SINALOA: ¿UNA SOCIOCULTURA DEL NARCO?
El narcotráfico y las
insuficiencias semánticas
El narcotráfico ha pasado de ser una
actividad de pequeños grupos, para constituirse en una magna industria en la
que intervienen complejas redes delincuenciales, nacionales e internacionales.
Se trata de un complejo negocio departamentalizado, que funciona con células
expertas en determinadas habilidades requeridas para una mayor eficiencia en su
operación: manejo de tecnologías modernas de comunicación, producción y
trasiego de droga; armamento sofisticado, entrenamiento paramilitar, redes
financieras para inclusión de activos en circuitos financieros, grupos de poder
político y empresarial, control de aparatos del Estado, control social y
político en regiones de operación, entre otras.
El narcotráfico, en donde se instala o
por donde discurre, nada queda incólume. Transforma todo, impacta el orden
social, instituciones, aspiraciones, los símbolos sociales de éxito, poder y
ser; todo se hipertrofian. Genera una revolución en las premisas
socioculturales y después de ello la lectura del mundo, de lo social, no es igual.
Se transforman las percepciones socioculturales y se inicia un ciclo espiral
que perturba el tejido social, donde las acciones por contrarrestar o contener
lo único que logran es potenciar su efecto. En el gatuperio no se avizora
institución o agentes (políticos, empresariales, religiosos, etc.) con
autoridad moral socialmente reconocida y aceptada que se erija como una
posibilidad de deslinde y con posibilidad de contravenir los intereses
involucrados en el negocio que, de una
manera u otra, llegó a todos. Sólo la
sociedad civil podría, eventualmente, iniciar un proceso de reconstrucción,
pero se avizora excesivamente peligroso y de gran costo social.
Es tal la infestación social, producto
del narcotráfico y el debilitamiento del Estado, que la cultura tradicional ha
sido sustituida por una nueva: la cultura de la desviación. Para cualquier
grupo cultural, la atrofia de sus valores centrales, vaticina su decadencia.
Las diferencias generacionales vuelven difícil la asimilación del nuevo sistema
de creencias y éste entra en conflicto con el sistema tradicional, creando
trauma social y desviación. El trauma no sólo afecta a los sujetos en
particular, sino que de manera sutil, casi imperceptible, traumatiza al grupo
social; ello vuelve más complicada la recuperación. Las ciencias sociales aún
deben su contribución al entendimiento de este proceso de transgresión que
altera percepciones, actitudes, procesos mentales individuales y colectivos que
dan sentido y realidad al mundo del narcotráfico y de las actividades ilícitas en
general. Entender esto puede constituir el punto de inflexión para hallar
alternativas que ofrezcan miradas complementarias, distintas o innovadoras a
las ópticas tradicionales que han mostrado ya su debilidad o ineficacia.
Entender el fenómeno resulta complicado
debido a que connotaciones ideológicas, políticas, económicas y sociales han
convertido al narcotráfico en un ente polivalente y con efectos múltiples en
los diversos ámbitos de la vida social. Prácticamente sus raíces se han anclado
en el tejido social invadiendo ámbitos tan diversos como la salud, educación,
economía, política, marcos jurídicos, aparatos estatales, relaciones
internacionales, seguridad nacional, convivencia social, traduciéndose todo
ellos, en un asunto de cultura social que reproduce, en la medida que es
producida, el ciclo de la descomposición del tejido social. Pareciera viable
cuestionar sobre qué es lo que afecta más, el narcotráfico en sí, o las
diversas percepciones y acotaciones sociales respecto al fenómeno. El
narcotráfico, como actividad económica, por sus formas de operación, mecanismos
de regulación de mercado y de inserción del dinero ilícito en los circuitos
financieros legales y el conjunto de reglas para regular el comportamiento de
sus agentes tienen un impacto en las regiones, grupos culturales y aparatos del
Estado donde opera. Pero más allá de la mera actividad, se ha construido un
esquema de percepción con matices, inducidos en mucho por el criterio asumido
dependiendo del ámbito desde donde se le da lectura, que ha convertido al
narcotráfico en la hidra que según la mitología griega cada vez que le
cercenaban una de sus cabezas le aparecían otras más. Ello ha convertido al
narcotráfico en un fenómeno tratado al antojo o conveniencia de quien lo
refiere, según sean sus intereses, aparatos o grupos que representa.
Concentrar esfuerzo en definir el
término narcotráfico se antoja hasta como un ejercicio estéril. Pareciera que
en sí mismo, el término es lo muy claro para entender su significado y el mundo
que pretende representar. Aunque es más bien su “efecto” heurístico, el que ha cobrado
sentido como representación instalada, ylo hace ver como claro para la realidad
y el campo semántico que designa. Pero el término “narcotráfico” tiene serias
deficiencias semánticas para expresar, en todas sus dimensiones, a la
actividad. Porque dejó de ser una mera actividad y se trascendió a sí misma
para convertirse en un complejo mundo de zona gris donde convergen lo lícito y
lo ilícito, la cultura tradicional y la trasgresión, el simbolismo y la acción
pragmática.
Las imprecisiones de orden semántico y
la sospechosa despreocupación por definir con rigor uno de los fenómenos que
más ámbitos sociales transgrede, ha provocado especulaciones y sospechas de que
el narcotráfico se ha convertido en un asunto de Estado donde su adjetivación
(narcoterrorismo, narcopolítica, narcoviolencia, entre otros) ha sido de gran
utilidad para ocultar o justificar acciones de política interna y externa. Otro
asunto es el relativo a que a pesar de ser el narcotráfico tan sólo una más de
las actividades ilícitas, es éste el que en la percepción social mejor
representa la conducta ilícita, lo prohibido. Estados Unidos, por ejemplo, es
uno de los mayores exportadores de armas para territorio mexicano. Curiosamente
no ha sido México, ni algún otro país de América Latina, sino Estados Unidos,
el que ha atribuido sentido al fenómeno del narcotráfico. Cualquier
significación adquiere connotaciones ideológicas de acuerdo a los intereses de
quien nombra y significa.
Según Astorga (2003) es en 1956, en el
periódico Excélsior, y en 1957 en Novedades, cuando aparece el término
“narcotraficantes". Aunque no refiere en estricto al término narcotráfico
es de suponer que narcotraficante refiere a sus agentes. No se sabe tampoco, o
no se reporta en el trabajo de Astorga cuáles eran las drogas que se
comercializaban entonces, aunque la mariguana y la goma de opio eran en México,
hasta la llegada de la cocaína colombiana, los productos por excelencia. En el
mismo texto se enfatiza que es a partir de los años setenta cuando la palabra
narcotráfico es usada con mayor frecuencia en el lenguaje oficial.
En Sinaloa para esas fechas el cultivo
de mariguana y amapola era ya muy común y el título que recibían sus agentes
era el de “mariguanero” o “gomero”. Narcotráfico como híbrido, deviene de los
términos “narco” de narcótico y “tráfico” de traficar; ambos conceptos,
coinciden muchos autores, no son los mejores para significar el mundo que
quieren representar: la industria ilegal de las drogas. Astorga (2004:24), dice
al respecto que narcotráfico es un término compuesto, donde la palabra
“tráfico” tiene un doble significado, el primero que tiene un sentido de
“comercio clandestino, vergonzoso e ilícito”, y el segundo, que refiere a
“negociar” (traficar con).
Si los estereotipos culturales contribuyen
para hacer del sinaloense el prototipo de narco por excelencia, pues esas redes
permitieron su propagación, se podría comprender y dimensionar mejor lo que
pueden significar esas redes de migrantes y el capital social que puede
significar para la actividad delictiva. Explica Arturo Lizárraga (2004:24):
“En el contexto de la migración, las redes son juegos de lazos interpersonales que relacionan a trabajadores migratorios, exmigrantes, migrantes potenciales y no migrantes en los lugares de origen y de destino, a través de lazos de parentesco, amistad y comunidades de origen compartidas. Este conjunto aumenta la probabilidad del movimiento internacional, porque reduce los costos y riesgos del movimiento y aumenta los ingresos netos esperados de la migración”.
