afecta más, el narcotráfico en sí, o las diversas percepciones y acotaciones sociales respecto al fenómeno. El narcotráfico, como actividad económica, por sus formas de operación, mecanismos de regulación de mercado y de inserción del dinero ilícito en los circuitos financieros legales y el conjunto de reglas para regular el comportamiento de sus agentes tienen un impacto en las regiones, grupos culturales y aparatos del Estado donde opera. Pero más allá de la mera actividad, se ha construido un esquema de percepción con matices, inducidos en mucho por el criterio asumido dependiendo del ámbito desde donde se le da lectura, que ha convertido al narcotráfico en la hidra que según la mitología griega cada vez que le cercenaban una de sus cabezas le aparecían otras más. Ello ha convertido al narcotráfico en un fenómeno tratado al antojo o conveniencia de quien lo refiere, según sean sus intereses, aparatos o grupos que representa.

    Concentrar esfuerzo en definir el término narcotráfico se antoja hasta como un ejercicio estéril. Pareciera que en sí mismo, el término es lo muy claro para entender su significado y el mundo que pretende representar. Aunque es más bien su “efecto” heurístico, el que ha cobrado sentido como representación instalada, ylo hace ver como claro para la realidad y el campo semántico que designa. Pero el término “narcotráfico” tiene serias deficiencias semánticas para expresar, en todas sus dimensiones, a la actividad. Porque dejó de ser una mera actividad y se trascendió a sí misma para convertirse en un complejo mundo de zona gris donde convergen lo lícito y lo ilícito, la cultura tradicional y la trasgresión, el simbolismo y la acción pragmática.

     Las imprecisiones de orden semántico y la sospechosa despreocupación por definir con rigor uno de los fenómenos que más ámbitos sociales transgrede, ha provocado especulaciones y sospechas de que el narcotráfico se ha convertido en un asunto de Estado donde su adjetivación (narcoterrorismo, narcopolítica, narcoviolencia, entre otros) ha sido de gran utilidad para ocultar o justificar acciones de política interna y externa. Otro asunto es el relativo a que a pesar de ser el narcotráfico tan sólo una más de las actividades ilícitas, es éste el que en la percepción social mejor representa la conducta ilícita, lo prohibido. Estados Unidos, por ejemplo, es uno de los mayores exportadores de armas para territorio mexicano. Curiosamente no ha sido México, ni algún otro país de América Latina, sino Estados Unidos, el que ha atribuido sentido al fenómeno del narcotráfico. Cualquier significación adquiere connotaciones ideológicas de acuerdo a los intereses de quien nombra y significa.

    Según Astorga (2003) es en 1956, en el periódico Excélsior, y en 1957 en Novedades, cuando aparece el término “narcotraficantes". Aunque no refiere en estricto al término narcotráfico es de suponer que narcotraficante refiere a sus agentes. No se sabe tampoco, o no se reporta en el trabajo de Astorga cuáles eran las drogas que se comercializaban entonces, aunque la mariguana y la goma de opio eran en México, hasta la llegada de la cocaína colombiana, los productos por excelencia. En el mismo texto se enfatiza que es a partir de los años setenta cuando la palabra narcotráfico es usada con mayor frecuencia en el lenguaje oficial.

    En Sinaloa para esas fechas el cultivo de mariguana y amapola era ya muy común y el título que recibían sus agentes era el de “mariguanero” o “gomero”. Narcotráfico como híbrido, deviene de los términos “narco” de narcótico y “tráfico” de traficar; ambos conceptos, coinciden muchos autores, no son los mejores para significar el mundo que quieren representar: la industria ilegal de las drogas. Astorga (2004:24), dice al respecto que narcotráfico es un término compuesto, donde la palabra “tráfico” tiene un doble significado, el primero que tiene un sentido de “comercio clandestino, vergonzoso e ilícito”, y el segundo, que refiere a “negociar” (traficar con).  

   Si los estereotipos culturales contribuyen para hacer del sinaloense el prototipo de narco por excelencia, pues esas redes permitieron su propagación, se podría comprender y dimensionar mejor lo que pueden significar esas redes de migrantes y el capital social que puede significar para la actividad delictiva. Explica Arturo Lizárraga (2004:24):
“En el contexto de la migración, las redes son juegos de lazos interpersonales que relacionan a trabajadores migratorios, exmigrantes, migrantes potenciales y no migrantes en los lugares de origen y de destino, a través de lazos de parentesco, amistad y comunidades de origen compartidas. Este conjunto aumenta la probabilidad del movimiento internacional, porque reduce los costos y riesgos del movimiento y aumenta los ingresos netos esperados de la migración”.
     En resumen pues, lo vergonzoso de la actividad no era tal, primero porque se introdujo de manera no criminalizada; segundo, sus agentes, si no personajes visibles si con anuencia de los grupos de poder, no sólo promovieron la producción de goma de opio, sino que refaccionaron su cultivo y promovieron el aprendizaje de las técnicas necesarias para su cultivo y cosecha. La adormidera, no se percibía en estricto como una droga dañina, sino como materia prima para la elaboración de medicamentos. La amapola era considerada, además, de ornato; no había casa que no tuviera en su jardín sus bellas flores. Aún hoy se pueden observar sólo que con más discreción. Los mismos chinos, que enseñaron las técnicas de cultivo y cosecha, le daban también uso medicinal.
“Amarillas, médico naturalista, práctico, sabía de las propiedades narcotizantes del opio y lo empleaba con fines eminentemente curativos. Él mismo recolectaba la goma de los bulbos y preparaba las mezclas que en forma de cataplasma aplicaba en úlceras, llagas y heridas de sus pacientes, para calmarles los fuertes dolores; él mismo preparaba gotas, cucharadas y soluciones elaboradas personalmente, o bien recetaba la Vitacura, medicamento chino que surtía una droguería de San Francisco y “era buena para curar hasta 75 enfermedades” (Ruíz, 2002).
   La segunda acepción, “traficar con” o “negociar”, es más compartida, sólo que refiere a todo el proceso de la actividad, desde producir, procesar, trasportar, distribuir y la inyección del dinero ilícito en los circuitos de la economía legal. Esto último, es lo que ha potenciado el poder invasivo de los grupos de poder delictivo, infiltrando no sólo a las instituciones que administran y regulan los circuitos financieros sino que también ha irradiado su influencia a esferas como la política, los aparatos de seguridad, empresarios, etc.  Lo que resulta evidente, es que el prefijo “narco” refiere a drogas, por lo que “narcotráfico” referiría a la actividad de comerciar con drogas ilícitas, prohibidas. Esto tendría un doble problema, el primero, de tipo semántico, ya que narcótico no implica a todas las drogas disponibles en el mercado ilegal y; segundo, el mundo de significación atribuido al fenómeno lo ha convertido en algo difícil de consensuar y, por tanto, complicando el uso jurídico del su marco conceptual.

