RESEMANTIZACIÓN
DEL CUERPO, VIOLENCIA CRIMINAL
Y CULTURA
DEL NARCOTRÁFICO
El narcotráfico se guía bajo la lógica de la venganza
primitiva, propia de sociedades que no contaban con instituciones reguladoras
del comportamiento humano y requerían por lo mismo de una figura que hiciera
las veces de institución de equilibrio natural de las discordias humanas. De
manera similar, la venganza en el narcotráfico es una figura eficaz para mediar
entre los individuos, pues no se permite al Estado cumplir esta función; además
el Estado es una institución que busca mediante la ley imponer un control
colectivo, pero los miembros de los grupos criminales actúan de manera
individual alejados por necesidad de ese otro control colectivo estatal. El
poder de éste no puede aplicarse de forma segura a los grupos criminales, sino sólo
ejerciendo su derecho a la guerra. Los grupos criminales mantienen un sistema
cerrado de comportamiento diferente al resto de la sociedad civil y actúan bajo
principios y códigos como el honor la lealtad, la confianza, el respeto a la
familia, la correspondencia, etc., que los hace ajenos a las normas colectivas.
Gilles Lipovetsky lo ve así:
Cuando no existe ningún monopolio militar y policial y, cuando en consecuencia, la inseguridad es constante, la violencia individual, la agresividad es una necesidad vital.[1]
¿Cuáles son los motivos de la venganza y cuál su papel en el México
violento de nuestros días? Si anteponemos el poder por sí mismo como factor que
mueve a la venganza, nos daremos cuenta que no es del todo así. Hay agravios familiares y personales que son
originados por las rupturas de aquellos códigos que funcionan como simbolismos
cohesionantes de la criminalidad, quizá más elementales que el propio deseo de poder. Las bandas criminales heredaron
esa tendencia y disposición natural en los pueblos de México, de responder a
todo acto de agravio y desafío a la familia o el asesinato de un ser querido,
con una venganza.
La venganza llegó a ser esa institución obligada que mantenía el vínculo
con los vivos y con los muertos, mediante la cual el vivo se une a la tragedia
del muerto, persistiendo en él la plena intención consciente de que mediante la
venganza “los vivos se encargan de afirmar en la sangre su solidaridad con los
muertos, de afirmar su pertenencia al grupo. La venganza de sangre está en contra de la división de los vivos y los muertos,
contra el individuo separado”.[2]
El acto de venganza debe superar el hecho que la provoca: la
deslealtad debe ser superada de nuevo
por la lealtad; el asesinato debe ser superado a la vez con el don de vida para
redimir en el alma la memoria del muerto. No importa que no se reponga su vida.
Hay que arriesgar la propia imponiéndose al otro. Se busca demostrar que entre
el vivo y el muerto existe aún el vínculo que sobrevive a la muerte, quedando
en él la satisfacción de haber demostrado la valía que tienen el honor y la
lealtad para sí mismo y para el grupo. Por eso la venganza une solidariamente
al grupo.
Este es el ritual en que se cimenta el código de la venganza, que no
debe verse como un simple acto criminal sin fundamento. En su lógica y en sus
“razones”, sostiene una premisa de honorabilidad que atenúa el dolor y el
coraje contra una situación de cosas, donde el Estado controlador es incapaz de
ejercer la mediación legal para menguar la violencia –-en sus variadas formas,
y la miseria y la exclusión son algunas de ellas-- y cuando lo intenta
desproporciona su cometido. Deja de ser un Estado regulador y asume un papel
pasivo.