En resumen pues, lo vergonzoso de la
actividad no era tal, primero porque se introdujo de manera no criminalizada;
segundo, sus agentes, si no personajes visibles si con anuencia de los grupos
de poder, no sólo promovieron la producción de goma de opio, sino que
refaccionaron su cultivo y promovieron el aprendizaje de las técnicas
necesarias para su cultivo y cosecha. La adormidera, no se percibía en estricto
como una droga dañina, sino como materia prima para la elaboración de
medicamentos. La amapola era considerada, además, de ornato; no había casa que
no tuviera en su jardín sus bellas flores. Aún hoy se pueden observar sólo que
con más discreción. Los mismos chinos, que enseñaron las técnicas de cultivo y
cosecha, le daban también uso medicinal.
“Amarillas, médico naturalista, práctico, sabía de las propiedades narcotizantes del opio y lo empleaba con fines eminentemente curativos. Él mismo recolectaba la goma de los bulbos y preparaba las mezclas que en forma de cataplasma aplicaba en úlceras, llagas y heridas de sus pacientes, para calmarles los fuertes dolores; él mismo preparaba gotas, cucharadas y soluciones elaboradas personalmente, o bien recetaba la Vitacura, medicamento chino que surtía una droguería de San Francisco y “era buena para curar hasta 75 enfermedades” (Ruíz, 2002).
La segunda acepción, “traficar con” o
“negociar”, es más compartida, sólo que refiere a todo el proceso de la
actividad, desde producir, procesar, trasportar, distribuir y la inyección del
dinero ilícito en los circuitos de la economía legal. Esto último, es lo que ha
potenciado el poder invasivo de los grupos de poder delictivo, infiltrando no
sólo a las instituciones que administran y regulan los circuitos financieros
sino que también ha irradiado su influencia a esferas como la política, los
aparatos de seguridad, empresarios, etc.
Lo que resulta evidente, es que el prefijo “narco” refiere a drogas, por
lo que “narcotráfico” referiría a la actividad de comerciar con drogas
ilícitas, prohibidas. Esto tendría un doble problema, el primero, de tipo
semántico, ya que narcótico no implica a todas las drogas disponibles en el
mercado ilegal y; segundo, el mundo de significación atribuido al fenómeno lo
ha convertido en algo difícil de consensuar y, por tanto, complicando el uso
jurídico del su marco conceptual.
Rodríguez (2006:65) insiste en que el
poder del término narcotráfico se encuentra en la asignación de sentido social,
más que en lo literal del término. Pues se trata de un neologismo construido a
partir de las palabras “narcóticos” y “tráfico”, para identificar
“la problemática del comercio de las drogas ilícitas con una carga política e ideológica apreciable, por lo que se le ha utilizado como sinónimo de actividad maligna contra la cual hay que luchar y dirigir todos los esfuerzos político-criminales”.
Los autores exponen el campo real, en
sentido figurado y estricto, del narcotráfico como objeto, lo que significa e
identifica; donde lo primero representa una construcción social y lo segundo,
una actividad en estricto. De acuerdo con Astorga, Rodríguez sostiene que
“traficar”, entendido en sentido literal, significa “comerciar o negociar”; es
un acto mercantil y debe entenderse como una acción de compra-venta, aunque en este
caso de sustancias ilícitas. Con la expresión “acto mercantil” se busca dejar
claro que toda interpretación moral es sólo eso y no una cualidad del objeto.
Esto, según Rodríguez, hace que los Estados tengan serias dificultades para
definir con claridad en su legislación antidrogas todo lo referido a su
normatividad legal.
“…debe observarse que el empleo del verbo traficar en la legislación antidrogas resulta incorrecto toda vez que el mismo es más limitado de lo que se propone, y su significado no concuerda con el significado político e ideológico que se le confiere en dicha normativa, distorsionándose el mismo, de esta manera pues se pretende abarcar en el tráfico cualquier conducta siempre que tenga alguna vinculación con las sustancias ilícitas (Rodríguez, 2006:68).
Respecto al término narcotráfico, Astorga (2003a:6) sostiene que
“La capacidad de invención o la intención de precisión conceptual serán prácticamente abandonadas a favor de ese neologismo que privilegia en su etimología la asociación con el tráfico de drogas narcóticas y deja de lado las que no lo son aunque también sean ilícitas”.
Aún con las deficiencias observadas, por
narcotráfico debemos entender cualquier actividad relacionada con el mundo de
las drogas ilícitas, en cualquiera de sus etapas (cultivo, trasiego,
distribución) y formas (drogas sintéticas o de origen natural). Incluso el
manejo financiero del narcotráfico es parte de su cadena, por lo que Rodríguez
(2006:70) dice que la definición legal del delito de tráfico de drogas es
“cualquier acto vinculado al comercio de las drogas, desde su producción hasta la obtención de ganancias por su colocación en el mercado así como su reinversión para otorgarle a esas ganancias la apariencia de ser lícitas (lo que se conoce como legitimación de capitales o lavado de dinero, delito al que se le ha dado una importancia tal que ha pasado a ser autónomo con respecto al delito de tráfico”.
Por otro lado al hablar de “poder
paralelo” y el “otro poder” pone sobre la mesa la relación Estado-Narcotráfico;
que da pie a la tesis de las relaciones de complicidad entre gobierno y
políticos con la delincuencia organizada.
En ese sentido Valenzuela (2002:165), escribe que se desconocen
“…las verdaderas dimensiones del poder del narcotráfico, pero de acuerdo con diversos corridos pareciera existir una estructura de narcopoder por encima de algunos gobiernos, situación que parece indicar la condición obligatoriamente fallida del combate al narcotráfico por parte de las fuerzas gubernamentales”.
Hay un elemento que vale la pena
resaltar y tiene que ver con la significación histórica del fenómeno del
narcotráfico. Sería difícil comprender su dimensión cultural sin recurrir a la
comprensión histórica contextual del fenómeno. Córdova (2002:168), en ese
sentido sostiene que
“tanto el dinamismo económico del narcotráfico, la constitución de sus redes locales, nacionales e internacionales, así como su percepción sociocultural, forman parte de un proceso histórico estructurado social y políticamente”.
Este factor histórico pudiera ser una
ruta de indagación y comprensión del cómo y por qué el ser “narco” se asocia a
ciertos lugares, personas; cómo, cuándo y por qué se propaga el fenómeno
irradiando en rutas y regiones adoptivas ciertos estilos de vida, costumbres,
aspiraciones y deseos. Todo lo anterior convierte al fenómeno en algo complejo,
dinámico, multidimensional de manera que entenderlo nos lleva por el complejo
mundo de lo que el mismo Córdova señala como:
“… el diversificado espectro de las formas simbólicas y de las ideologías regionales, relacionadas con el mitológico mundo de los narcóticos, a través de estructuras, productos, mecanismos, canales y medios de la cultura y la comunicación, que son el objeto esencial de nuestra concepción sobre el fenómeno. Se trata de una esfera que es construcción, expresión y reflejo de una dimensión sociohistórica de la realidad, cuantificable no sólo en función de un diagnóstico aproximativo a la economía política de la producción, distribución y consumo, sino sobre todo --y esto es lo que especialmente nos interesa--, cualificable en el plano de las construcciones simbólicas de la sociedad” (Córdova, 2011:26).
Estas construcciones simbólicas a las
que se alude, son las mismas a las que refiere Valenzuela (2002:293), cuando
define al “narcomundo” como una
“actividad ilegal que actúa como una red de poderes que permean al conjunto de la sociedad, pero también como un capital simbólico que influye de manera importante en la definición de las representaciones colectivas”.
