LOS PODERES DEL NARCO Y LA CRISIS DE GOBERNABILIDAD
I
¿Qué es lo que padece la Nación a partir de 2013, crisis de gobernabilidad
o algo mayor: una crisis de Estado? La primera, ya en sí grave, implicaría que
el bloque político que encabeza el actual Gobierno Federal no es capaz de
conducir los destinos del país en un marco de legalidad, paz social y
crecimiento económico en el que, mediante el consenso, negocia con las fuerzas
políticas opositoras, partidarias o de movimientos, un pacto social que permita
el desenvolvimiento normal de las actividades torales de la Nación.
La segunda querría
decir que no tan sólo el Gobierno Federal sino que el conjunto de las
estructuras políticas, jurídicas, administrativas y las fuerzas del orden que
conforman el Estado, incluyendo los niveles estatal y municipal, no responden
adecuadamente al conjunto de necesidades económicas, sociales y de representación
política de los diferentes sectores que componen a la sociedad.
Una crisis de Estado
no implica el debilitamiento definitivo ni la extinción inmediata de una forma
o tipo con el que se estructura aquel. Significa que el Pacto Nacional ya no es
funcional y que sectores sociales y políticos ya no se ven incluidos ni
representados, o sólo débilmente, por las instituciones públicas; por tanto,
una crisis de Estado puede ser prolongada si es que las fuerzas que lo
hegemonizan no son capaces de enmendarlo o que las expresiones políticas
opositoras no sean capaces de transformarlo a corto o mediano plazo.
El gobierno de
Enrique Peña Nieto, apoyado, además del PRI, en lo sustancial por el PAN, y
parcialmente por el PRD, así como por las clases sociales más favorecidas del
país, con sus propuestas de reformas educativa, energética y fiscal, más la
laboral que impulsó en la misma lógica Felipe Calderón, pretende dar cuatro
pasos estratégicos para la consolidación del Estado neoliberal, pero se está
enfrentando a serios escollos para lograrlo.
Si Peña Nieto logra
concretar las reformas podría sortear la crisis y afianzar el nuevo tipo de
Estado que se ha venido conformando desde el sexenio de Salinas de Gortari.
Pero debido a que el nuevo tipo de Estado quiere sepultar lo que queda del que
surgió de la Constitución de 1917 y excluye de anteriores beneficios sociales y
políticos a anchas capas de los sectores populares, tal y como ya se ha visto
en México desde 1988, su inestabilidad política será larga.
En lo inmediato, los
tres Poderes de la Federación no han sabido cómo enfrentar las masivas e
intensas movilizaciones de los maestros disidentes y de los afrentados
estudiantes de Ayotzinapa. Es decir, el gobierno, por su precariedad política,
no ha podido utilizar el recurso de la fuerza legal que le confieren las leyes.
Su débil legitimidad, el descrédito de la clase política por sus altos niveles
de corrupción, arrogancia, incapacidad e insensibilidad social, la extendida
frustración social en un marco de creciente desempleo y bajos salarios, así
como la muy alta probabilidad de que el uso de la fuerza desate una mayor y más
radical movilización de los maestros y otros sectores sociales, prácticamente
lo han atado de manos. No se olvide que la legitimidad se logra con una
correlación de fuerzas políticas, sociales y culturales favorable, algo que
está fabricando el Gobierno con apoyo de los medios y muchos intelectuales,
pero que no es segura en la actual coyuntura.
Los llamados de las
televisoras, radiodifusoras y una mayoría de columnistas y analistas políticos,
así como de organismos empresariales y otros sectores inconformes con las
radicales movilizaciones de los maestros y estudiantes en Guerrero y Oaxaca
para que las fuerzas del Estado pongan en orden a los movimientos rebeldes, no
pueden ser respondidos en tal sentido, pues se intuye que la decisión desataría
una crisis mayor.