Mediante la ejecución se intenta imponer un orden, el que el victimario
estima necesario a su propio rol de vida. La ejecución por venganza
institucionaliza el cariz social del individuo o del grupo criminal; tiende a
ser un acto de afirmación intentando negar al otro. No sólo es que se someta al
otro, sino que lo elimina (contrariamente a lo que reclame el orden social de
tipo hegeliano en el cual uno reclama el reconocimiento del otro. Ambos se
necesitan, pero con la muerte de la víctima el victimario no sólo queda
desolado: se niega a sí mismo). No hay reconocimiento, no hay correspondencia,
la agresión pierde el sentido ordenador del sujeto en el ámbito social, es
decir, ante los demás. Así lo plantea Griselda Gutiérrez cuando afirma que
“habría que cuestionarse si esta forma traumática o aniquiladora del otro, más que la afirmación de la diferencia y del orden de las diferencias, no es más bien su fracaso, porque no solo se cancela la identidad del otro, sino también se le cancela como punto de referencia obligado para la fijación de la propia positividad”.[3]
El cuerpo como vehículo de significaciones
En el carácter reorganizativo de la venganza como fuerza que suplanta a
la institución del Estado y como acto vindicativo, se toma el cuerpo como
elemento central de focalización. Como un elemento orgánico sobre el cual debe
ejercerse la punidad. ¿Cuál es el rol del cuerpo como peso en el papel que
juega el hombre hacia el interior de los grupos criminales y cómo en función de
ese rol se había excluido a la mujer?
¿Por qué mayormente es el sexo masculino el que interviene en los procesos
criminales? Para Pierre Bordieu
el trabajo de transformación del cuerpo… produce unos hábitos sistemáticamente diferenciados y diferenciadores… A través de la doma del cuerpo se imponen las disposiciones más fundamentales, los que hacen a la vez propensos y aptos para entrar en los juegos sociales más favorables al despliegue de la virilidad: la política, los negocios, la ciencia, etc.[4]
Durante mucho tiempo la división social del trabajo se definió en
función del sistema del cuerpo, y la estructuración de la economía social y
política se basó en lo fundamental en la masculinidad. Así, el poder de la
acción se cimentó, al menos en el crimen organizado, en un manejo de la
masculinidad como prototipo del transgresor. En términos más bien morales, los
códigos de honor estaban relacionados con un criterio sexual que permitía
únicamente a los hombres ser partícipes del tráfico o de las venganzas; a las
mujeres correspondía el papel de espectadoras, anfitrionas o compañeras del
infortunio o del “éxito”. Los actos de la violencia estaban destinados sólo a
los varones, pues se entendía que eran actos de virilidad:
las mujeres, por su parte, deben mantenerse en su puesto para confirmar al hombre como tal. Esa pasividad exigida por las normas culturales construyó a la mujer como un ser dulce e inerme, normalmente incapaz de violencia asesina”.[5]
El cuerpo femenino
En un principio se entendió el cuerpo femenino como algo sacro, porque
la mujer era el ícono sagrado de la familia y el umbral de una moralidad a toda
prueba; así lo percibía la sociedad mexicana en su historiografía social. La
madre despertaba una mixtura de sacrificio redentor y pureza humana que la
hacía aparentemente intocable. La figura femenina era explotada como un símbolo
del sufrimiento histórico del mexicano. Impensable entonces un acto de
violación o agresión a ella, pues el castigo se imponía con rigor extremo;
paradójicamente la manera más profunda y grave de ofender a alguien era tocar
el hilo sensible del parentesco materno.
¿Cómo fue cambiando la simbología del cuerpo femenino hasta convertirse
hoy en una figura cotidiana del escarnio? ¿Cómo evolucionó nuestra sociedad a
un estado actual en que la laceración y el mercadeo del cuerpo femenino se
volvieron permisibles y reiterados, lejos del arquetipo redentor?
Este fenómeno despertó el interés al ser el cuerpo femenino una forma de
existencia reverenciada. En cambio lo
masculino llegó a representar la figura del dominio relacionada siempre a la
agresión y la violencia; la masculinidad segmentaba el ser humano y lo envolvía
en una estela de “engendro del mal”
capaz de ejercer el dolor como forma de un poder impositivo. De ahí en adelante
el cuerpo sirvió en los grupos criminales como un “vehículo de representaciones
y prácticas particulares” dejando de ser el cuerpo diferenciado, masculino y
femenino, abriendo así la posibilidad de que también las formas de la violencia
fueran indistintas. Al cuerpo significado, hombre o mujer, lo convirtieron en
cuerpo significante: victimario y víctima a la vez, una corporeidad doliente,
emblema del dolor y del temor, capaz de transmitir un mensaje personal o
social. Así “los cuerpos muertos del narcotráfico son entendidos en este texto
como mensajeros del terror cubiertos de significaciones”.[6] El
cuerpo sin más patentiza una estructura de la barbarie olvidando el rol social
diferenciado, adquirido a lo largo de la historia.
