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ALEGRÍA, HUMOR Y DOLOR: EL ANTIGUO CARNAVAL DE MAZATLÁN, 1900-1904

ALEGRÍA, HUMOR Y DOLOR: EL ANTIGUO CARNAVAL DE MAZATLÁN, 1900-1904 Rafael SANTOS CENOBIO * *  Catedrático e investigador de l...

viernes, 15 de mayo de 2015

LOS PODERES DEL NARCO Y LA CRISIS DE GOBERNABILIDAD

LOS PODERES DEL NARCO Y LA CRISIS DE GOBERNABILIDAD

Arturo SANTAMARÍA GÓMEZ¨
I
¿Qué es lo que padece la Nación a partir de 2013, crisis de gobernabilidad o algo mayor: una crisis de Estado? La primera, ya en sí grave, implicaría que el bloque político que encabeza el actual Gobierno Federal no es capaz de conducir los destinos del país en un marco de legalidad, paz social y crecimiento económico en el que, mediante el consenso, negocia con las fuerzas políticas opositoras, partidarias o de movimientos, un pacto social que permita el desenvolvimiento normal de las actividades torales de la Nación.

    La segunda querría decir que no tan sólo el Gobierno Federal sino que el conjunto de las estructuras políticas, jurídicas, administrativas y las fuerzas del orden que conforman el Estado, incluyendo los niveles estatal y municipal, no responden adecuadamente al conjunto de necesidades económicas, sociales y de representación política de los diferentes sectores que componen a la sociedad.

     Una crisis de Estado no implica el debilitamiento definitivo ni la extinción inmediata de una forma o tipo con el que se estructura aquel. Significa que el Pacto Nacional ya no es funcional y que sectores sociales y políticos ya no se ven incluidos ni representados, o sólo débilmente, por las instituciones públicas; por tanto, una crisis de Estado puede ser prolongada si es que las fuerzas que lo hegemonizan no son capaces de enmendarlo o que las expresiones políticas opositoras no sean capaces de transformarlo a corto o mediano plazo.

    El gobierno de Enrique Peña Nieto, apoyado, además del PRI, en lo sustancial por el PAN, y parcialmente por el PRD, así como por las clases sociales más favorecidas del país, con sus propuestas de reformas educativa, energética y fiscal, más la laboral que impulsó en la misma lógica Felipe Calderón, pretende dar cuatro pasos estratégicos para la consolidación del Estado neoliberal, pero se está enfrentando a serios escollos para lograrlo.

    Si Peña Nieto logra concretar las reformas podría sortear la crisis y afianzar el nuevo tipo de Estado que se ha venido conformando desde el sexenio de Salinas de Gortari. Pero debido a que el nuevo tipo de Estado quiere sepultar lo que queda del que surgió de la Constitución de 1917 y excluye de anteriores beneficios sociales y políticos a anchas capas de los sectores populares, tal y como ya se ha visto en México desde 1988, su inestabilidad política será larga.

    En lo inmediato, los tres Poderes de la Federación no han sabido cómo enfrentar las masivas e intensas movilizaciones de los maestros disidentes y de los afrentados estudiantes de Ayotzinapa. Es decir, el gobierno, por su precariedad política, no ha podido utilizar el recurso de la fuerza legal que le confieren las leyes. Su débil legitimidad, el descrédito de la clase política por sus altos niveles de corrupción, arrogancia, incapacidad e insensibilidad social, la extendida frustración social en un marco de creciente desempleo y bajos salarios, así como la muy alta probabilidad de que el uso de la fuerza desate una mayor y más radical movilización de los maestros y otros sectores sociales, prácticamente lo han atado de manos. No se olvide que la legitimidad se logra con una correlación de fuerzas políticas, sociales y culturales favorable, algo que está fabricando el Gobierno con apoyo de los medios y muchos intelectuales, pero que no es segura en la actual coyuntura.

     Los llamados de las televisoras, radiodifusoras y una mayoría de columnistas y analistas políticos, así como de organismos empresariales y otros sectores inconformes con las radicales movilizaciones de los maestros y estudiantes en Guerrero y Oaxaca para que las fuerzas del Estado pongan en orden a los movimientos rebeldes, no pueden ser respondidos en tal sentido, pues se intuye que la decisión desataría una crisis mayor.

    El Presidente, sus estrategas y aliados no calcularon la fuerza de esos movimientos ni la coyuntura en que se expresarían. Y sise adjunta la emergencia de las policías comunitarias, algunas ligadas a los maestros en Michoacán y Guerrero, y quizá a grupos guerrilleros, así como el creciente poder de los cárteles de la droga en gran parte del territorio nacional, el panorama no es nada favorable para respuestas punitivas del Estado porque la violencia de éste podría nutrir aún más a la CNTE, a las policías comunitarias y, paradójicamente, como ha sucedido en los últimos siete años, al crimen organizado.