     Rodríguez (2006:65) insiste en que el poder del término narcotráfico se encuentra en la asignación de sentido social, más que en lo literal del término. Pues se trata de un neologismo construido a partir de las palabras “narcóticos” y “tráfico”, para identificar
“la problemática del comercio de las drogas ilícitas con una carga política e ideológica apreciable, por lo que se le ha utilizado como sinónimo de actividad maligna contra la cual hay que luchar y dirigir todos los esfuerzos político-criminales”.
     Los autores exponen el campo real, en sentido figurado y estricto, del narcotráfico como objeto, lo que significa e identifica; donde lo primero representa una construcción social y lo segundo, una actividad en estricto. De acuerdo con Astorga, Rodríguez sostiene que “traficar”, entendido en sentido literal, significa “comerciar o negociar”; es un acto mercantil y debe entenderse como una acción de compra-venta, aunque en este caso de sustancias ilícitas. Con la expresión “acto mercantil” se busca dejar claro que toda interpretación moral es sólo eso y no una cualidad del objeto. Esto, según Rodríguez, hace que los Estados tengan serias dificultades para definir con claridad en su legislación antidrogas todo lo referido a su normatividad legal.
“…debe observarse que el empleo del verbo traficar en la legislación antidrogas resulta incorrecto toda vez que el mismo es más limitado de lo que se propone, y su significado no concuerda con el significado político e ideológico que se le confiere en dicha normativa, distorsionándose el mismo, de esta manera pues se pretende abarcar en el tráfico cualquier conducta siempre que tenga alguna vinculación con las sustancias ilícitas (Rodríguez, 2006:68).
     Respecto al término narcotráfico, Astorga (2003a:6) sostiene que
La capacidad de invención o la intención de precisión conceptual serán prácticamente abandonadas a favor de ese neologismo que privilegia en su etimología la asociación con el tráfico de drogas narcóticas y deja de lado las que no lo son aunque también sean ilícitas”.
  Aún con las deficiencias observadas, por narcotráfico debemos entender cualquier actividad relacionada con el mundo de las drogas ilícitas, en cualquiera de sus etapas (cultivo, trasiego, distribución) y formas (drogas sintéticas o de origen natural). Incluso el manejo financiero del narcotráfico es parte de su cadena, por lo que Rodríguez (2006:70) dice que la definición legal del delito de tráfico de drogas es
“cualquier acto vinculado al comercio de las drogas, desde su producción hasta la obtención de ganancias por su colocación en el mercado así como su reinversión para otorgarle a esas ganancias la apariencia de ser lícitas (lo que se conoce como legitimación de capitales o lavado de dinero, delito al que se le ha dado una importancia tal que ha pasado a ser autónomo con respecto al delito de tráfico”.
    Por otro lado al hablar de “poder paralelo” y el “otro poder” pone sobre la mesa la relación Estado-Narcotráfico; que da pie a la tesis de las relaciones de complicidad entre gobierno y políticos con la delincuencia organizada.  En ese sentido Valenzuela (2002:165), escribe que se desconocen
“…las verdaderas dimensiones del poder del narcotráfico, pero de acuerdo con diversos corridos pareciera existir una estructura de narcopoder por encima de algunos gobiernos, situación que parece indicar la condición obligatoriamente fallida del combate al narcotráfico por parte de las fuerzas gubernamentales”.
  Hay un elemento que vale la pena resaltar y tiene que ver con la significación histórica del fenómeno del narcotráfico. Sería difícil comprender su dimensión cultural sin recurrir a la comprensión histórica contextual del fenómeno. Córdova (2002:168), en ese sentido sostiene que
“tanto el dinamismo económico del narcotráfico, la constitución de sus redes locales, nacionales e internacionales, así como su percepción sociocultural, forman parte de un proceso histórico estructurado social y políticamente”.
   Este factor histórico pudiera ser una ruta de indagación y comprensión del cómo y por qué el ser “narco” se asocia a ciertos lugares, personas; cómo, cuándo y por qué se propaga el fenómeno irradiando en rutas y regiones adoptivas ciertos estilos de vida, costumbres, aspiraciones y deseos. Todo lo anterior convierte al fenómeno en algo complejo, dinámico, multidimensional de manera que entenderlo nos lleva por el complejo mundo de lo que el mismo Córdova señala como:
“… el diversificado espectro de las formas simbólicas y de las ideologías regionales, relacionadas con el mitológico mundo de los narcóticos, a través de estructuras, productos, mecanismos, canales y medios de la cultura y la comunicación, que son el objeto esencial de nuestra concepción sobre el fenómeno. Se trata de una esfera que es construcción, expresión y reflejo de una dimensión sociohistórica de la realidad, cuantificable no sólo en función de un diagnóstico aproximativo a la economía política de la producción, distribución y consumo, sino sobre todo --y esto es lo que especialmente nos interesa--, cualificable en el plano de las construcciones simbólicas de la sociedad” (Córdova, 2011:26).
   Estas construcciones simbólicas a las que se alude, son las mismas a las que refiere Valenzuela (2002:293), cuando define al “narcomundo” como una
“actividad ilegal que actúa como una red de poderes que permean al conjunto de la sociedad, pero también como un capital simbólico que influye de manera importante en la definición de las representaciones colectivas”.
    Ese simbolismo y su entramado tejen un complejo sistema de representaciones que configuran una unidad cuya connotación principal es su conexión con el narcotráfico y ha dado lugar a que se funden nociones que la describan como una subcultura, que promueve nuevos moldes de comportamiento y de percepción que se contraponen con los tradicionales. Scherer (2008:44), en la  entrevista que hizo a Sandra Ávila, “La Reina del Pacifico”, le pregunta si en algún momento de su vida ha rechazado la vida del narco, a lo que ella respondió que “no podría hacerlo”. Y dijo:
“El narcotráfico existe y la droga está en todos lados, en el ambiente, en el aire. Son enormes los ríos de dinero que corren por su cuenta y sin ese dinero se extinguirían muchos lugares y padecerían aún más ciudades como Tijuana, Culiacán, Guadalajara. El narco se extiende y su dinero hace posible que pueblos y familias enteras del campo dejen el hambre. Habrá que aceptarlo. La realidad es como es. El narco crea fuentes de trabajo y son miles los que han salido de la desesperación que causa el desempleo por lo que la droga deja”.
    Bueno o malo, no son criterios ni mucho menos categorías válidas para analizar este “mundo”. Esos términos corresponden a la moral, o a la religión y la teología. En el mundo del narcotráfico “la realidad es como es” y eso es todo. De aquí, que en esa actividad, donde las regulaciones sociales, de cualquier tipo no funcionan, no son útiles, no contribuyen a ordenar, organizar, dirimir diferencias o imponer reglas, se construye todos los días a la vez que va delineando rumbos, formas, reglas y símbolos. Es un ámbito que construye reglas propias y criterios para hacerlas cumplir. Se hace e instala una cultura mafiosa. Una vez impuesta la noción, en el imaginario se construye también una mitología, en leguaje encriptado, de un mundo violento que blinda su condición y establece normas básicas que regulan no sólo los procesos sino también a sus agentes.