Ese simbolismo y su entramado tejen un
complejo sistema de representaciones que configuran una unidad cuya connotación
principal es su conexión con el narcotráfico y ha dado lugar a que se funden
nociones que la describan como una subcultura, que promueve nuevos moldes de
comportamiento y de percepción que se contraponen con los tradicionales.
Scherer (2008:44), en la entrevista que
hizo a Sandra Ávila, “La Reina del Pacifico”, le pregunta si en algún momento
de su vida ha rechazado la vida del narco, a lo que ella respondió que “no
podría hacerlo”. Y dijo:
“El narcotráfico existe y la droga está en todos lados, en el ambiente, en el aire. Son enormes los ríos de dinero que corren por su cuenta y sin ese dinero se extinguirían muchos lugares y padecerían aún más ciudades como Tijuana, Culiacán, Guadalajara. El narco se extiende y su dinero hace posible que pueblos y familias enteras del campo dejen el hambre. Habrá que aceptarlo. La realidad es como es. El narco crea fuentes de trabajo y son miles los que han salido de la desesperación que causa el desempleo por lo que la droga deja”.
Bueno o malo, no son criterios ni mucho
menos categorías válidas para analizar este “mundo”. Esos términos corresponden
a la moral, o a la religión y la teología. En el mundo del narcotráfico “la
realidad es como es” y eso es todo. De aquí, que en esa actividad, donde las
regulaciones sociales, de cualquier tipo no funcionan, no son útiles, no
contribuyen a ordenar, organizar, dirimir diferencias o imponer reglas, se
construye todos los días a la vez que va delineando rumbos, formas, reglas y símbolos.
Es un ámbito que construye reglas propias y criterios para hacerlas cumplir. Se
hace e instala una cultura mafiosa. Una vez impuesta la noción, en el
imaginario se construye también una mitología, en leguaje encriptado, de un
mundo violento que blinda su condición y establece normas básicas que regulan
no sólo los procesos sino también a sus agentes.
Al no tener un Estado que dirime y
concilia diferencias, el narcomundo ha tenido que construir sus propias formas
de regulación interna y estrategias defensivas contra la amenaza externa, ya
sea el Estado mismo u otras organizaciones delictivas. Dichas reglas han
terminado siendo más funcionales que las construidas por el Estado; ahí se
cumple o se cumple. Así, el narcotráfico ha dado lugar a un campo en el que
existen
“…relaciones y divisiones particulares entre los agentes sociales que lo conforman. Hoy cooperación voluntaria y no sólo coacción. Hay competencia y bastante feroz, como en cualquier otro campo donde exista algo que disputarse, pero también hay alianzas estratégicas entre grupos para enfrentar tanto a la competencia interna, como a los representantes de la legalidad que los combate” (Astorga, 2004:31).
La preocupación cada vez mayor por
regular la producción, el tráfico y el consumo de sustancias psicoactivas ha
variado a lo largo de los años, no tanto por la peligrosidad de las sustancias,
sino por factores de tipo económico y político. Desde la ilegalización de fumar
opio hasta la preocupación por el narcotráfico, se observan variables que no
tienen que ver con los aspectos farmacológicos de las drogas, sino más bien con
razones de política interna o externa, cuando no de proteccionismo mercantil
entre países o grupos de poder (Del Olmo, Rosa, 1989; Camacho y López, 1999:05).
Tales políticas tiene que ver con los
intereses, no reconocidos la mayoría de las veces, de los propios Estado
nación, de grupos de poder político y económico, de instituciones implicadas en
el combate a la actividad ilícita que disfrutan de grandes cantidades de
recursos económicos. Muchas veces, dichos grupos, queriéndose diferenciar, caen
presa de la fascinación o el poder de las redes del narcotráfico, constituyéndose
en complejas estructuras que hace prácticamente imposible diferenciar los
límites entre lo legal o ilegal, entre la ley y el delito. No puede ser de otra
forma, el narcotráfico no existiría, al menos no en la dimensión actual, sin el
cobijo de los grupos y aparatos de poder, legal o de facto, de origen nacional
y trasnacional. Al respecto Astorga (2004:33) lo ilustra muy bien cuando dice
que
“El volumen de los capitales, la complejidad de las transacciones financieras y la diversidad de los campos de inversión del dinero del tráfico de drogas, sugieren una gran capacidad de organización, de dirección, de administración y de compra y sometimiento de conciencias. Sugieren una cierta eficiencia empresarial que no ha tenido que ser aprendida en instituciones prestigiadas de educación superior. Muestran, por otro lado, que no es requisito indispensable el haber militado en algún partido político para montar una extensa red de conexiones políticas y policíacas, necesarias para el éxito de la actividad”.
La economía del narco, es quizá la parte más
fascinante de ese mundo. Pareciera que lo que toca, como el Rey Midas, se
convierte en oro, riqueza, abundancia; todo ello de manera rápida, segura,
mucho más que cualquier opción de movilidad económica ofrecida por el aparato
estatal. Esa abundancia se observa en todo, no sólo en dinero: casas lujosas,
poder, autos, mujeres. Duncan (2008:07), refleja esta idea así:
“como empresa capitalista el narcotráfico no presenta problemas de rentabilidad, de hecho su atractivo es que los precios de venta son de lejos superiores a los costos incurridos”.
Las inversiones son altas y los riesgos
las vuelven más costosos, aunque también mucho más redituables. Destrucción de
cultivos y laboratorios, decomisos de droga y dinero, capturas, robo de mercancías
por grupos rivales, aseguramiento de propiedades, incumplimiento de pactos
entre los miembros de un grupo o de éste con otros son parte del costo. Eso
hace que, como en cualquier empresa que invierte capital, la planeación y el
cálculo sea un principio básico. Pero los riesgos no se quedan en ese nivel, el
costo cumbre es la pérdida de la vida de sus agentes o familiares, de allí que
“el asunto primordial de la actividad narcotraficante […] sea la búsqueda de
mecanismos de protección que generen suficiente certidumbre y reduzcan los
riesgos inherentes a la empresa” (Duncan, 2008:07). Lo anterior obliga a la
generación de todo un esquema de protección donde participan no sólo sus
agentes sino que involucra a sectores de los aparatos del Estado y la sociedad
civil. Sería imposible de otra manera.
Tal vez sea el del narco uno de los
fenómenos sobre los que se ha construido más simbolismo disuasivo. Ello expresa
el esfuerzo de volver impermeable sus fronteras, evitando la intromisión y la
salida de información y personas que desestabilicen el sistema de organización
y funcionamiento. Mucho de ese simbolismo es real, otro es producto de la
mitología que se ha construido en torno a dicha actividad. Los símbolos son el
lenguaje que comunica una identidad y produce sentimientos (miedo, curiosidad,
temor, respeto, admiración). Estos alientan a las personas a introducirse en
él, otros persuaden en evitarlo. Pero son esas emociones las que han
configurado la percepción de un sistema cerrado, al que se puede entrar pero
jamás salir, al que se puede husmear pero con grandes riesgos, al que es
preferible evitar o mantenerse al margen.
Todo eso provoca que ante la falta de
información real, objetiva, verídica, se estalle en construcciones de personajes
extraordinarios con capacidades y habilidades pasmosas cuyas acciones rayan en
odiseas. Dichas acciones reflejan toda una gama de cualidades valorizadas
socialmente como deseables (valor, hombría, lealtad, prestigio, fama, poder),
al punto de constituirse en lo más cercano a la idea de héroe social. Dichos
héroes, al menos para el sinaloense, condensa rasgos tales como: “ayuda a la
gente pobre”, “origen social e infancia de pobreza”, “opositor exitoso a la
autoridad”, “éxito social”. Cualquier personaje que escenifique dichos rasgos
se instala irremediablemente como héroe en un imaginario plagado, de por sí, de
caudillos y redentores.