    El PRI prometía regresar al poder con clarinetes, fanfarrias, champaña, caviar, mirra e incienso. Un Presidente con tipo de estrella televisiva, protegido por los más poderosos medios de comunicación y favorecido por los magnates de acá y acullá, alentado por las corporaciones empresariales más grandes del planeta, parecía gozar, al lado de su partido, de los suficientes atributos políticos y atraer los apoyos básicos para consolidar las reformas neoliberales de tercera generación; sin embargo, hasta el momento no ha sido así.
El México rebelde, frustrado, inconforme, el que juega por fuera del sistema de partidos, aun sin tener claro sus alternativas para sacar al país del hoyo profundo en el que está, sin embargo tiene contra la pared a la clase política, al Gobierno Federal y a sus deseos de que se consolide el Estado neoliberal.

 II
En México, el crimen organizado ha puesto al Estado de rodillas en Michoacán, Tamaulipas, Chihuahua y Guerrero; y en otras entidades, incluyendo Sinaloa, lo presiona, golpea o negocia según sean las circunstancias.

    A poco más de dos años de haberse iniciado el sexenio de Enrique Peña Nieto queda claro que el problema del crimen organizado rebasa a cualquier gobierno y a cualquier sello partidario; es decir, el crimen organizado desafía a las fuerzas del Estado, y no tan sólo a un Gobierno. El caso de Iguala es el más revelador, el paradigma de la sociedad o relación entre un gobierno local, fuerzas estatales y federales  de seguridad, y el crimen organizado.

   El crimen organizado enfrenta o negocia con el Gobierno Federal, al margen de quién lo presida. Desafía a cualquier gobierno estatal, sin importar quién lo encabece; y llega a apoderarse de ayuntamientos, sin importar cuál partido dirija. No es necesario que tal delincuencia esté extendida en todos los municipios del país para concluir que el Estado ha fallado, al no garantizar la seguridad de millones de ciudadanos. Baste saber que cientos de municipios y miles de kilómetros cuadrados están bajo el dominio de los narcos; esto muestra que el Estado no cumple cabalmente con una de sus funciones primordiales.

   Un Estado de derecho no puede ceder el control de territorio a la delincuencia. No puede ceder el monopolio legítimo del uso de la violencia al crimen organizado. Cuando eso sucede, es que está rebasado e, incluso, en vastas regiones, subordinado. Pero lo peor es cuando las fuerzas del orden del Estado, se confunden con las de la delincuencia. Cada vez sucede con mayor frecuencia que los ciudadanos no saben a quién tienen enfrente: a las fuerzas del Estado o a las de la delincuencia, porque no pocas veces son las mismas.

   Algo parecido sucede en los procesos electorales en varios estados de la República. En Michoacán, Veracruz, Quintana Roo, Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Baja California, Durango, Sonora y Sinaloa, por mencionar algunos, es harto común no saber qué candidato está exento de tener ligas de algún tipo con el narco. Los medios, las redes sociales y los foros electrónicos de los diarios locales con frecuencia dan a conocer información donde a algunos candidatos a cargos públicos se les señalan nexos con narcos.

  La influencia del narco en las elecciones y en diferentes niveles de gobierno habla tanto de su sofisticación como de poderío político. El crimen organizado entiende que no basta con dinero y armas para que el negocio funcione. Necesita de poder político para que los asuntos se deslicen mejor. La concepción de poder del narco es redonda: dinero, armas y política, la fórmula trinitaria de cualquier poder en cualquier época. Nada nuevo.

    De los tres partidos más importantes de México ni uno se salva de su relación perversa con grupos del crimen organizado. Y los partidos pequeños tampoco. Los primeros vínculos del crimen organizado con el sistema político fueron con los diferentes niveles de gobierno y luego con los partidos. Los narcos primero buscaron la protección de gobernantes y de los aparatos de fuerza en la etapa del partido casi único, es decir, cuando el PRI tenía una hegemonía casi absoluta. No necesitaban más que del partido-gobierno porque era el único que tenía poder, pero cuando empezó a haber competencia electoral y alternancia gubernamental los narcos buscaron la relación con todos.

    No les interesaba un solo color, aunque siempre han preferido a los tricolores porque fueron los originalmente pragmáticos. A los narcos exclusivamente les interesa el poder que posibilite la expansión de sus negocios y si es azul, amarillo, verde, rojo o tricolor nos le importa. Pronto aprendieron que las ideologías partidarias poco importaban ante los sobornos de millones de dólares. Se dieron cuenta que todos los partidos caían ante la tentación del dinero y se relacionaron con todos.
    