En la violencia criminal el cuerpo de la mujer habrá que pensarlo en
adelante en la misma dimensión que el cuerpo masculino. Esto no quiere decir
que dejemos de lado sus diferenciaciones; más bien entendemos que en ciertas
formas de la división social del trabajo, y el crimen organizado lo es, el
cuerpo tiene tal relevancia que marca la forma en que el hombre y la mujer
cumplen un determinado papel, haciendo
posible la integración del cuerpo femenino a los ámbitos por ejemplo de la
economía. El sector de servicios, en su caso, está ampliamente dominado por la
mano de obra femenina.
La fuerza que adquirió el cuerpo femenino en el crimen organizado lo
despliega como un ícono sexual, como un “contexto” lleno de significaciones
mortales. Un sujeto vuelto casi un objeto “prescindible”, transformado
socialmente en un vehículo eficaz en la semántica del poder masculino.
El reconocimiento a la equidad de género no ha sido cabalmente
entendido, sobre todo en ciertos sectores sociales de exclusión como los grupos
criminales. Por un lado la mujer ha sido incorporada a la economía informal del
narcotráfico, cambiando también su relación con el resto de los ciudadanos. Su
cuerpo también se incorporó como mecanismo doliente capaz de sufrir tortura y
muerte violenta, pero también capaz de ocasionarlas.
El cuerpo juvenil en el crimen organizado.
Sin embargo, el cuerpo tiene una implicación más, relacionada con la
virilidad en el campo del tráfico de las drogas. ¿Por qué el fenómeno de la
violencia está marcado por un tipo de delincuencia juvenil? Los datos dados a
conocer por las autoridades judiciales en México y Sinaloa, estiman entre los 17 y 25 años la edad promedio de los
homicidas.
Varios factores influyen y parecen determinar que los jóvenes, ubicados
en esta edad, sean en mayor proporción quienes delinquen cotidianamente. Tal
vez porque aún no forjan su proyecto social y familiar de vida; porque su carácter
juvenil les hace más arrojados y temerosos; o porque “la sociedad los empuja a
definirse en relación a una ética de la virilidad”[7] que
debe ser mostrada en la competencia y la lucha rival; o porque “cuando los
jóvenes resultan demasiado numerosos, tras un periodo de paz y de progresión
demográfica, las tensiones entre las generaciones se agravan”[8]
ocasionando un incremento en los niveles de agresividad social.
Como quiera que sea, la agresividad juvenil muestra la amenaza que a
temprana edad comienza a evidenciar un tipo de sociedad resquebrajada en sus
“valores colectivos en los que se basa la perennidad de una civilización”.[9]
¿Cómo el adolescente o el joven enfrenta al mundo que vive en torno suyo y al
cual no termina por comprender?
Este mundo le rodea y lo sostiene, lo presiona, le invade su intimidad,
le “orienta” la vida en un sentido que ya no es propiamente el del interés
familiar cercano, terminando a menudo por aislarlo y enfrentarlo con el
colectivo más cercano.
En esta relación con el mundo el joven establece una disputa que le
sumerge en una violencia incomprensible y en la cual encuentra un medio de
respuesta y de defensa. Esto tiene que ver con un sentido y un ideal de la
virilidad y viene a ser el soporte de su actitud y su inserción en el mundo
social que le corresponde, a veces yendo más allá de las propias fronteras de
sus límites comunitarios. Así “el lazo primordial se establece entre la
violencia y la virilidad, una noción definida por cada sociedad dentro del
marco de la determinación de los géneros sexuales cuya existencia reconoce”.[10]
En la estrategia del joven delincuente, la virilidad cuenta como un
factor fundamental que se conjuga con mecanismos internos como el placer, el
deseo y la aspiración en un intento por demostrar capacidades y rupturas ante
los demás como una forma de competencia, pero también como una forma de imponer
su voluntad.