Esta doble significación del
narcotráfico, actividad económica y mundo idealizado, es donde se construye un
imaginario complejo; es lo que define en sentido estricto y figurado, su
naturaleza social ininteligible y dinámica. El simbolismo social introyectado
configuran un mundo develado por su simbología pero anclado a lo “no dicho”, guardado
como un secreto que atenta contra principios básicos de la psicología del
mexicano, constituyéndose en “tabú”, “amnesia colectiva”, o simplemente un
“silencio defensivo y comprensible. Una especie de ‘normalización’ de un fenómeno que de relativamente marginal pasó a ser parte de la vida cotidiana, a permear la sociedad y a imponerle, hasta cierto punto, sus reglas del juego” (Astorga, 2004:88).
Dicha normalización o
institucionalización (Sánchez, 2009), en tanto que permea la vida cotidiana, es
lo que ha animado a distintos investigadores concebir el fenómeno del
narcotráfico como una “cultura” o “subcultura”. Los periodistas, a través de
crónicasque describen las formas de operación, han favorecido la edificación de
un montaje escenográfico pletórico de aquello que denote posesiones y
despilfarro, poder e inmunidad. Ello contribuye a la construcción de una
mitología del mundo narco que termina imponiendo una percepción y patrones de
comportamiento. En ese contexto ¿qué es lo que anima a las personas ingresar a
las mafias conocedora del costo personal y social que tiene? Valenzuela
(2002:103) señala al respecto que
“La pregunta resulta ingenua si la confrontamos con las experiencias que conocemos sobre la enorme capacidad de seducción del dinero y el poder que proporciona el narcotráfico, o las condiciones de amplia depauperación que existen en nuestro país, o el cierre de canales tradicionales de movilidad social como la escuela o el trabajo”.
Nulidad de opciones de movilidad social
y codicia parecieran las respuestas más convincentes para explicar el por qué
se ingresa al narco, pero en los últimos tiempos se ha podido observar que no
son la única razón. Los factores de ingreso se han diversificado. La ganancia
subjetiva (valentía, prestigio, poder, fama, reconocimiento social) juega un
papel importante como motivación para el ingreso a las redes criminales. Dice
Duncan (2008b) que el narcotráfico no puede ser entendido como consecuencia de
la “pura codicia” y que deben estudiarse los efectos estructurales, elorden
social que lo moviliza y entender las dificultades de instrumentar políticas de
“desnarcotización” de dichos ordenes sociales. El narcotráfico, aunque se trata
de
“una actividad criminal, por diversas razones se convirtió en parte importante de la definición de la estructura política, económica y social de muchas regiones del país, al punto que quien accediera al poder en estas regiones necesariamente debía dominar una empresa criminal. Pero, más allá de la voluntad de los actores, el poder regional no significaba suficiente poder para transformar la naturaleza de la sociedad y eliminar los componentes de un orden basado en el narcotráfico. Existen razones más fuertes que la codicia o la voluntad de de paz de los representantes del poder local para explicar la forma que adquirieron esas sociedades (Duncan, 2008, b:03)”
Tampoco puede ser entendido como un
determinismo social. No por ser sinaloense se es narco, no “se trae en la
sangre”. Suponer que existe un determinismo socio-cultural que encajona a los
individuos en un futuro manifiesto, inevitable, del que resulta prácticamente
imposible escapar, significa suponer que Sinaloa es, por naturaleza, una
sociedad narca. Aunque sin pretender ocultar que la cultura del narco en
Sinaloa se huele, se palpa e impone muchas de las reglas sociales.
Mucho se ha referido a la dimensión
simbólica del narcotráfico, pero aún no queda suficientemente claro a qué
refiere y cuáles serían sus características distintivas. El brete radica en el
hecho de que no existe una cultura normal y una mafiosa, sino un hibrido donde
se entrelazan y enmascara un sistema de creencias que dan sentido a lo que se
define como “narcomundo”, “sociedad narca” o “narcocultura”. Nociones, que ante
la falta de los apropiados para representar lo sistémico y la complejidad del
fenómeno, resultan de gran utilidad como metáforas.
Valenzuela (2002), es quizás uno de los
investigadores que más ha escudriñado desde la perspectiva cultural, a través
del análisis del corrido, los significados, el lenguaje y códigos que dan cuenta
del entramado simbólico construido y que le dan sentido a la noción narcomundo.
Un ambiente cifrado, encriptado, al que sólo se accede a través de la
interpretación de lo “no dicho”, o mejor dicho, de “lo dicho sin decir”.
Sostiene que el dinero es el aspecto de mayor centralidad en ese ámbito, pues
todo gira a su alrededor, debido a su “capacidad para corromper y comprar lealtades
o respetabilidad”: el dinero como medio no como objetivo único. Otro elemento
es el de los indicadores de “éxito”, que para el caso de la simbología narco,
se concreta en “joyas, carros, aviones, ropa, casas-castillos, o
mujeres-trofeo, integrados como parte del espectro de productos de consumo
disponibles” (Valenzuela 2002:195). El autor incorpora un elemento interesante,
cuando se refiere a la “cosificación de las relaciones humanas y su ponderación
como claves de triunfo” (Valenzuela, 2002:195).
Esta creencia, constituida en premisa, de “es
mejor vivir poco como rey y no mucho como buey”, adquiere sentido en los
excesos, el hedonismo, el afán de reconocimiento social, el “vivir rápido” que
pasa necesariamente por códigos implícitos de conducta que refieren a la
ruptura de reglas y campos de sanción que tiene a la “muerte como condición
liminal”. Es decir, gira en torno a un sistema de creencias o códigos,
referidos, según el autor a “la lealtad, la discreción, el respeto de las
jerarquías, la “equidad” básica, delimitada para no alterar las reglas del
juego y sobre todo “no pasarse de listos”. Tal vez el asunto de mayor importancia
que propone Valenzuela (2002:268) es lo que tiene que ver con la “propalación
de los códigos del narcotráfico a otros campos de la vida social”, teniendo
como medio la oralidad y los mass media.
Son estos códigos los que dan forma a las “certezas populares” y es con ellos
con los que describen, definen y observan ese mundo, borroso e impreciso,
donde, pareciera, no existe una diferenciación clara entre los formal e
informal, entre lo legal e ilegal.
Ese ambiente de violencia, donde las
reglas se escriben y reescriben casi a diario, se traduce en una serie de
“certezas subjetivas” pero también de incertidumbre, y de ahí provienen los
miedos. La ruptura de reglas genera confusión, desestabiliza, siembra el miedo
y apura el reacomodo para generar certezas funcionales. Cada crisis entre
grupos delictivos se traduce en crisis de certezas y miedos. Son cíclicas, como
en todos los fenómenos de tipo social. En ese mundo las reglas de la mente no
son las mismas que utilizan las mentes ajenas a él. Sandra Ávila, “La reina del
pacifico”, lo expresa a su modo en la entrevista de Scherer (2008:241) cuando
refiere a esa inestabilidad.
“La sociedad narca, enloquecida como es, frecuentemente, enloquece. Un día el cielo de la vida amanece negro y al día siguiente se torna azul. No se discute con palabras. Se discute de otra manera: la violencia, el poder, la vida que muchos se juegan al día a día, genera la enfermedad de las suspicacias, del miedo y la muerte. El poder y el pleito por la droga al precio que sea arrastran a muchos”.