     Al no tener un Estado que dirime y concilia diferencias, el narcomundo ha tenido que construir sus propias formas de regulación interna y estrategias defensivas contra la amenaza externa, ya sea el Estado mismo u otras organizaciones delictivas. Dichas reglas han terminado siendo más funcionales que las construidas por el Estado; ahí se cumple o se cumple. Así, el narcotráfico ha dado lugar a un campo en el que existen
“…relaciones y divisiones particulares entre los agentes sociales que lo conforman. Hoy cooperación voluntaria y no sólo coacción. Hay competencia y bastante feroz, como en cualquier otro campo donde exista algo que disputarse, pero también hay alianzas estratégicas entre grupos para enfrentar tanto a la competencia interna, como a los representantes de la legalidad que los combate” (Astorga, 2004:31).
     La preocupación cada vez mayor por regular la producción, el tráfico y el consumo de sustancias psicoactivas ha variado a lo largo de los años, no tanto por la peligrosidad de las sustancias, sino por factores de tipo económico y político. Desde la ilegalización de fumar opio hasta la preocupación por el narcotráfico, se observan variables que no tienen que ver con los aspectos farmacológicos de las drogas, sino más bien con razones de política interna o externa, cuando no de proteccionismo mercantil entre países o grupos de poder (Del Olmo, Rosa, 1989; Camacho y López, 1999:05). 

   Tales políticas tiene que ver con los intereses, no reconocidos la mayoría de las veces, de los propios Estado nación, de grupos de poder político y económico, de instituciones implicadas en el combate a la actividad ilícita que disfrutan de grandes cantidades de recursos económicos. Muchas veces, dichos grupos, queriéndose diferenciar, caen presa de la fascinación o el poder de las redes del narcotráfico, constituyéndose en complejas estructuras que hace prácticamente imposible diferenciar los límites entre lo legal o ilegal, entre la ley y el delito. No puede ser de otra forma, el narcotráfico no existiría, al menos no en la dimensión actual, sin el cobijo de los grupos y aparatos de poder, legal o de facto, de origen nacional y trasnacional. Al respecto Astorga (2004:33) lo ilustra muy bien cuando dice que
“El volumen de los capitales, la complejidad de las transacciones financieras y la diversidad de los campos de inversión del dinero del tráfico de drogas, sugieren una gran capacidad de organización, de dirección, de administración y de compra y sometimiento de conciencias. Sugieren una cierta eficiencia empresarial que no ha tenido que ser aprendida en instituciones prestigiadas de educación superior. Muestran, por otro lado, que no es requisito indispensable el haber militado en algún partido político para montar una extensa red de conexiones políticas y policíacas, necesarias para el éxito de la actividad”.
     La economía del narco, es quizá la parte más fascinante de ese mundo. Pareciera que lo que toca, como el Rey Midas, se convierte en oro, riqueza, abundancia; todo ello de manera rápida, segura, mucho más que cualquier opción de movilidad económica ofrecida por el aparato estatal. Esa abundancia se observa en todo, no sólo en dinero: casas lujosas, poder, autos, mujeres. Duncan (2008:07), refleja esta idea así:
“como empresa capitalista el narcotráfico no presenta problemas de rentabilidad, de hecho su atractivo es que los precios de venta son de lejos superiores a los costos incurridos”.
    Las inversiones son altas y los riesgos las vuelven más costosos, aunque también mucho más redituables. Destrucción de cultivos y laboratorios, decomisos de droga y dinero, capturas, robo de mercancías por grupos rivales, aseguramiento de propiedades, incumplimiento de pactos entre los miembros de un grupo o de éste con otros son parte del costo. Eso hace que, como en cualquier empresa que invierte capital, la planeación y el cálculo sea un principio básico. Pero los riesgos no se quedan en ese nivel, el costo cumbre es la pérdida de la vida de sus agentes o familiares, de allí que “el asunto primordial de la actividad narcotraficante […] sea la búsqueda de mecanismos de protección que generen suficiente certidumbre y reduzcan los riesgos inherentes a la empresa” (Duncan, 2008:07). Lo anterior obliga a la generación de todo un esquema de protección donde participan no sólo sus agentes sino que involucra a sectores de los aparatos del Estado y la sociedad civil. Sería imposible de otra manera.

    Tal vez sea el del narco uno de los fenómenos sobre los que se ha construido más simbolismo disuasivo. Ello expresa el esfuerzo de volver impermeable sus fronteras, evitando la intromisión y la salida de información y personas que desestabilicen el sistema de organización y funcionamiento. Mucho de ese simbolismo es real, otro es producto de la mitología que se ha construido en torno a dicha actividad. Los símbolos son el lenguaje que comunica una identidad y produce sentimientos (miedo, curiosidad, temor, respeto, admiración). Estos alientan a las personas a introducirse en él, otros persuaden en evitarlo. Pero son esas emociones las que han configurado la percepción de un sistema cerrado, al que se puede entrar pero jamás salir, al que se puede husmear pero con grandes riesgos, al que es preferible evitar o mantenerse al margen.

  Todo eso provoca que ante la falta de información real, objetiva, verídica, se estalle en construcciones de personajes extraordinarios con capacidades y habilidades pasmosas cuyas acciones rayan en odiseas. Dichas acciones reflejan toda una gama de cualidades valorizadas socialmente como deseables (valor, hombría, lealtad, prestigio, fama, poder), al punto de constituirse en lo más cercano a la idea de héroe social. Dichos héroes, al menos para el sinaloense, condensa rasgos tales como: “ayuda a la gente pobre”, “origen social e infancia de pobreza”, “opositor exitoso a la autoridad”, “éxito social”. Cualquier personaje que escenifique dichos rasgos se instala irremediablemente como héroe en un imaginario plagado, de por sí, de caudillos y redentores.

   Esta doble significación del narcotráfico, actividad económica y mundo idealizado, es donde se construye un imaginario complejo; es lo que define en sentido estricto y figurado, su naturaleza social ininteligible y dinámica. El simbolismo social introyectado configuran un mundo develado por su simbología pero anclado a lo “no dicho”, guardado como un secreto que atenta contra principios básicos de la psicología del mexicano, constituyéndose en “tabú”, “amnesia colectiva”, o simplemente un
“silencio defensivo y comprensible. Una especie de ‘normalización’ de un fenómeno que de relativamente marginal pasó a ser parte de la vida cotidiana, a permear la sociedad y a imponerle, hasta cierto punto, sus reglas del juego” (Astorga, 2004:88).
    Dicha normalización o institucionalización (Sánchez, 2009), en tanto que permea la vida cotidiana, es lo que ha animado a distintos investigadores concebir el fenómeno del narcotráfico como una “cultura” o “subcultura”. Los periodistas, a través de crónicasque describen las formas de operación, han favorecido la edificación de un montaje escenográfico pletórico de aquello que denote posesiones y despilfarro, poder e inmunidad. Ello contribuye a la construcción de una mitología del mundo narco que termina imponiendo una percepción y patrones de comportamiento. En ese contexto ¿qué es lo que anima a las personas ingresar a las mafias conocedora del costo personal y social que tiene? Valenzuela (2002:103) señala al respecto que 
“La pregunta resulta ingenua si la confrontamos con las experiencias que conocemos sobre la enorme capacidad de seducción del dinero y el poder que proporciona el narcotráfico, o las condiciones de amplia depauperación que existen en nuestro país, o el cierre de canales tradicionales de movilidad social como la escuela o el trabajo”.
    Nulidad de opciones de movilidad social y codicia parecieran las respuestas más convincentes para explicar el por qué se ingresa al narco, pero en los últimos tiempos se ha podido observar que no son la única razón. Los factores de ingreso se han diversificado. La ganancia subjetiva (valentía, prestigio, poder, fama, reconocimiento social) juega un papel importante como motivación para el ingreso a las redes criminales. Dice Duncan (2008b) que el narcotráfico no puede ser entendido como consecuencia de la “pura codicia” y que deben estudiarse los efectos estructurales, elorden social que lo moviliza y entender las dificultades de instrumentar políticas de “desnarcotización” de dichos ordenes sociales. El narcotráfico, aunque se trata de
“una actividad criminal, por diversas razones se convirtió en parte importante de la definición de la estructura política, económica y social de muchas regiones del país, al punto que quien accediera al poder en estas regiones necesariamente debía dominar una empresa criminal. Pero, más allá de la voluntad de los actores, el poder regional no significaba suficiente poder para transformar la naturaleza de la sociedad y eliminar los componentes de un orden basado en el narcotráfico. Existen razones más fuertes que la codicia o la voluntad de de paz de los representantes del poder local para explicar la forma que adquirieron esas sociedades (Duncan, 2008, b:03)”
     Tampoco puede ser entendido como un determinismo social. No por ser sinaloense se es narco, no “se trae en la sangre”. Suponer que existe un determinismo socio-cultural que encajona a los individuos en un futuro manifiesto, inevitable, del que resulta prácticamente imposible escapar, significa suponer que Sinaloa es, por naturaleza, una sociedad narca. Aunque sin pretender ocultar que la cultura del narco en Sinaloa se huele, se palpa e impone muchas de las reglas sociales.