El Presidente, sus
estrategas y aliados no calcularon la fuerza de esos movimientos ni la
coyuntura en que se expresarían. Y sise adjunta la emergencia de las policías
comunitarias, algunas ligadas a los maestros en Michoacán y Guerrero, y quizá a
grupos guerrilleros, así como el creciente poder de los cárteles de la droga en
gran parte del territorio nacional, el panorama no es nada favorable para
respuestas punitivas del Estado porque la violencia de éste podría nutrir aún
más a la CNTE, a las policías comunitarias y, paradójicamente, como ha sucedido
en los últimos siete años, al crimen organizado.
El PRI prometía
regresar al poder con clarinetes, fanfarrias, champaña, caviar, mirra e
incienso. Un Presidente con tipo de estrella televisiva, protegido por los más
poderosos medios de comunicación y favorecido por los magnates de acá y acullá,
alentado por las corporaciones empresariales más grandes del planeta, parecía
gozar, al lado de su partido, de los suficientes atributos políticos y atraer
los apoyos básicos para consolidar las reformas neoliberales de tercera
generación; sin embargo, hasta el momento no ha sido así.
El México rebelde,
frustrado, inconforme, el que juega por fuera del sistema de partidos, aun sin
tener claro sus alternativas para sacar al país del hoyo profundo en el que
está, sin embargo tiene contra la pared a la clase política, al Gobierno Federal
y a sus deseos de que se consolide el Estado neoliberal.
II
En México, el crimen
organizado ha puesto al Estado de rodillas en Michoacán, Tamaulipas, Chihuahua
y Guerrero; y en otras entidades, incluyendo Sinaloa, lo presiona, golpea o
negocia según sean las circunstancias.
A poco más de dos
años de haberse iniciado el sexenio de Enrique Peña Nieto queda claro que el
problema del crimen organizado rebasa a cualquier gobierno y a cualquier sello
partidario; es decir, el crimen organizado desafía a las fuerzas del Estado, y
no tan sólo a un Gobierno. El caso de Iguala es el más revelador, el paradigma
de la sociedad o relación entre un gobierno local, fuerzas estatales y
federales de seguridad, y el crimen organizado.
El crimen organizado
enfrenta o negocia con el Gobierno Federal, al margen de quién lo presida.
Desafía a cualquier gobierno estatal, sin importar quién lo encabece; y llega a
apoderarse de ayuntamientos, sin importar cuál partido dirija. No es necesario
que tal delincuencia esté extendida en todos los municipios del país para
concluir que el Estado ha fallado, al no garantizar la seguridad de millones de
ciudadanos. Baste saber que cientos de municipios y miles de kilómetros
cuadrados están bajo el dominio de los narcos; esto muestra que el Estado no
cumple cabalmente con una de sus funciones primordiales.
Un Estado de derecho
no puede ceder el control de territorio a la delincuencia. No puede ceder el
monopolio legítimo del uso de la violencia al crimen organizado. Cuando eso
sucede, es que está rebasado e, incluso, en vastas regiones, subordinado. Pero
lo peor es cuando las fuerzas del orden del Estado, se confunden con las de la
delincuencia. Cada vez sucede con mayor frecuencia que los ciudadanos no saben
a quién tienen enfrente: a las fuerzas del Estado o a las de la delincuencia,
porque no pocas veces son las mismas.
Algo parecido sucede
en los procesos electorales en varios estados de la República. En Michoacán,
Veracruz, Quintana Roo, Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Baja
California, Durango, Sonora y Sinaloa, por mencionar algunos, es harto común no
saber qué candidato está exento de tener ligas de algún tipo con el narco. Los
medios, las redes sociales y los foros electrónicos de los diarios locales con
frecuencia dan a conocer información donde a algunos candidatos a cargos
públicos se les señalan nexos con narcos.
La influencia del
narco en las elecciones y en diferentes niveles de gobierno habla tanto de su
sofisticación como de poderío político. El crimen organizado entiende que no
basta con dinero y armas para que el negocio funcione. Necesita de poder
político para que los asuntos se deslicen mejor. La concepción de poder del
narco es redonda: dinero, armas y política, la fórmula trinitaria de cualquier
poder en cualquier época. Nada nuevo.