El narcomundo consiste en un ámbito
gelatinoso, impreciso, donde las reglas así como aparecen se van, dejando un
sentimiento de pérdida de certeza y la sensación de un mundo desorganizado que
hay que justificar para poder vivirlo. No hay de otra, las emociones y lo
sentimientos se alteran y la búsqueda de equilibrio es constante. Tal vez por
eso, en la mayoría de los casos, sean las drogas, o los excesos, los únicos
refugios de los miedos, infortunios, quebrantos, anhelos y alucines. O tal vez
matar sea lo único que genere confianza de que los riesgos son minimizados. Es
un mundo donde el equilibrio personal depende del otro o de la situación y debe
ser construido a diario.
En ciertos momentos del libro de Scherer
no queda claro si escribe literalmente las respuestas de Sandra Ávila o, en su
afán de estilizar su narrativa, escribe sus propias interpretaciones de lo que
la entrevistada expresa; pero, y es lo que hay que destacar, cuando refiere a
la “sociedad narca”, tal vez el sentido de dicha expresión, aún como metáfora,
pueda variar significativamente dependiendo si la dice un investigador o si lo
dice una persona, que como Sandra Ávila, viene de ese “mundo”. En un pasaje de
la entrevista Sandra Ávila cuestiona la autoridad que algunos se adjudican para
hablar de dicho mundo, que no es propio, cuando dice que en torno al mundo
narco,
“Muchos hablan de su origen, su significado, la profundidad de la tragedia, los muertos uno a uno o en racimo. Pero la sociedad narca la conocemos los que estamos ahí. Yo no soy turista en el mundo del narco, mujer marginal de su intensa complejidad. He estado ahí y no tendría sentido que negara la realidad. Pero eso no me hace delincuente. No he matado, no he robado, no pertenezco al crimen organizado, no he lavado nada. Nací rica, rica vine al mundo y no puedo regresar al vientre de mi madre y nacer distinta” (Scherer, 2008:99).
Dicha expresión resulta honda e ilustrativa
para el análisis del narcotráfico. Deja claro que sus símbolos y
significaciones pertenecen a ese mundo y los entienden los que lo habitan. Los
investigadores para interpretarlo tienen dos alternativas: la primera, si
quieren interpretaciones de primer grado, es vivirlo y; segundo, recurrir a los
sujetos que estén dispuestos a denunciar su propio ambiente. Ambas cosas no
garantizan carencia de amenazas. Sus circuitos cuentan con mecanismos
persuasivos para inhibir cualquier esfuerzo de exploración. Esto ha llevado a
los investigadores a analizar el fenómeno por medio de sus manifestaciones más
disponibles, como el narcocorrido, sus símbolos, las estadísticas, notas
periodísticas. Ello no es cuestionable, nadie está obligado a asumir riesgos innecesarios.
Por su parte, Nery Córdova (2002:168), describe la expresión simbólica del
mundo narco, a través de la lectura de su
“…música, la literatura, la iconografía popular, la moda, la vestimenta y sus aditamentos, los artefactos y artículos de consumo y estatus; y las formas subjetivadas o interiorizadas como las creencias, los mitos, las opiniones y los valores”.
Dichas significaciones, organizan parte
del marco cultural en el que se socializan los individuos e interioriza
representaciones de apreciación que constituyen sus actitudes, estereotipos,
esquemas de valor y acción en la vida cotidiana.
El reto
de “ser alguien”: El narco como opción de movilidad social
En la sociedad sinaloense, sobre todo la
rural, resulta difícil encontrar algo que verdaderamente permita distinguirse
de los demás. Ser “del montón” es la primera condición que los individuos deben
de experimentar. Para nadie es cómoda esa situación y mucho menos para los
adolescentes que apenas se inician en su exhibición social. En una edad en la
que llamara la atención de los demás, sobre todo de los coetáneos de sexo
opuesto, la preocupación por los símbolos de prestigio, éxito y poder se
vuelven necesarios. Ellos aportan elementos que incrementan la capacidad de
competencia y aumentan considerablemente las probabilidades de éxito.
Esta situación, en una condición de
escasas opciones y oportunidades lícitas, se vuelve un verdadero dilema que los
individuos tienen que resolver temprano en su vida. Ser un “Don Nadie”, no es
complicado, casi es automático y entre el menos y el más la diferencia es
reducida. Por otra parte, los medios sociales promueven un estilo de vida
prácticamente imposible para quienes su condición económica es raquítica o
modesta. No puedes ser “alguien” sin contar con los símbolos de prestigio
social (carro, casa, ropas de marca, consumo suntuoso), esa es la definición de
facto de ser alguien. Ese termina siendo uno de los grandes contrasentidos de
la sociedad capitalista; todo lo define el poder económico, pero sin ofrecer opciones
legales para lograrlo. Sólo un grupo selecto, descendiente de los grupos de
poder tradicional, económico o político, del área rural o urbana, tienen
medianamente asegurada opciones de movilidad social.
Lo cierto es, que el narcotráfico y la actividad
delictiva en general, se reconozcan o no, es una de las actividades de mayor
demanda de mano de obra en Sinaloa. La estructura organizacional necesaria para
operar el negocio requiere de recursos humanos en gran cantidad y con
habilidades muy diversas. Los variados puestos requieren perfiles muy variados,
desde los altamente tecnificados hasta los de escasa o nula escolaridad. Cada
puesto requiere habilidades, talentos y actitudes diferentes; pero en todos los
casos, la condición fundamental termina siendo la destreza de operar en la
ilegalidad. Pareciera cosa menor, pero realmente el aprendizaje, entrenamiento
y ejecución del comportamiento ilícito reclama del agente mucha maestría.
Para darnos una idea de la variedad de
perfiles demandados, sólo es cuestión de hacer un inventario de las actividades
más comunes en la industria de las drogas. Thoumi (2009:17) señala, entre las
acciones más comunes: a) Comerciar con insumos ilegales, los cuales por lo
general son sustancias controlados y deben ser contrabandeadas, b) Cultivar
cosechas ilegales, c) Desarrollar sistemas clandestinos de procesamiento de la droga,
d) Vender productos ilegales en el mercado nacional, f) Contrabandear los
productos finales fuera del país, g) Desarrollar redes de mercadeo
internacional, h)Transportar los dineros obtenidos ilegalmente a través de
fronteras internacionales o convertirlos en otra moneda sin revelar su origen e
i) Lavar e invertir dineros obtenidos ilegalmente y manejar portafolios
conformados por capital ilegal. No se encuentra en la lista una de las
actividades que ha sido expansiva en los últimos tiempos en México y que
requiere de habilidades y disposiciones personales que la psicología debería de
estudiar a fondo: el sicariato. ¿Qué hace que un sujeto pueda romper todas las
premisas culturales que indispone para dar muerte a un semejante? ¿Cómo
resuelve el conflicto que produce el matar? Este último, y todos las
actividades le imponen condiciones al individuo y los transforma en sus artes y
competencias.
El narcotráfico funciona de acuerdo al
delicado equilibrio de la oferta y la demanda. Es el modelo capitalista neoliberal
en toda su expresión. Es una actividad que estigmatiza pero se ha constituido
en punto de equilibrio de muchas economías regionales y nacionales. Consciente
o no, dicha economía ha definido estándares de precios, consumos y símbolos de
éxito. El área rural donde se asientan muchos de los operadores del narco los
signos de bonanza y el contraste de pobreza son más evidentes. Pero
invariablemente la realidad termina imponiéndose y explota en violencia, éxodo
y aridez. Invariablemente es así. Pro con todo y ello, la pinta de “ser narco”
se disfruta, algo mueve en lo profundo del ser, puede ser la excitación del
poder y la abundancia impensada o, en su defecto, la expresión de la parte
lóbrega del ser que se enuncia. En lo más íntimo del tejido social el verdadero
narco se camufla, pretende pasar inadvertido y, como señuelo, manda a sus
operadores a dar la cara, los convierte en los delincuentes de la actividad y,
al final, cuando son innecesarios o se han convertido en obstáculo, son puestos
para la cárcel, muerte o destierro.