    Mucho se ha referido a la dimensión simbólica del narcotráfico, pero aún no queda suficientemente claro a qué refiere y cuáles serían sus características distintivas. El brete radica en el hecho de que no existe una cultura normal y una mafiosa, sino un hibrido donde se entrelazan y enmascara un sistema de creencias que dan sentido a lo que se define como “narcomundo”, “sociedad narca” o “narcocultura”. Nociones, que ante la falta de los apropiados para representar lo sistémico y la complejidad del fenómeno, resultan de gran utilidad como metáforas.

   Valenzuela (2002), es quizás uno de los investigadores que más ha escudriñado desde la perspectiva cultural, a través del análisis del corrido, los significados, el lenguaje y códigos que dan cuenta del entramado simbólico construido y que le dan sentido a la noción narcomundo. Un ambiente cifrado, encriptado, al que sólo se accede a través de la interpretación de lo “no dicho”, o mejor dicho, de “lo dicho sin decir”. Sostiene que el dinero es el aspecto de mayor centralidad en ese ámbito, pues todo gira a su alrededor, debido a su “capacidad para corromper y comprar lealtades o respetabilidad”: el dinero como medio no como objetivo único. Otro elemento es el de los indicadores de “éxito”, que para el caso de la simbología narco, se concreta en “joyas, carros, aviones, ropa, casas-castillos, o mujeres-trofeo, integrados como parte del espectro de productos de consumo disponibles” (Valenzuela 2002:195). El autor incorpora un elemento interesante, cuando se refiere a la “cosificación de las relaciones humanas y su ponderación como claves de triunfo” (Valenzuela, 2002:195).

     Esta creencia, constituida en premisa, de “es mejor vivir poco como rey y no mucho como buey”, adquiere sentido en los excesos, el hedonismo, el afán de reconocimiento social, el “vivir rápido” que pasa necesariamente por códigos implícitos de conducta que refieren a la ruptura de reglas y campos de sanción que tiene a la “muerte como condición liminal”. Es decir, gira en torno a un sistema de creencias o códigos, referidos, según el autor a “la lealtad, la discreción, el respeto de las jerarquías, la “equidad” básica, delimitada para no alterar las reglas del juego y sobre todo “no pasarse de listos”. Tal vez el asunto de mayor importancia que propone Valenzuela (2002:268) es lo que tiene que ver con la “propalación de los códigos del narcotráfico a otros campos de la vida social”, teniendo como medio la oralidad y los mass media. Son estos códigos los que dan forma a las “certezas populares” y es con ellos con los que describen, definen y observan ese mundo, borroso e impreciso, donde, pareciera, no existe una diferenciación clara entre los formal e informal, entre lo legal e ilegal.

    Ese ambiente de violencia, donde las reglas se escriben y reescriben casi a diario, se traduce en una serie de “certezas subjetivas” pero también de incertidumbre, y de ahí provienen los miedos. La ruptura de reglas genera confusión, desestabiliza, siembra el miedo y apura el reacomodo para generar certezas funcionales. Cada crisis entre grupos delictivos se traduce en crisis de certezas y miedos. Son cíclicas, como en todos los fenómenos de tipo social. En ese mundo las reglas de la mente no son las mismas que utilizan las mentes ajenas a él. Sandra Ávila, “La reina del pacifico”, lo expresa a su modo en la entrevista de Scherer (2008:241) cuando refiere a esa inestabilidad.
“La sociedad narca, enloquecida como es, frecuentemente, enloquece. Un día el cielo de la vida amanece negro y al día siguiente se torna azul. No se discute con palabras. Se discute de otra manera: la violencia, el poder, la vida que muchos se juegan al día a día, genera la enfermedad de las suspicacias, del miedo y la muerte. El poder y el pleito por la droga al precio que sea arrastran a muchos”.
    El narcomundo consiste en un ámbito gelatinoso, impreciso, donde las reglas así como aparecen se van, dejando un sentimiento de pérdida de certeza y la sensación de un mundo desorganizado que hay que justificar para poder vivirlo. No hay de otra, las emociones y lo sentimientos se alteran y la búsqueda de equilibrio es constante. Tal vez por eso, en la mayoría de los casos, sean las drogas, o los excesos, los únicos refugios de los miedos, infortunios, quebrantos, anhelos y alucines. O tal vez matar sea lo único que genere confianza de que los riesgos son minimizados. Es un mundo donde el equilibrio personal depende del otro o de la situación y debe ser construido a diario.