De los tres partidos
más importantes de México ni uno se salva de su relación perversa con grupos
del crimen organizado. Y los partidos pequeños tampoco. Los primeros vínculos
del crimen organizado con el sistema político fueron con los diferentes niveles
de gobierno y luego con los partidos. Los narcos primero buscaron la protección
de gobernantes y de los aparatos de fuerza en la etapa del partido casi único,
es decir, cuando el PRI tenía una hegemonía casi absoluta. No necesitaban más
que del partido-gobierno porque era el único que tenía poder, pero cuando
empezó a haber competencia electoral y alternancia gubernamental los narcos
buscaron la relación con todos.
No les interesaba un
solo color, aunque siempre han preferido a los tricolores porque fueron los
originalmente pragmáticos. A los narcos exclusivamente les interesa el poder
que posibilite la expansión de sus negocios y si es azul, amarillo, verde, rojo
o tricolor nos le importa. Pronto aprendieron que las ideologías partidarias
poco importaban ante los sobornos de millones de dólares. Se dieron cuenta que
todos los partidos caían ante la tentación del dinero y se relacionaron con
todos.
Pero, al tiempo,
percibieron que ellos también podían llegar de forma directa a los puestos
políticos y que no requerían intermediarios. Así, empezaron a buscar
diputaciones, senadurías, municipios, gubernaturas, cargos federales. Hay una
lógica impecable y constatación empírica en esa trayectoria. Los partidos
políticos y el crimen organizado acaso pensaron que su fraternal tejido no
podía ser desmadejado por una ciudadanía fragmentada, escasamente movilizada y
despolitizada. La arrogancia del poder les hizo actuar como si los mexicanos
soportarían todo y que sus excesos no encontrarían límites.
Cuando empezaron a
extorsionar, a secuestrar y a incursionar en múltiples ramas del crimen,
afectando a vastos sectores de la sociedad, como en Michoacán, y cuando
reprimieron sin límite y sadismo, como en Guerrero, rompieron los diques del
aguante mexicano y desataron esta crisis nacional. Pero, es probable, que si no
hubiesen presionado ciertos organismos financieros y periodísticos de los
países centrales del sistema mundial, Los Pinos hubiese administrado el
conflicto buscando una salida diferente.
Lo grave del asunto
es que los dueños de los grandes capitales internacionales parece que ya no
quieren negociar sus inversiones con un Estado delictivo. Es muy peligroso e
inestable hacer negocios y llegar a acuerdos con un Estado de ese tipo. Lo que sí
quizá sea nuevo, es que en varios lugares del país, los narcos están por encima
de la clase política. Dicho de otra manera: la clase política está al servicio
de los narcos, o bien se alía. Esta sería una característica novedosa e inusual
de la sociedad mexicana contemporánea, rara vez vista en el mundo, donde una
expresión del crimen organizado, hegemoniza, al menos en algunas regiones de
una nación, el poder político.
Cada vez se define
con mayor claridad una distinta y bizarra etapa de la historia mexicana: el
crimen organizado como un actor central, parte del bloque histórico hegemónico,
de la conducción política del Estado. Y es así, porque en pocos lugares del
planeta el crimen organizado exhibe tal poderío como en México. Lo cual se
explica porque su alcance ya es transnacional; ha llegado a los cinco
continentes. El Cártel de Sinaloa, más en particular, ha penetrado por lo menos
a 63 países en los cinco continentes. Es una verdadera corporación global con
alianzas multinacionales. Y cualquier corporación global busca representación en los sistemas
políticos de los territorios donde actúa. En México y Centroamérica, por lo
menos, lo ha logrado.
Inevitablemente, todo
poder económico y armado, y más si es global, busca poder político. Así que es
lógico observar que el proceso del poder global del narco mexicano, y en
específico del sinaloense, conduce al cultivo del poder político. Y así como ha
estado presente en otros procesos electorales a lo largo de varios lustros, es
inevitable su injerencia en otros a través del partido que sea.
III
El partido político
que dominó en México durante 71 años, y
regresó por sus fueros, nació de la violencia revolucionaria y continuó
desarrollándose en medio de la violencia política por varias décadas más.