Esto depende de qué tan enterado están
de las entretelas del negocio. Para la gente común y corriente, los personajes
públicos del narco que, además disfrutan el privilegio de ser reconocidos como
tal, dan la cara cobrando los privilegios de su actividad. Dichos privilegios
no sólo son materiales sino que también simbólicos que se disfrutan tanto o más
que los primeros. Como si con ello el sujeto se perpetrara, engrandeciendo su
imagen e imponiéndola, no sólo a los demás, sino a su propio origen y destino
burlado. Es común, que a los agentes del negocio sean señalados como “narcos” o
como alguien que “anda en el negocio” aunque sólo sean “mandaderos”, “burros”,
“mulas” u “operadores”.
Como en cualquier otra actividad, las
posibilidades de tener un papel central dentro de la estructura de la
organización prácticamente son nulas. Como sucede en la política, la
estructuración grupal privilegia a algunos que intentan por todos los medios
conservar ese privilegio más allá de sí mismos y heredando a sus descendientes.
En los grupos delictivos las cosas suceden igual. Y no es necesaria una
investigación exhaustiva para demostrar tal afirmación, todo es cuestión de
observar quiénes heredan el poder político en una región y quiénes el caudillaje
de los grupos criminales. Pareciera dos partes de la misma cosa, o por lo
menos, dos cosas que acusan una dinámica muy similar.
Se ha instalado en el imaginario social
un estereotipo del narco y se ha asociado con él una serie de símbolos que
denuncian su involucramiento, magnitud de poder, función y distancia con
respecto a los demás. Los individuos, por aprendizaje y algo de intuición, se
vuelven expertos en artimañas y manejo de señales que le anuncian a los demás
de su propia naturaleza, magnitud, tipo de reverencia y atención requerida si,
por seguridad, quieres mantenerte en zona segura. Los no implicados se
esfuerzan por mantener un perfil bajo que no perturbe al dominante y se han
vuelto experto en mandar señales de subordinación.
Todo ello señala un andamio de rituales,
códigos y disposiciones que se han tenido que construir y operar para lograr
esa diferenciación, entre mansos y poderosos, que permitan subsistir en un
mismo territorio dos perfiles y formas de funcionamiento. Una realidad dicotómica
que deja de serlo al configurar verdaderos sentido de realidad cuando ambos
dejan de ser para dar lugar zonas borrosas, grises, que configuran el verdadero
sentido de realidad. Nuestra sociedad es así, producto de dos poderes
contrapuestos pero con muchos tentáculos de conexión, tanto que uno no puede
ser entendido o explicado sin recurrir al otro.
De tal forma que las zonas grises, son fruto de los puntos de
intersección de algo, que ante el examen descuidado, pudiera emerger como
unidades disímiles, dicotómicas, para terminar coexistiendo interdependientes:
lo ilícito e ilícito.
En Sinaloa son más los que parecen, o
quieren parecer, que los que son. Pero pareciera que es una imagen socialmente
deseable, en particular entre los jóvenes. Es vox populi en Sinaloa, de que no hay quien que no tenga relación de
algún tipo con personas vinculadas, de alguna forma, al mundo narco, y aunque
esto tiene que ver más con el estereotipo que con la realidad, nos permite
pensar en que la información que tienen los agentes sociales es múltiple,
compleja y que de una manera u otra definen su actitud. Astorga (2004:78-79)
sostiene que el narcotráfico en Sinaloa se
“convirtió simplemente en otra forma de vida, en una actividad donde todavía es posible lograr ascender en la escala económica y en la social, sin tener que pasar necesariamente por los circuitos tradicionales de las actividades legales, por la escuela o la política, aunque tampoco fuera de ellos completamente”.
Aún cuando la dimensión intangible del
narcotráfico ha penetrado hasta lo más íntimo de la sociedad sinaloense, y la
mexicana, la representación de ser narcotraficante ha evolucionado de modo
significativo. De la imagen estereotipada, del narco rural, bondadoso,
ensalzado en una especie de Robin Hood sinaloense, se ha pasado a un nuevo
perfil, más moderna, debido a que los descendientes y herederos de dichos
personajes, se han escolarizado, urbanizado y, en mucho de los casos se han
vuelto cosmopolita. Sus formas de operación ya no implica a la flora y riscos
de la sierra, allá operan los nativos del lugar y sus zonas de cultivo de
mariguana y amapola. Se controlan zonas y sus operadores se preocupan por
acaparar la producción de sus cultivadores tradicionales. Un nuevo sistema de
“coyotaje” agrícola, igual que abajo, en el valle, donde algunos personajes
allegados al poder controlan la producción de los productos agrícolas e imponen
las reglas del mercado. En ocasiones, se enganchan trabajadores en la zona
urbana y rural y se suben a la sierra para encargarse de la producción de droga
desde el labrado de la tierra, siembra, cuidados y cosecha. A estos
trabajadores intrusos les toca vivir en el monte, o bien, bajar a alguna
ranchería para alimentarse y dormir; cuando no, pues tendrán que vivir las 24
horas en sus sembradíos y encargarse de sus quehaceres domésticos. El patrón sólo les suministrar lo necesario
para los cultivos y satisfacer sus necesidades personales más importantes.
Suben con una oferta pero en el fondo saben que es un albur, ya que en muchos
de los casos sus sembradíos son destruidos o, a pesar de la buena cosecha,
simplemente les quedan debiendo para no pagarles jamás. En las más de las
veces, sólo queda el desencanto y una esperanza de que en la próxima las cosas
vayan a salir mejor.
En una entrevista con un descendiente de
los originarios del cultivo y exportación de drogas en la sierra de Sinaloa, el
traficante sostenía que un sueño del viejo narco era ver a sus hijos fuera de
la actividad, con una profesión y siendo hombres de bien. Sostenía que el viejo
narco, de escasa o nula escolaridad había aprendido la importancia de la
solidaridad, resultado de una vida llena de penuria y exigua de oportunidades.
Ello forjó el perfil del narco que los sinaloenses evocan. Los descendientes de
estos viejos narcos, escolarizados y con un lavado social visible, no pudieron
o no quisieron romper sus ataduras con la tradición y continuaron muchos de
ellos en el negocio de las drogas, pero con un característica distintiva, y que
ha costado mucho a la imagen del narco, menos sensible a las necesidades
sociales, menos solidarios, más mezquinos y violentos. Vivieron otros tiempos y
se volvieron diferentes, haciendo evolucionar el narcotráfico en su expresión
social. Y si al viejo narco se le criminalizó y responsabilizó de todos los
males, los nuevos narcos no han tenido empacho en aceptar el estigma y hacer el
juego de buenos y malos a lo que son tan adictos los actuales regímenes. Es por
ello que los narcotraficantes se han constituido en un segmento social no
aceptado, aunque con evidente poder, no sólo económico, sino político y social.
Aquella idea de que todo era violencia para poder operar no es tan cierta; como
en otros lugares del mundo, los políticos, empresarios, banqueros y demás no
pudieron resistir la tentación de ser partícipes de los beneficios del dinero
del narco y del poder de facto de los grupos que lo operan. Valenzuela
(2002:153) dice que el poder del narco
“no surge exclusivamente de su posesión de armas de fuego ni de la posesión de dinero, sino, de manera importante, de sus redes de complicidad. En ellas participan miembros de los diferentes cuerpos policíacos, políticos, empresarios, banqueros y miembros del ejército. Parte del poder del narcotraficante deriva de su capacidad de derrama económica que permite que, en ocasiones, algunos de ellos cuenten con el reconocimiento y protección de gente pobre que siente admiración sincera por estos personajes, e incluso los protegen frente a las acciones de la justicia”.