   En ciertos momentos del libro de Scherer no queda claro si escribe literalmente las respuestas de Sandra Ávila o, en su afán de estilizar su narrativa, escribe sus propias interpretaciones de lo que la entrevistada expresa; pero, y es lo que hay que destacar, cuando refiere a la “sociedad narca”, tal vez el sentido de dicha expresión, aún como metáfora, pueda variar significativamente dependiendo si la dice un investigador o si lo dice una persona, que como Sandra Ávila, viene de ese “mundo”. En un pasaje de la entrevista Sandra Ávila cuestiona la autoridad que algunos se adjudican para hablar de dicho mundo, que no es propio, cuando dice que en torno al mundo narco,
“Muchos hablan de su origen, su significado, la profundidad de la tragedia, los muertos uno a uno o en racimo. Pero la sociedad narca la conocemos los que estamos ahí. Yo no soy turista en el mundo del narco, mujer marginal de su intensa complejidad. He estado ahí y no tendría sentido que negara la realidad. Pero eso no me hace delincuente. No he matado, no he robado, no pertenezco al crimen organizado, no he lavado nada. Nací rica, rica vine al mundo y no puedo regresar al vientre de mi madre y nacer distinta” (Scherer, 2008:99).
    Dicha expresión resulta honda e ilustrativa para el análisis del narcotráfico. Deja claro que sus símbolos y significaciones pertenecen a ese mundo y los entienden los que lo habitan. Los investigadores para interpretarlo tienen dos alternativas: la primera, si quieren interpretaciones de primer grado, es vivirlo y; segundo, recurrir a los sujetos que estén dispuestos a denunciar su propio ambiente. Ambas cosas no garantizan carencia de amenazas. Sus circuitos cuentan con mecanismos persuasivos para inhibir cualquier esfuerzo de exploración. Esto ha llevado a los investigadores a analizar el fenómeno por medio de sus manifestaciones más disponibles, como el narcocorrido, sus símbolos, las estadísticas, notas periodísticas. Ello no es cuestionable, nadie está obligado a asumir riesgos innecesarios. Por su parte, Nery Córdova (2002:168), describe la expresión simbólica del mundo narco, a través de la lectura de su
“…música, la literatura, la iconografía popular, la moda, la vestimenta y sus aditamentos, los artefactos y artículos de consumo y estatus; y las formas subjetivadas o interiorizadas como las creencias, los mitos, las opiniones y los valores”.
    Dichas significaciones, organizan parte del marco cultural en el que se socializan los individuos e interioriza representaciones de apreciación que constituyen sus actitudes, estereotipos, esquemas de valor y acción en la vida cotidiana. 

El reto de “ser alguien”: El narco como opción de movilidad social
En la sociedad sinaloense, sobre todo la rural, resulta difícil encontrar algo que verdaderamente permita distinguirse de los demás. Ser “del montón” es la primera condición que los individuos deben de experimentar. Para nadie es cómoda esa situación y mucho menos para los adolescentes que apenas se inician en su exhibición social. En una edad en la que llamara la atención de los demás, sobre todo de los coetáneos de sexo opuesto, la preocupación por los símbolos de prestigio, éxito y poder se vuelven necesarios. Ellos aportan elementos que incrementan la capacidad de competencia y aumentan considerablemente las probabilidades de éxito.

   Esta situación, en una condición de escasas opciones y oportunidades lícitas, se vuelve un verdadero dilema que los individuos tienen que resolver temprano en su vida. Ser un “Don Nadie”, no es complicado, casi es automático y entre el menos y el más la diferencia es reducida. Por otra parte, los medios sociales promueven un estilo de vida prácticamente imposible para quienes su condición económica es raquítica o modesta. No puedes ser “alguien” sin contar con los símbolos de prestigio social (carro, casa, ropas de marca, consumo suntuoso), esa es la definición de facto de ser alguien. Ese termina siendo uno de los grandes contrasentidos de la sociedad capitalista; todo lo define el poder económico, pero sin ofrecer opciones legales para lograrlo. Sólo un grupo selecto, descendiente de los grupos de poder tradicional, económico o político, del área rural o urbana, tienen medianamente asegurada opciones de movilidad social. 

    Lo cierto es, que el narcotráfico y la actividad delictiva en general, se reconozcan o no, es una de las actividades de mayor demanda de mano de obra en Sinaloa. La estructura organizacional necesaria para operar el negocio requiere de recursos humanos en gran cantidad y con habilidades muy diversas. Los variados puestos requieren perfiles muy variados, desde los altamente tecnificados hasta los de escasa o nula escolaridad. Cada puesto requiere habilidades, talentos y actitudes diferentes; pero en todos los casos, la condición fundamental termina siendo la destreza de operar en la ilegalidad. Pareciera cosa menor, pero realmente el aprendizaje, entrenamiento y ejecución del comportamiento ilícito reclama del agente mucha maestría.

   Para darnos una idea de la variedad de perfiles demandados, sólo es cuestión de hacer un inventario de las actividades más comunes en la industria de las drogas. Thoumi (2009:17) señala, entre las acciones más comunes: a) Comerciar con insumos ilegales, los cuales por lo general son sustancias controlados y deben ser contrabandeadas, b) Cultivar cosechas ilegales, c) Desarrollar sistemas clandestinos de procesamiento de la droga, d) Vender productos ilegales en el mercado nacional, f) Contrabandear los productos finales fuera del país, g) Desarrollar redes de mercadeo internacional, h)Transportar los dineros obtenidos ilegalmente a través de fronteras internacionales o convertirlos en otra moneda sin revelar su origen e i) Lavar e invertir dineros obtenidos ilegalmente y manejar portafolios conformados por capital ilegal. No se encuentra en la lista una de las actividades que ha sido expansiva en los últimos tiempos en México y que requiere de habilidades y disposiciones personales que la psicología debería de estudiar a fondo: el sicariato. ¿Qué hace que un sujeto pueda romper todas las premisas culturales que indispone para dar muerte a un semejante? ¿Cómo resuelve el conflicto que produce el matar? Este último, y todos las actividades le imponen condiciones al individuo y los transforma en sus artes y competencias.

    El narcotráfico funciona de acuerdo al delicado equilibrio de la oferta y la demanda. Es el modelo capitalista neoliberal en toda su expresión. Es una actividad que estigmatiza pero se ha constituido en punto de equilibrio de muchas economías regionales y nacionales. Consciente o no, dicha economía ha definido estándares de precios, consumos y símbolos de éxito. El área rural donde se asientan muchos de los operadores del narco los signos de bonanza y el contraste de pobreza son más evidentes. Pero invariablemente la realidad termina imponiéndose y explota en violencia, éxodo y aridez. Invariablemente es así. Pro con todo y ello, la pinta de “ser narco” se disfruta, algo mueve en lo profundo del ser, puede ser la excitación del poder y la abundancia impensada o, en su defecto, la expresión de la parte lóbrega del ser que se enuncia. En lo más íntimo del tejido social el verdadero narco se camufla, pretende pasar inadvertido y, como señuelo, manda a sus operadores a dar la cara, los convierte en los delincuentes de la actividad y, al final, cuando son innecesarios o se han convertido en obstáculo, son puestos para la cárcel, muerte o destierro.

   Esto depende de qué tan enterado están de las entretelas del negocio. Para la gente común y corriente, los personajes públicos del narco que, además disfrutan el privilegio de ser reconocidos como tal, dan la cara cobrando los privilegios de su actividad. Dichos privilegios no sólo son materiales sino que también simbólicos que se disfrutan tanto o más que los primeros. Como si con ello el sujeto se perpetrara, engrandeciendo su imagen e imponiéndola, no sólo a los demás, sino a su propio origen y destino burlado. Es común, que a los agentes del negocio sean señalados como “narcos” o como alguien que “anda en el negocio” aunque sólo sean “mandaderos”, “burros”, “mulas” u “operadores”.

    Como en cualquier otra actividad, las posibilidades de tener un papel central dentro de la estructura de la organización prácticamente son nulas. Como sucede en la política, la estructuración grupal privilegia a algunos que intentan por todos los medios conservar ese privilegio más allá de sí mismos y heredando a sus descendientes. En los grupos delictivos las cosas suceden igual. Y no es necesaria una investigación exhaustiva para demostrar tal afirmación, todo es cuestión de observar quiénes heredan el poder político en una región y quiénes el caudillaje de los grupos criminales. Pareciera dos partes de la misma cosa, o por lo menos, dos cosas que acusan una dinámica muy similar.