La impronta de la identidad cultural del narcotráfico
El auge del tráfico de drogas en México no trajo solamente divisas
económicas sino que creó a su alrededor matices culturales muy particulares,
que se confundieron y mezclaron con las formas tradicionales de la cultura
regional.
Por ello no fue difícil que la geografía nacional haya sido cooptada por
el crimen organizado para traficar y aplicar cada forma de transgresión
violentamente, así como para proveerse de un ejército de reservas vivas, de las
cuales disponer para emplearlas en funciones propias de los grupos delictivos;
o simplemente para ser sujetos de escarnio con la finalidad de tomar sus
cuerpos como vehículo de significaciones mortales para los enemigos, lo que
cambió la percepción del mexicano hacia los grupos delictivos del narcotráfico
considerándolos en adelante como grupos de terror social.
En un tiempo el narcotraficante llegó a ser considerado figura central
del desencanto, en él se encontraba una voz disidente, la posibilidad de suplir
un sistema injusto y olvidadizo de un Estado autoritario. La figura del
narcotraficante comenzó a jugar el papel de vector a seguir; ante él los
campesinos o ciudadanos podían acudir (o imitar) en busca de algún apoyo o
empleo. Sin embargo, habría que analizar si en el imaginario social de México
persiste esta percepción, pues ello daría una idea de la importancia de la
permeación de que hablamos.
El narcotráfico se transformó en un fenómeno creativo en los procesos
culturales. Los conflictos y procedimientos con los que se desarrolló generaron
un amplio sistema de constructos culturales que aportaron un cúmulo de
significaciones simbólicas a la sociedad de la que forma parte, estemos de
acuerdo o no en las formas de estos constructos. La música del narcotráfico,
por ser el ejemplo más socializado, se produce como un epifenómeno de esta
circunstancia; así el arte, la literatura, la moda, las formas de consumo y los
signos religiosos, sin olvidar la industria cultural que las reproduce, las
recrea y las masifica, dejan su impronta en el imaginario colectivo como
símbolos de identidad socializados y de un valor imprescindible.
Estos símbolos significantes en función de los grupos criminales
dominantes permiten nuevos constructos
culturales, pues conducen a la creación de nuevas formas de identidad.
Es en las comunidades dominadas por el narcotráfico, en las que aparece
de manera sólida la manifestación cultural de la violencia en sus formas más
visibles, como el narcocorrido, cuya apología se expresa en la vida cotidiana
de los jóvenes, en quienes el gusto por la música está referido a contenidos
que “enaltecen” al grupo criminal dominante en la región a la que pertenecen.
Es el caso, por ejemplo, del Movimiento Alterado, creado y difundido
exclusivamente para apologetizar al Cártel de Sinaloa, enalteciendo sus
acciones y lanzando diatribas al adversario.
La identidad tradicional, entonces, ha sido modificada y sus patrones de
permanencia cambiados por otros de nueva creación como es el caso arriba
citado.[11] Cuando un constructo
cultural ha sido creado por la sociedad y arraigado como propio, se torna más
difícil eliminarlo o modificarlo a partir de una política de Estado. Cualquier
intento será como se ha dicho: fallido.
Por su parte, el Estado está obligado a atender las causas del
desarraigo, del desenclave cultural, ético, económico, social y psicológico de
los ciudadanos lastimados y escindidos. Pero la forma deberá ser integral,
atendiendo y atenuando la problemática en su múltiple sentido y no únicamente
desde una perspectiva militar y política. Porque ¿qué opción queda al sujeto
escindido y marginado sino la búsqueda de cualquier actividad que le restituya
el mínimo sustento a él y su familia? ¿Qué propuesta cultural, educativa y
económica se dan como alternativas antes de impulsar una estrategia política o
militar contra los involucrados, en el crimen organizado?.