Dicha evolución ha permitido al “narco”
transformar su imagen y las formas de
ejercer el poder, al convertirse en grupos empresariales que operan como
verdadero clúster, seccionados en células especializadas que operan bajo un lineamiento vertical, con
una actividad departamentalizada, que permite una segmentación que crea un
dispositivo de protección que incrementa sus niveles de inmunidad. Esa idea ha
sido la promotora de su definición como cártel, entendido, según Fernández
(2002:94) como “un gran grupo de traficantes de drogas ilícitas, que tiene una
dinámica propia dentro del mercado y que ejerce su influencia en una localidad
específica”.
A partir del 2008, en franca guerra
entre cárteles, los grupos delictivos han dejado ver los niveles y estilos de
criminalidad más impensables en México. Decapitados, descuartizados,
incinerados, fosas clandestinas, manejo mediático (videos en redes sociales,
mantas, volanteo, declaraciones de prensa, inserciones pagadas en periódicos,
etc.) mostraron el nuevo rostro del crimen organizado. Su objetivo no se redujo
a población civil, cayeron policías, periodistas, políticos y funcionarios. La
declaración de guerra al narcotráfico de parte del Ex Presidente Felipe Calderón,
no considero el poder de fuego y operación de los grupos delictivos en México.
Luego tuvo que convocar a un dialogo por la seguridad que debió de ser el
principio de una política de Estado para el combate a la delincuencia
organizada que, por cierto, ya se había infiltrado en el tejido del aparato
estatal. La vulnerabilidad y el dudoso poder de control del gobierno dio lugar
a que algunos medios, periodistas, políticos e intelectuales refieran a México
como un “Estado fallido” que más pareciera luchar por sobrevivir, que librar
una batalla contra las drogas y la delincuencia organizada (Williams, 2009).
Aún con todos los cambios en las formas
de operación de los grupos criminales el estereotipo sigue aferrado a
contenidos del viejo esquema de un poder fincado en la violencia. Ya se ha
dicho que no necesariamente es así, con excepción de cuando se compite por
recursos vitales para el negocio (territorio, rutas, áreas de producción y
distribución). La violencia no es una propiedad intrínseca del narcotráfico, es
decir, se puede operar sin hechos violentos, que además van en detrimento de la
actividad puesto que “calientan el terreno”. La operación de grupos rivales y
los aparatos de seguridad del estado es la que detona la dimensión violenta del
narcotráfico. Entre menos conflictos más redituables resulta la actividad debido
a que reduce los costos de operación, sobre todo los relativos a seguridad.
Anima a la presunción de la dimensión violenta del narco la supuesta ruptura de
las reglas de operación instaladas por los viejos narcotraficantes. No
violencia, no distribución, inversión y acción pacífica ante los aparatos del
estado constituían las viejas reglas que hoy perdieron vigencia.
En este sentido, la premisa esencial de
que “es mejor un mal acuerdo que una muerte” (principio adjudicado a uno de los
más viejos y famosos narcotraficantes sinaloenses) ha quedado atrás dando lugar
al lema de que “el que la hace la paga” de los nuevos protagonistas del narco.
En la actualidad pareciera que los fines son más importantes que los medios. El
narco tiene fuertes vínculos afectivos que lo ligan a complejas redes sociales,
cuenta con sus propios miedos y su visión del mundo está influida, como
cualquier otro, del sistema de creencias del sinaloense. Sólo encontró una
oportunidad, algo le abrió las puertas del negocio y lo aprovechó. Sandra
Ávila, en la conversación con Scherer dice que los narcos son personas como
“cualquiera” y “no lo peor, como dice la prensa”.
“Algunos ayudan en sus pueblos, son bondadosos y humildes y se preocupan por los pobres. Yo querría que no se mataran entre sí, que no se mataran con los soldados, que no arrastraran a la desgracia a tantos hombres, mujeres y niños. Pero no han llegado hasta donde han llegado porque sí. Han llegado por la fuerza de la droga en su mercado enorme, por la corrupción de los gobiernos priístas y panistas, por la miseria de millones de mexicanos. Muchos trabajan para el narco. Muertos de hambre, sin empleo, solo con su hambre, ¿qué van a hacer sino acudir a donde hay trabajo y dinero?” (Scherer, 2008:77)
Los riesgos que denota la actividad
parecen insuficientes para inhibir su asunción como estilo de vida. Las
recompensas, objetivas y/o subjetivas, están disponibles a mediano plazo. Por
alguna razón, los individuos prefieren creer, aun en contra de las evidencias,
de que todo termina bien. Es preferible no especular en los riesgos, que
complicaría la toma de decisión, y con ello, la posibilidad de disfrutar las
mieles del negocio. En ese mundo no existen culpas menores, todas lo son y todo
se paga o se cobra. Basta un mensaje o un número como evidencia de colaboración
con el rival para terminar muerto. En la cavilación se trata de convencerse que
es más conveniente entrar y recibir una parte que quedarse al lado sólo viendo.
Ante la disonancia cognitiva, de producirse, se recurre al atavismo a cultural
expresado en una serie de creencias, que aunque inconsistentes, han funcionado
para tomar decisiones que requieren argumentos que la racionalidad no produce.
Entre otras, se pueden mencionar algunas de mayor recurrencia: “al que no le toca
aunque se ponga y al que le toca aunque se quite” para cuando la decisión
implica la probabilidad de muerte; “El que no tranza no avanza” para cuando hay
que convencerse de que la norma no debe de ser un obstáculo para lograr
objetivos; “Más vale un año de vacas gordas que cien de perro en cualquier
lugar” para cuando la los riesgos son evidentes, las probabilidades de
sobrevivir son pocas pero se dice asumir el riesgo. Algunas otras son más
prudentes y dan cuentan a la seguridad que proveen los vínculos de los actores
del narco con los aparatos del Estado.
La práctica social y las condiciones
socioeconómicas han llevado a los individuos y a los grupos sociales a
institucionalizar un estilo de vida, con sus creencias e identidades sociales.
Ello ha dado lugar a que en las ciencias sociales se esté creando una tradición
investigativa relacionada con el narcotráfico y la cultura. Se parte del
presupuesto de que los efectos sociales del narcotráfico ha sido tal que se ha
constituido en una expresión cultural que ha impuesto su impronta en los
estilos de vida, gustos, expectativas, etc. Para algunos investigadores esto se
traduce en una cultura; algunos más reservados refieren a una subcultura del
narco.
Sinaloa, por su larga tradición como
región productora y de tráfico de drogas ilícitas, representa el ejemplo más típico
de dicha tradición. La cultura, entendida como un conjunto de modelos de
representación que significa y da sentido a los pensamientos y prácticas de los
grupos sociales, en Sinaloa se ha impregnado del simbolismo relativo al
narcotráfico y se ha filtrado en el tejido social de forma tal que la
organización y el pensamiento social es el producto de una síntesis de lo
ilegal y lo legal, donde las fronteras resultan borrosas. Indagar sobre el “narco”
como asunto cultural en el sinaloense, es de gran interés ya que nos permitiría
negar o confirmar el supuesto de la cultura del narcotráfico. En esta
perspectiva se constituyen una serie de hipótesis: a) El narcotráfico tiene una
significación cultural en el sinaloense; b) en tanto imaginario social, su mera
existencia legitima un estilo de vida; c) en tanto cultura se reproduce a
través de sus corridos, iconos, santos, moda en el vestir, expresión oral. A
nadie le parece extraño que en Sinaloa haya generaciones que ven a la producción
y trasiego de drogas (marihuana, amapola, cocaína, drogas sintéticas) como un
asunto de vida cotidiana. La cotidianeidad es asumida como algo socialmente
aceptado aunque judicialmente penado; no se asume como un acto de delincuencia
sino como un estilo de sobrevivencia; no es con ellos donde empieza el
narcotráfico ni la delincuencia organizada. En ese sentido Astorga (2004:99)
sostiene que en Sinaloa
“Se habla con orgullo de algo que desde otra perspectiva es un estigma: el tráfico de drogas. Nacer en Sinaloa imprime ya un destino social que hay que asumir sin complejos. Ni el contrabando, ni quienes se dedican a él son valorados negativamente; al contrario, son dignos de admiración y emulación, y se han ganado ya un lugar en la leyenda gracias al corrido”.