    Se ha instalado en el imaginario social un estereotipo del narco y se ha asociado con él una serie de símbolos que denuncian su involucramiento, magnitud de poder, función y distancia con respecto a los demás. Los individuos, por aprendizaje y algo de intuición, se vuelven expertos en artimañas y manejo de señales que le anuncian a los demás de su propia naturaleza, magnitud, tipo de reverencia y atención requerida si, por seguridad, quieres mantenerte en zona segura. Los no implicados se esfuerzan por mantener un perfil bajo que no perturbe al dominante y se han vuelto experto en mandar señales de subordinación.

   Todo ello señala un andamio de rituales, códigos y disposiciones que se han tenido que construir y operar para lograr esa diferenciación, entre mansos y poderosos, que permitan subsistir en un mismo territorio dos perfiles y formas de funcionamiento. Una realidad dicotómica que deja de serlo al configurar verdaderos sentido de realidad cuando ambos dejan de ser para dar lugar zonas borrosas, grises, que configuran el verdadero sentido de realidad. Nuestra sociedad es así, producto de dos poderes contrapuestos pero con muchos tentáculos de conexión, tanto que uno no puede ser entendido o explicado sin recurrir al otro.  De tal forma que las zonas grises, son fruto de los puntos de intersección de algo, que ante el examen descuidado, pudiera emerger como unidades disímiles, dicotómicas, para terminar coexistiendo interdependientes: lo ilícito e ilícito.

   En Sinaloa son más los que parecen, o quieren parecer, que los que son. Pero pareciera que es una imagen socialmente deseable, en particular entre los jóvenes. Es vox populi en Sinaloa, de que no hay quien que no tenga relación de algún tipo con personas vinculadas, de alguna forma, al mundo narco, y aunque esto tiene que ver más con el estereotipo que con la realidad, nos permite pensar en que la información que tienen los agentes sociales es múltiple, compleja y que de una manera u otra definen su actitud. Astorga (2004:78-79) sostiene que el narcotráfico en Sinaloa se
“convirtió simplemente en otra forma de vida, en una actividad donde todavía es posible lograr ascender en la escala económica y en la social, sin tener que pasar necesariamente por los circuitos tradicionales de las actividades legales, por la escuela o la política, aunque tampoco fuera de ellos completamente”.
   Aún cuando la dimensión intangible del narcotráfico ha penetrado hasta lo más íntimo de la sociedad sinaloense, y la mexicana, la representación de ser narcotraficante ha evolucionado de modo significativo. De la imagen estereotipada, del narco rural, bondadoso, ensalzado en una especie de Robin Hood sinaloense, se ha pasado a un nuevo perfil, más moderna, debido a que los descendientes y herederos de dichos personajes, se han escolarizado, urbanizado y, en mucho de los casos se han vuelto cosmopolita. Sus formas de operación ya no implica a la flora y riscos de la sierra, allá operan los nativos del lugar y sus zonas de cultivo de mariguana y amapola. Se controlan zonas y sus operadores se preocupan por acaparar la producción de sus cultivadores tradicionales. Un nuevo sistema de “coyotaje” agrícola, igual que abajo, en el valle, donde algunos personajes allegados al poder controlan la producción de los productos agrícolas e imponen las reglas del mercado. En ocasiones, se enganchan trabajadores en la zona urbana y rural y se suben a la sierra para encargarse de la producción de droga desde el labrado de la tierra, siembra, cuidados y cosecha. A estos trabajadores intrusos les toca vivir en el monte, o bien, bajar a alguna ranchería para alimentarse y dormir; cuando no, pues tendrán que vivir las 24 horas en sus sembradíos y encargarse de sus quehaceres domésticos.  El patrón sólo les suministrar lo necesario para los cultivos y satisfacer sus necesidades personales más importantes. Suben con una oferta pero en el fondo saben que es un albur, ya que en muchos de los casos sus sembradíos son destruidos o, a pesar de la buena cosecha, simplemente les quedan debiendo para no pagarles jamás. En las más de las veces, sólo queda el desencanto y una esperanza de que en la próxima las cosas vayan a salir mejor.

    En una entrevista con un descendiente de los originarios del cultivo y exportación de drogas en la sierra de Sinaloa, el traficante sostenía que un sueño del viejo narco era ver a sus hijos fuera de la actividad, con una profesión y siendo hombres de bien. Sostenía que el viejo narco, de escasa o nula escolaridad había aprendido la importancia de la solidaridad, resultado de una vida llena de penuria y exigua de oportunidades. Ello forjó el perfil del narco que los sinaloenses evocan. Los descendientes de estos viejos narcos, escolarizados y con un lavado social visible, no pudieron o no quisieron romper sus ataduras con la tradición y continuaron muchos de ellos en el negocio de las drogas, pero con un característica distintiva, y que ha costado mucho a la imagen del narco, menos sensible a las necesidades sociales, menos solidarios, más mezquinos y violentos. Vivieron otros tiempos y se volvieron diferentes, haciendo evolucionar el narcotráfico en su expresión social. Y si al viejo narco se le criminalizó y responsabilizó de todos los males, los nuevos narcos no han tenido empacho en aceptar el estigma y hacer el juego de buenos y malos a lo que son tan adictos los actuales regímenes. Es por ello que los narcotraficantes se han constituido en un segmento social no aceptado, aunque con evidente poder, no sólo económico, sino político y social. Aquella idea de que todo era violencia para poder operar no es tan cierta; como en otros lugares del mundo, los políticos, empresarios, banqueros y demás no pudieron resistir la tentación de ser partícipes de los beneficios del dinero del narco y del poder de facto de los grupos que lo operan. Valenzuela (2002:153) dice que el poder del narco
“no surge exclusivamente de su posesión de armas de fuego ni de la posesión de dinero, sino, de manera importante, de sus redes de complicidad. En ellas participan miembros de los diferentes cuerpos policíacos, políticos, empresarios, banqueros y miembros del ejército. Parte del poder del narcotraficante deriva de su capacidad de derrama económica que permite que, en ocasiones, algunos de ellos cuenten con el reconocimiento y protección de gente pobre que siente admiración sincera por estos personajes, e incluso los protegen frente a las acciones de la justicia”.
    Dicha evolución ha permitido al “narco” transformar su imagen  y las formas de ejercer el poder, al convertirse en grupos empresariales que operan como verdadero clúster, seccionados en células especializadas  que operan bajo un lineamiento vertical, con una actividad departamentalizada, que permite una segmentación que crea un dispositivo de protección que incrementa sus niveles de inmunidad. Esa idea ha sido la promotora de su definición como cártel, entendido, según Fernández (2002:94) como “un gran grupo de traficantes de drogas ilícitas, que tiene una dinámica propia dentro del mercado y que ejerce su influencia en una localidad específica”. 