    Pero, al tiempo, percibieron que ellos también podían llegar de forma directa a los puestos políticos y que no requerían intermediarios. Así, empezaron a buscar diputaciones, senadurías, municipios, gubernaturas, cargos federales. Hay una lógica impecable y constatación empírica en esa trayectoria. Los partidos políticos y el crimen organizado acaso pensaron que su fraternal tejido no podía ser desmadejado por una ciudadanía fragmentada, escasamente movilizada y despolitizada. La arrogancia del poder les hizo actuar como si los mexicanos soportarían todo y que sus excesos no encontrarían límites.

  Cuando empezaron a extorsionar, a secuestrar y a incursionar en múltiples ramas del crimen, afectando a vastos sectores de la sociedad, como en Michoacán, y cuando reprimieron sin límite y sadismo, como en Guerrero, rompieron los diques del aguante mexicano y desataron esta crisis nacional. Pero, es probable, que si no hubiesen presionado ciertos organismos financieros y periodísticos de los países centrales del sistema mundial, Los Pinos hubiese administrado el conflicto buscando una salida diferente.

    Lo grave del asunto es que los dueños de los grandes capitales internacionales parece que ya no quieren negociar sus inversiones con un Estado delictivo. Es muy peligroso e inestable hacer negocios y llegar a  acuerdos con un Estado de ese tipo. Lo que sí quizá sea nuevo, es que en varios lugares del país, los narcos están por encima de la clase política. Dicho de otra manera: la clase política está al servicio de los narcos, o bien se alía. Esta sería una característica novedosa e inusual de la sociedad mexicana contemporánea, rara vez vista en el mundo, donde una expresión del crimen organizado, hegemoniza, al menos en algunas regiones de una nación, el poder político.

   Cada vez se define con mayor claridad una distinta y bizarra etapa de la historia mexicana: el crimen organizado como un actor central, parte del bloque histórico hegemónico, de la conducción política del Estado. Y es así, porque en pocos lugares del planeta el crimen organizado exhibe tal poderío como en México. Lo cual se explica porque su alcance ya es transnacional; ha llegado a los cinco continentes. El Cártel de Sinaloa, más en particular, ha penetrado por lo menos a 63 países en los cinco continentes. Es una verdadera corporación global con alianzas multinacionales. Y cualquier corporación global  busca representación en los sistemas políticos de los territorios donde actúa. En México y Centroamérica, por lo menos, lo ha logrado.

    Inevitablemente, todo poder económico y armado, y más si es global, busca poder político. Así que es lógico observar que el proceso del poder global del narco mexicano, y en específico del sinaloense, conduce al cultivo del poder político. Y así como ha estado presente en otros procesos electorales a lo largo de varios lustros, es inevitable su injerencia en otros a través del partido que sea.

III
El partido político que dominó en México durante 71 años, y  regresó por sus fueros, nació de la violencia revolucionaria y continuó desarrollándose en medio de la violencia política por varias décadas más. Después del intervalo panista, y a 86 años de su nacimiento, enfrenta también la violencia política de varios movimientos sociales y de la descomposición social; pero tolera o no sabe cómo combatir la brutal violencia del crimen organizado, la cual ha llegado a alturas inconcebibles, justamente, por haber sido protegido, y utilizado por el mismo sistema.

     Los gobiernos federales priístas no supieron cómo contener la violencia de las organizaciones criminales porque con frecuencia se coludieron con ellas; ahora, los narcos  se han trepado a las barbas de diversas instancias del Estado porque lo saben incapaz de enfrentarlos o que es fácil de corromper. Ni la alternancia en la presidencia, ni la participación plural en el Poder Legislativo, ni la mayor libertad informativa, tal y como se constató en los doce años de gobiernos presidenciales panistas, pudieron detener el crecimiento y la violencia que genera el narcotráfico porque el Estado en su etapa neoliberal se ha debilitado profundamente.

     Los narcos en Sinaloa, como en gran parte del país, han despojado al Estado del monopolio del uso legítimo de la violencia. Controlan territorios y ejercen justicia, según la entienden, como si fueran los representantes de lo estatal. Acaso los narcos han constituido un poder dentro del Estado con la complicidad y con el temor de los representantes de éste.

     Una y otra vez hay que decirlo: el problema del crimen organizado y la impunidad con la que actúa está relacionado con la forma en que funciona el Estado mexicano. A diferencia de la etapa de máximo poder del narco en Colombia, donde el crimen enfrentó al poder del Estado, en México lo han penetrado y se han aliado con importantes sectores de él. En nuestro país los narcos han actuado en política para fortalecer sus negocios aprovechando las debilidades estructurales de la cultura política dominante. Estas debilidades consisten, en lo fundamental, en la violación sistemática de la ley en todos los órdenes: el sistema es la corrupción.

    La enorme influencia de los narcos persistirá mientras exista un sistema político basado en un débil estado de derecho y en la desigualdad social.