Al no haber una respuesta clara a las
estas interrogantes, se determina “hacer la guerra” a un sujeto
escindido que ha sido tomado como un sujeto prescindible, cuya incorporación al
crimen organizado sucede justo cuando ya su esquema mental y cultural ha sido
“asentado” por las simbologías del narcotráfico y el crimen organizado, además
de una desatención social que los margina. Otras puertas se han cerrado y la
entrada a aquélla parece una solución. Su identidad tradicional ha sido tocada
y transfigurada. Entra entonces en una etapa de desarraigo; sus actividades han
de ser ocultas y sus relaciones personales más bien seleccionadas; además, su
vida y la de sus familiares estará en riesgo constante.
La transfiguración de la identidad plantea cuando menos la siguiente
cuestión: todo individuo que adopta las simbologías culturales del “narco”, o
de cualquier otro fenómeno social, no deja para siempre los anteriores;
arrastrará consigo las de la comunidad o la cultura en que se formó. La
transfiguración no implica una anulación de los constructos identitarios
previos, y tampoco implica que los de nueva adopción tengan un papel
determinante. De esta manera se puede afirmar que hay una permeación cultural,
asumida por los integrantes de una comunidad, que si bien los lleva a modificar
sus esquemas de identidad, los anteriores, tradicionales o primarios, no se
pierden.
Sin embargo, esto es precisamente lo que aquí nombramos como “tensión”
cultural. Toda cultura, en una situación de esta naturaleza, entra en tensión permanente, pues se mueve entre
la permanencia de su identidad tradicional y la incorporación de otra nueva, lo
cual opera como tensor de aquélla y la vulnera, dada la carga de agresividad y
violencia que conlleva. Así, la cultura se muestra dinámica entre los mecanismos de cohesión y los mecanismos de tensión que la permean.
Las identidades, como en toda cultura, son dinámicas. No funcionan con
parámetros o constructos estáticos, sino que éstos se van modificando en
función del desarrollo de la sociedad misma. Es cierto que mantiene una
“columna vertebral”, como lo señala también Rafael Moreno[12],
pero sus elementos identitarios sufren modificaciones que pueden ser mínimas
hasta muy radicales.
Se puede afirmar que, si bien toda cultura es dinámica, cuando entra en
un estado de tensión refuerza su dinamismo, se vuelve más creativa de lo
normal, se ve obligada a ello pues tiene que reforzar su mecanismo de cohesión. O tiene obligadamente que crear y adaptarse
a los nuevos, modificando sus constructos tradicionales. De lo contrario la
cultura, y la comunidad en la que se encuentra, tienden a desaparecer.
Para cita del artículo:
AYALA BARRON, J. (2015). RESEMANTIZACIÓN DEL CUERPO, VIOLENCIA CRIMINAL Y CULTURA DEL NARCOTRÁFICO (U. A. Sinaloa, Ed.) ARENAS 39(39), 33 -44.
¨ El doctor Ayala Barrón es catedrático e investigador de la Facultad de
Filosofía de la UAS en Culiacán y líder del Cuerpo Académico “Humanismo e
identidad cultural” de esa institución. Autor del libro Tres caras de la identidad. Criterios para una filosofía aplicada,
Ed. Plaza y Valdés-UAS, 2010.
[3]
Griselda Gutiérrez Castañeda, Violencia
sexista. De la violencia simbólica a la violencia radical, en Debate Feminista, Año 19, Vol. 37, abril
de 2008.
[4]
Pierre Bordieu, La dominación masculina.
Anagrama, España, 2000, pp. 74-75.
[5]
Robert Muchenbled, Una historia de la
violencia. Paidós Contextos, España, 2010, p. 33.
[6]
Lilian Paola Ovalle, “Ajuste de cuentas,
muerte y drogas en Baja California”, en Arenas.
Revista Sinaloense de Ciencias Sociales, número 10, UAS, México, p. 84.
[7]
Robert Muchenbled, Op. Cit. p. 31.
[11]
Sobre el proceso de permeación y transfiguración cultural de las comunidades tradicionales con
los constructos simbólicos del narcotráfico véase Tres caras de la Identidad. Criterios
para una filosofía aplicada, de Juan Carlos Ayala Barrón, publicado por
Plaza y Valdés - UAS, 2010.
[12]
Rafael Moreno, “Cómo reflexionar sobre la identidad mexicana”, en Seminario de Cultura Mexicana, FFyL/UNAM,
México, 1994.
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