Para Barón et al. (1998:5), la
psicología social “trata de entender la naturaleza y las causas del
comportamiento y del pensamiento del individuo en situaciones sociales”, lo que
resulta posible cuando se vinculan dichos a una práctica social. En Sinaloa,
esta última, por lo menos a partir de los 40´s del siglo pasado, se vio
afectada por el narcotráfico, mismo que ha evolucionado en todos sus sentidos
re-significando premisas culturales. De alguna manera ésta ha adquirido carta
de naturalidad producto de que generaciones enteras han nacido y vivido en la
misma. No es mera casualidad que los grandes personajes del narcotráfico sean,
o hayan sido, sinaloenses. Andrade (1999) aventura la idea de que algo tiene de
cultural cuando dice que
“El sinaloense es gente brava, no en balde desciende de los cahítas, grupo indígena que luego de las batallas se comía la carne de sus enemigos más valientes, con la creencia de que así se apropiaba de sus cualidades espirituales…en un Sinaloa dividido por las pugnas internas, los caciques tenían un aire de caudillo, de ser los auténticos y verdaderos representantes de los intereses regionales”.
La historia documenta una larga
tradición de caciques en Sinaloa. Es muy común, además, la gran religiosidad
del narcotraficante y su frecuente solicitud de protección de su vida y negocios a Dios, a la virgen de Guadalupe y
con más énfasis ahora a Malverde, San Judas Tadeo o la Santa Muerte. La mixtura
de creencias institucionalizadas y profanas constituye un sistema de creencias y rituales. Cada símbolo
tiene un lugar dentro del entramado sistémico. San Judas para los asuntos
difíciles y quién mejor que la Santa Muerte para proteger a los agentes que han
hecho de la muerte su negocio (sicarios, pistoleros). Otra tendencia es la de
atribuir a los narcotraficantes cualidades de liderazgo, fuerte personalidad y
de gran habilidad como estrategas, así
como de aceptar que cuentan con un “don” que los hace especiales. Respecto al
Señor de los Cielos, Andrade (1999) cree que
“entendió que para ser él debería ser los otros: demostró que tenía la estatura mítica de Heraclio Bernal, la ambición de los De la Vega, el espíritu triunfal de Pablo Macías Valenzuela, la fidelidad al proyecto nacionalista de Gabriel Leyva Velázquez, la fuerza de Pedro Avilés, la capacidad de construcción de Miguel Ángel Félix Gallardo y la humildad de Pablo Acosta”.
Si el narco dispone de santos que con
sus milagros le brindan ayuda, en el mundo real, aquí en la tierra, también existen,
o existieron, personajes con los que se identifica. El corrido constituía la
explanada desde donde nuestros héroes históricos, nos relataban sus ideales y
hacían ver sus agallas, pero poco a poco fueron retirados y sustituidos por los
nuevos héroes encarnados en los grandes jefes del narcotráfico. Los nuevos
corridos, aunque reúnen a disímbolos personajes, son escuchados en todos los
lugares donde es posible hacer retumbar las bocinas y gritar o cantar sus
párrafos donde se escucha una mezcla de contenidos que van de personajes
históricos (Villa o Zapata); jefes del narco (EL Mayo y El Chapo); pistoleros
(El Ondeado, El Macho); formas de matar y efectos que buscan (volando cabezas, levantones,
tortura); armas y pertrechos (cuernos de chivo, pecheras blindadas, capuchas,
cuchillos, bazucas).
Esas historias resumen una tradición
donde se asienta la obsesión delirante por encontrar el redentor que salva al
sinaloense de su condición de abandono, desdibujamiento social y carencias. Por
ello la idea del narcotraficante benefactor ha encontrado espacio en la
psicología colectiva y ha redituado ganancia al narcotráfico en términos de
redes sociales de apoyo y aceptación. Los narcotraficantes de viejo cuño,
salidos del área rural, identificados con esa realidad llena de miserias y
atraso social han asumido, por pertenencia social o por conveniencia, el papel
de bienhechor social al contribuir con ayuda económica, introducción de cierta infraestructura
pública y factor de crecimiento económico.
Como corolario se puede puntualizar que
el comercio ilícito es una industria dinámica que incorpora los adelantos de la
tecnología para potenciar y dinamizar su empresa. La vieja idea del
contrabandista rural, bronco y atrabancado ha dado lugar a una nueva imagen donde
la sofisticación y los modales definen al nuevo empresario que juega con las
reglas del mismo Estado para el ejercicio de su actividad. Se podría imaginar
una especie de hibrido, producto de la transición de la generación de
narcotraficantes de origen rural, a la antigüita, con el actual, de perfil más
empresarial, tecnificado y con mayor escolaridad. O por lo menos, que ha hecho
uso de personal calificado en varias técnicas y oficios: telecomunicaciones
(telefonía celular encriptada, interferencia telefónica y de frecuencias,
Internet); química (laboratorios, precursores); formación de cuadros de
seguridad (personal con entrenamiento militar y expertos en uso de armas de
todo tipo); transporte (terrestre, aéreo y marítimo, para el uso de tráiler,
aviones, lanchas rápidas, barcos de gran calado y submarinos); ingenieros para
perforar con túneles la frontera con Estados unidos; profesionistas expertos en
la parte financiera, legal y política; empresarios para blanqueo de dinero
negro; funcionarios, sobre todo del área de seguridad pública (policías
municipales y estatales, federales y Ejército).
Los procesos de globalización
potenciaron la industria de lo ilícito al flexibilizar las reglas del comercio
trasnacional y su regulación (debido al flujo comercial), producto de la
incapacidad real del Estado para controlar la permeabilidad de sus fronteras;
el uso de las nuevas formas de transporte y circuitos financieros, formas de
transferencia de dinero y acceso a la economía formal y sus nexos con los
ámbitos privado y público a través de la inversión en negocios, partidos,
gobiernos, organizaciones no gubernamentales. El excesivo gusto por prohibir,
más que inhibir el comercio ilícito ha potenciado a la industria del “narco”.
La actividad está criminalizada en todas sus fases: siembra, procesamiento,
trasiego, distribución y consumo. La mafia siciliana y estadounidense se
convirtieron en referentes para construir un esquema de percepción que se ha
estereotipado y ha sido usado para entender las actuales redes delictivas, como
los grupos que operan en América Latina, los tongs chinos, las tríadas de Hong
Kong, las yakuza japonesas y la mafia rusa. Sobre esa concepción, dice Naím
(2006), la búsqueda de traficantes –casi siempre de drogas- conducía a lo que
los investigadores consideraban que sólo podían ser organismos
pseudoempresariales: estructuradas, disciplinadas y jerárquicas; cosa ya indefendible
debido a la modernización de las organizaciones y a su flexibilidad en los
procesos de operación.
Para cita del artículo:
SAVALA SÁNCHEZ, C. (2015). SINALOA: ¿UNA SOCIOCULTURA DEL NARCO? (U. A. Sinaloa, Ed.) ARENAS 39(39), 59-93.
¨Miembro del Sistema Nacional de Investigadores
(SNI). Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma de Sinaloa y
profesor e investigador de Tiempo Completo, con Perfil PROMEP, de la Facultad
de Psicología de la UAS. Es licenciado y maestro en Psicología Social.
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Astorga, L. (2004); Mitología del Narcotraficante en México, Editorial Plaza y Valdés-UNAM, México.
Astorga, L. (2004); Mitología del Narcotraficante en México, Editorial Plaza y Valdés-, UNAM, México.
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