IV
El influyente semanario inglés The Economist se preguntó en noviembre de 2014 si el responsable de la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa es el Estado o el crimen organizado. La duda sería válida si hubiese una clara frontera entre uno y otro, pero no la hay. Si bien a lo largo de muchas décadas el Estado mexicano ha sido un gran simulador, un consumado hipócrita, como diría el dramaturgo Rodolfo Usigli, porque siempre actúa con máscaras que ocultan la verdad y pocas veces ha respetado la legalidad a la que ha jurado respetar. En la actualidad su poder se mezcla, se confunde, se revuelca y mimetiza con el del crimen organizado; y borra la frontera que debe haber en todo Estado de derecho ante los que violan la ley.

      El Estado mexicano nunca ha sido un paradigma de justicia, democracia y apego a la ley pero en los tiempos actuales lo podemos calificar de fallido, ausente, rebasado, líquido, suplantado o anómico.

    En efecto, en amplias zonas, en varios estados y municipios, y en importantes instituciones federales, el crimen organizado convive con o ha sometido a ciertas instancias del aparato estatal. En la primera larga etapa del PRI en el poder, el crimen organizado fue solapado por el Estado. Políticos y criminales convivían entre sí, se repartían dividendos, pero el poder lo tenía la clase política. La transición inició con Salinas de Gortari, pero junto con el nuevo siglo, los narcos empezaron a establecer condiciones en cada vez más grandes territorios. Su poder económico creció y el político también. Se globalizó y con ello sus fuentes de financiamiento aumentaron exponencialmente. Se apropiaron de los principales mercados internacionales de la cocaína, la heroína, las metanfetaminas y la mariguana y, con esa plataforma, empezaron a comportarse como CEOS de una transnacional. Como toda gran empresa buscaron más influencia política para facilitar la expansión de sus negocios. La globalización mexicana ha fortalecido más a los negocios ilícitos que a ningún otro sector. Del capital mexicano, el que más ha crecido en la globalización al lado de Carlos Slim, Servitje y Roberto Martínez es el capital ilícito.

     Algunos estudiosos del narco han escrito que en ningún lugar el crimen organizado desea el poder político. Se equivocan, en México sí. Y no de ahora, sino desde hace varios años. Michoacán y  Guerrero, en 2014, lo dejaron más claro que nunca; allí estallaron graves conflictos que sacaron a flote esa realidad; en varios estados y en dependencias federales el crimen organizado es un poder real, combinado con el Estado y a veces por encima de él.

    Cierto: el gobierno de Peña Nieto encarcela a poderosos capos, Vicente Carrillo, el Chapo Guzmán, la Tuta, etc., pero no detiene el creciente poder del crimen organizado porque éste se ha constituido como un sistema consolidado. Por eso y porque éste penetró al Estado y al conjunto del sistema de partidos. A todos los ha obligado a aceptar a sus cuadros, con todos ha negociado, a todos los ha financiado.

     El desdibujamiento del Estado se ha facilitado, pues los neoliberales lo han desfondado de muchas de sus fortalezas políticas, sociales y financieras. Esto ha sido aprovechado por poderes fácticos que presionan, arrinconan o desplazan. Hasta cogobiernan o co-dirigen monopolios. Y en varios estados y municipios se comparte el poder. Michoacán es un ejemplo, y también Guerrero.

    Cuando se borra la frontera entre el Estado y el crimen organizado, se acrecienta la violencia y se entroniza la arbitrariedad y la barbarie. En estas condiciones el Estado encuentra mejores condiciones para reprimir porque responsabiliza al crimen de su violencia compartida, como sucede en Iguala. “Yo no fui, fue él”, dicen los políticos.

    En México, ya no hay un monopolio de la fuerza en el Estado, sino en parte un poder compartido. Eso no es legítimo, sino delictivo. Tan es así, que la OEA, la ONU, el Gobierno de Estados Unidos, empresas multinacionales y medios de comunicación internacionales, preocupados por la bizarría mexicana y la posibilidad de que las reformas peñanietistas se frustren por no brindar la atmósfera para que fluyan los grandes capitales a territorio nacional, ya le exigen que detengan la barbarie mexicana.


  Para cita del artículo: 
 SANTAMARÍA GÓMEZ, A.  (2015). LOS PODERES DEL NARCO Y LA CRISIS DE GOBERNABILIDAD  (U. A. Sinaloa, Ed.) ARENAS 39(39), 84-104.  




¨ Doctor en sociología por la UNAM. Ex profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la UAS, de la que fue Director. Miembro del SNI. Ha escrito varios libros, entre ellos, LA POLÍTICA ENTRE MÉXICO Y AZTLÁN. Relaciones chicano mexicanas del 68 a Chiapas 94 (1994); y MÉXICO Y LOS MASS MEDIA HISPANOS DE ESTADOS UNIDOS (1996), ambos coeditados por la UAS y California State University, Culiacán, Sin.

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