    A partir del 2008, en franca guerra entre cárteles, los grupos delictivos han dejado ver los niveles y estilos de criminalidad más impensables en México. Decapitados, descuartizados, incinerados, fosas clandestinas, manejo mediático (videos en redes sociales, mantas, volanteo, declaraciones de prensa, inserciones pagadas en periódicos, etc.) mostraron el nuevo rostro del crimen organizado. Su objetivo no se redujo a población civil, cayeron policías, periodistas, políticos y funcionarios. La declaración de guerra al narcotráfico de parte del Ex Presidente Felipe Calderón, no considero el poder de fuego y operación de los grupos delictivos en México. Luego tuvo que convocar a un dialogo por la seguridad que debió de ser el principio de una política de Estado para el combate a la delincuencia organizada que, por cierto, ya se había infiltrado en el tejido del aparato estatal. La vulnerabilidad y el dudoso poder de control del gobierno dio lugar a que algunos medios, periodistas, políticos e intelectuales refieran a México como un “Estado fallido” que más pareciera luchar por sobrevivir, que librar una batalla contra las drogas y la delincuencia organizada (Williams, 2009).

    Aún con todos los cambios en las formas de operación de los grupos criminales el estereotipo sigue aferrado a contenidos del viejo esquema de un poder fincado en la violencia. Ya se ha dicho que no necesariamente es así, con excepción de cuando se compite por recursos vitales para el negocio (territorio, rutas, áreas de producción y distribución). La violencia no es una propiedad intrínseca del narcotráfico, es decir, se puede operar sin hechos violentos, que además van en detrimento de la actividad puesto que “calientan el terreno”. La operación de grupos rivales y los aparatos de seguridad del estado es la que detona la dimensión violenta del narcotráfico. Entre menos conflictos más redituables resulta la actividad debido a que reduce los costos de operación, sobre todo los relativos a seguridad. Anima a la presunción de la dimensión violenta del narco la supuesta ruptura de las reglas de operación instaladas por los viejos narcotraficantes. No violencia, no distribución, inversión y acción pacífica ante los aparatos del estado constituían las viejas reglas que hoy perdieron vigencia.

    En este sentido, la premisa esencial de que “es mejor un mal acuerdo que una muerte” (principio adjudicado a uno de los más viejos y famosos narcotraficantes sinaloenses) ha quedado atrás dando lugar al lema de que “el que la hace la paga” de los nuevos protagonistas del narco. En la actualidad pareciera que los fines son más importantes que los medios. El narco tiene fuertes vínculos afectivos que lo ligan a complejas redes sociales, cuenta con sus propios miedos y su visión del mundo está influida, como cualquier otro, del sistema de creencias del sinaloense. Sólo encontró una oportunidad, algo le abrió las puertas del negocio y lo aprovechó. Sandra Ávila, en la conversación con Scherer dice que los narcos son personas como “cualquiera” y “no lo peor, como dice la prensa”.
“Algunos ayudan en sus pueblos, son bondadosos y humildes y se preocupan por los pobres. Yo querría que no se mataran entre sí, que no se mataran con los soldados, que no arrastraran a la desgracia a tantos hombres, mujeres y niños. Pero no han llegado hasta donde han llegado porque sí. Han llegado por la fuerza de la droga en su mercado enorme, por la corrupción de los gobiernos priístas y panistas, por la miseria de millones de mexicanos. Muchos trabajan para el narco. Muertos de hambre, sin empleo, solo con su hambre, ¿qué van a hacer sino acudir a donde hay trabajo y dinero?” (Scherer, 2008:77)
    Los riesgos que denota la actividad parecen insuficientes para inhibir su asunción como estilo de vida. Las recompensas, objetivas y/o subjetivas, están disponibles a mediano plazo. Por alguna razón, los individuos prefieren creer, aun en contra de las evidencias, de que todo termina bien. Es preferible no especular en los riesgos, que complicaría la toma de decisión, y con ello, la posibilidad de disfrutar las mieles del negocio. En ese mundo no existen culpas menores, todas lo son y todo se paga o se cobra. Basta un mensaje o un número como evidencia de colaboración con el rival para terminar muerto. En la cavilación se trata de convencerse que es más conveniente entrar y recibir una parte que quedarse al lado sólo viendo. Ante la disonancia cognitiva, de producirse, se recurre al atavismo a cultural expresado en una serie de creencias, que aunque inconsistentes, han funcionado para tomar decisiones que requieren argumentos que la racionalidad no produce. Entre otras, se pueden mencionar algunas de mayor recurrencia: “al que no le toca aunque se ponga y al que le toca aunque se quite” para cuando la decisión implica la probabilidad de muerte; “El que no tranza no avanza” para cuando hay que convencerse de que la norma no debe de ser un obstáculo para lograr objetivos; “Más vale un año de vacas gordas que cien de perro en cualquier lugar” para cuando la los riesgos son evidentes, las probabilidades de sobrevivir son pocas pero se dice asumir el riesgo. Algunas otras son más prudentes y dan cuentan a la seguridad que proveen los vínculos de los actores del narco con los aparatos del Estado.  

    La práctica social y las condiciones socioeconómicas han llevado a los individuos y a los grupos sociales a institucionalizar un estilo de vida, con sus creencias e identidades sociales. Ello ha dado lugar a que en las ciencias sociales se esté creando una tradición investigativa relacionada con el narcotráfico y la cultura. Se parte del presupuesto de que los efectos sociales del narcotráfico ha sido tal que se ha constituido en una expresión cultural que ha impuesto su impronta en los estilos de vida, gustos, expectativas, etc. Para algunos investigadores esto se traduce en una cultura; algunos más reservados refieren a una subcultura del narco.

    Sinaloa, por su larga tradición como región productora y de tráfico de drogas ilícitas, representa el ejemplo más típico de dicha tradición. La cultura, entendida como un conjunto de modelos de representación que significa y da sentido a los pensamientos y prácticas de los grupos sociales, en Sinaloa se ha impregnado del simbolismo relativo al narcotráfico y se ha filtrado en el tejido social de forma tal que la organización y el pensamiento social es el producto de una síntesis de lo ilegal y lo legal, donde las fronteras resultan borrosas. Indagar sobre el “narco” como asunto cultural en el sinaloense, es de gran interés ya que nos permitiría negar o confirmar el supuesto de la cultura del narcotráfico. En esta perspectiva se constituyen una serie de hipótesis: a) El narcotráfico tiene una significación cultural en el sinaloense; b) en tanto imaginario social, su mera existencia legitima un estilo de vida; c) en tanto cultura se reproduce a través de sus corridos, iconos, santos, moda en el vestir, expresión oral. A nadie le parece extraño que en Sinaloa haya generaciones que ven a la producción y trasiego de drogas (marihuana, amapola, cocaína, drogas sintéticas) como un asunto de vida cotidiana. La cotidianeidad es asumida como algo socialmente aceptado aunque judicialmente penado; no se asume como un acto de delincuencia sino como un estilo de sobrevivencia; no es con ellos donde empieza el narcotráfico ni la delincuencia organizada. En ese sentido Astorga (2004:99) sostiene que en Sinaloa
Se habla con orgullo de algo que desde otra perspectiva es un estigma: el tráfico de drogas. Nacer en Sinaloa imprime ya un destino social que hay que asumir sin complejos. Ni el contrabando, ni quienes se dedican a él son valorados negativamente; al contrario, son dignos de admiración y emulación, y se han ganado ya un lugar en la leyenda gracias al corrido”.
    Para Barón et al. (1998:5), la psicología social “trata de entender la naturaleza y las causas del comportamiento y del pensamiento del individuo en situaciones sociales”, lo que resulta posible cuando se vinculan dichos a una práctica social. En Sinaloa, esta última, por lo menos a partir de los 40´s del siglo pasado, se vio afectada por el narcotráfico, mismo que ha evolucionado en todos sus sentidos re-significando premisas culturales. De alguna manera ésta ha adquirido carta de naturalidad producto de que generaciones enteras han nacido y vivido en la misma. No es mera casualidad que los grandes personajes del narcotráfico sean, o hayan sido, sinaloenses. Andrade (1999) aventura la idea de que algo tiene de cultural cuando dice que
“El sinaloense es gente brava, no en balde desciende de los cahítas, grupo indígena que luego de las batallas se comía la carne de sus enemigos más valientes, con la creencia de que así se apropiaba de sus cualidades espirituales…en un Sinaloa dividido por las pugnas internas, los caciques tenían un aire de caudillo, de ser los auténticos y verdaderos representantes de los intereses regionales”.
     La historia documenta una larga tradición de caciques en Sinaloa. Es muy común, además, la gran religiosidad del narcotraficante y su frecuente solicitud de protección de su vida y  negocios a Dios, a la virgen de Guadalupe y con más énfasis ahora a Malverde, San Judas Tadeo o la Santa Muerte. La mixtura de creencias institucionalizadas y profanas constituye un  sistema de creencias y rituales. Cada símbolo tiene un lugar dentro del entramado sistémico. San Judas para los asuntos difíciles y quién mejor que la Santa Muerte para proteger a los agentes que han hecho de la muerte su negocio (sicarios, pistoleros). Otra tendencia es la de atribuir a los narcotraficantes cualidades de liderazgo, fuerte personalidad y de gran habilidad  como estrategas, así como de aceptar que cuentan con un “don” que los hace especiales. Respecto al Señor de los Cielos, Andrade (1999) cree que
“entendió que para ser él debería ser los otros: demostró que tenía la estatura mítica de Heraclio Bernal, la ambición de los De la Vega, el espíritu triunfal de Pablo Macías Valenzuela, la fidelidad al proyecto nacionalista de Gabriel Leyva Velázquez, la fuerza de Pedro Avilés, la capacidad de construcción de Miguel Ángel Félix Gallardo y la humildad de Pablo Acosta”.
     Si el narco dispone de santos que con sus milagros le brindan ayuda, en el mundo real, aquí en la tierra, también existen, o existieron, personajes con los que se identifica. El corrido constituía la explanada desde donde nuestros héroes históricos, nos relataban sus ideales y hacían ver sus agallas, pero poco a poco fueron retirados y sustituidos por los nuevos héroes encarnados en los grandes jefes del narcotráfico. Los nuevos corridos, aunque reúnen a disímbolos personajes, son escuchados en todos los lugares donde es posible hacer retumbar las bocinas y gritar o cantar sus párrafos donde se escucha una mezcla de contenidos que van de personajes históricos (Villa o Zapata); jefes del narco (EL Mayo y El Chapo); pistoleros (El Ondeado, El Macho); formas de matar y efectos que buscan (volando cabezas, levantones, tortura); armas y pertrechos (cuernos de chivo, pecheras blindadas, capuchas, cuchillos, bazucas).

   Esas historias resumen una tradición donde se asienta la obsesión delirante por encontrar el redentor que salva al sinaloense de su condición de abandono, desdibujamiento social y carencias. Por ello la idea del narcotraficante benefactor ha encontrado espacio en la psicología colectiva y ha redituado ganancia al narcotráfico en términos de redes sociales de apoyo y aceptación. Los narcotraficantes de viejo cuño, salidos del área rural, identificados con esa realidad llena de miserias y atraso social han asumido, por pertenencia social o por conveniencia, el papel de bienhechor social al contribuir con ayuda económica, introducción de cierta infraestructura pública y factor de crecimiento económico.

   Como corolario se puede puntualizar que el comercio ilícito es una industria dinámica que incorpora los adelantos de la tecnología para potenciar y dinamizar su empresa. La vieja idea del contrabandista rural, bronco y atrabancado ha dado lugar a una nueva imagen donde la sofisticación y los modales definen al nuevo empresario que juega con las reglas del mismo Estado para el ejercicio de su actividad. Se podría imaginar una especie de hibrido, producto de la transición de la generación de narcotraficantes de origen rural, a la antigüita, con el actual, de perfil más empresarial, tecnificado y con mayor escolaridad. O por lo menos, que ha hecho uso de personal calificado en varias técnicas y oficios: telecomunicaciones (telefonía celular encriptada, interferencia telefónica y de frecuencias, Internet); química (laboratorios, precursores); formación de cuadros de seguridad (personal con entrenamiento militar y expertos en uso de armas de todo tipo); transporte (terrestre, aéreo y marítimo, para el uso de tráiler, aviones, lanchas rápidas, barcos de gran calado y submarinos); ingenieros para perforar con túneles la frontera con Estados unidos; profesionistas expertos en la parte financiera, legal y política; empresarios para blanqueo de dinero negro; funcionarios, sobre todo del área de seguridad pública (policías municipales y estatales, federales y Ejército).  

    Los procesos de globalización potenciaron la industria de lo ilícito al flexibilizar las reglas del comercio trasnacional y su regulación (debido al flujo comercial), producto de la incapacidad real del Estado para controlar la permeabilidad de sus fronteras; el uso de las nuevas formas de transporte y circuitos financieros, formas de transferencia de dinero y acceso a la economía formal y sus nexos con los ámbitos privado y público a través de la inversión en negocios, partidos, gobiernos, organizaciones no gubernamentales. El excesivo gusto por prohibir, más que inhibir el comercio ilícito ha potenciado a la industria del “narco”. La actividad está criminalizada en todas sus fases: siembra, procesamiento, trasiego, distribución y consumo. La mafia siciliana y estadounidense se convirtieron en referentes para construir un esquema de percepción que se ha estereotipado y ha sido usado para entender las actuales redes delictivas, como los grupos que operan en América Latina, los tongs chinos, las tríadas de Hong Kong, las yakuza japonesas y la mafia rusa. Sobre esa concepción, dice Naím (2006), la búsqueda de traficantes –casi siempre de drogas- conducía a lo que los investigadores consideraban que sólo podían ser organismos pseudoempresariales: estructuradas, disciplinadas y jerárquicas; cosa ya indefendible debido a la modernización de las organizaciones y a su flexibilidad en los procesos de operación.


  Para cita del artículo: 
 SAVALA SÁNCHEZ, C.  (2015).  SINALOA: ¿UNA SOCIOCULTURA DEL NARCO? (U. A. Sinaloa, Ed.) ARENAS 39(39), 59-93.    






¨Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma de Sinaloa y profesor e investigador de Tiempo Completo, con Perfil PROMEP, de la Facultad de Psicología de la UAS. Es licenciado y maestro en Psicología Social. 

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