Después del intervalo panista, y a 86 años de su nacimiento, enfrenta también
la violencia política de varios movimientos sociales y de la descomposición
social; pero tolera o no sabe cómo combatir la brutal violencia del crimen
organizado, la cual ha llegado a alturas inconcebibles, justamente, por haber
sido protegido, y utilizado por el mismo sistema.
Los gobiernos
federales priístas no supieron cómo contener la violencia de las organizaciones
criminales porque con frecuencia se coludieron con ellas; ahora, los
narcos se han trepado a las barbas de
diversas instancias del Estado porque lo saben incapaz de enfrentarlos o que es
fácil de corromper. Ni la alternancia en la presidencia, ni la participación
plural en el Poder Legislativo, ni la mayor libertad informativa, tal y como se
constató en los doce años de gobiernos presidenciales panistas, pudieron
detener el crecimiento y la violencia que genera el narcotráfico porque el
Estado en su etapa neoliberal se ha debilitado profundamente.
Los narcos en
Sinaloa, como en gran parte del país, han despojado al Estado del monopolio del
uso legítimo de la violencia. Controlan territorios y ejercen justicia, según
la entienden, como si fueran los representantes de lo estatal. Acaso los narcos
han constituido un poder dentro del Estado con la complicidad y con el temor de
los representantes de éste.
Una y otra vez hay
que decirlo: el problema del crimen organizado y la impunidad con la que actúa
está relacionado con la forma en que funciona el Estado mexicano. A diferencia
de la etapa de máximo poder del narco en Colombia, donde el crimen enfrentó al
poder del Estado, en México lo han penetrado y se han aliado con importantes
sectores de él. En nuestro país los narcos han actuado en política para
fortalecer sus negocios aprovechando las debilidades estructurales de la
cultura política dominante. Estas debilidades consisten, en lo fundamental, en
la violación sistemática de la ley en todos los órdenes: el sistema es la
corrupción.
La enorme influencia
de los narcos persistirá mientras exista un sistema político basado en un débil
estado de derecho y en la desigualdad social.
IV
El influyente
semanario inglés The Economist se
preguntó en noviembre de 2014 si el responsable de la desaparición de los 43
estudiantes de la Normal de Ayotzinapa es el Estado o el crimen organizado. La
duda sería válida si hubiese una clara frontera entre uno y otro, pero no la
hay. Si bien a lo largo de muchas décadas el Estado mexicano ha sido un gran
simulador, un consumado hipócrita, como diría el dramaturgo Rodolfo Usigli,
porque siempre actúa con máscaras que ocultan la verdad y pocas veces ha
respetado la legalidad a la que ha jurado respetar. En la actualidad su poder
se mezcla, se confunde, se revuelca y mimetiza con el del crimen organizado; y
borra la frontera que debe haber en todo Estado de derecho ante los que violan
la ley.
El Estado mexicano
nunca ha sido un paradigma de justicia, democracia y apego a la ley pero en los
tiempos actuales lo podemos calificar de fallido, ausente, rebasado, líquido,
suplantado o anómico.
En efecto, en amplias
zonas, en varios estados y municipios, y en importantes instituciones
federales, el crimen organizado convive con o ha sometido a ciertas instancias
del aparato estatal. En la primera larga etapa del PRI en el poder, el crimen
organizado fue solapado por el Estado. Políticos y criminales convivían entre
sí, se repartían dividendos, pero el poder lo tenía la clase política. La
transición inició con Salinas de Gortari, pero junto con el nuevo siglo, los
narcos empezaron a establecer condiciones en cada vez más grandes territorios.
Su poder económico creció y el político también. Se globalizó y con ello sus
fuentes de financiamiento aumentaron exponencialmente. Se apropiaron de los
principales mercados internacionales de la cocaína, la heroína, las
metanfetaminas y la mariguana y, con esa plataforma, empezaron a comportarse
como CEOS de una transnacional. Como toda gran empresa buscaron más influencia
política para facilitar la expansión de sus negocios. La globalización mexicana
ha fortalecido más a los negocios ilícitos que a ningún otro sector. Del
capital mexicano, el que más ha crecido en la globalización al lado de Carlos
Slim, Servitje y Roberto Martínez es el capital ilícito.
Algunos estudiosos
del narco han escrito que en ningún lugar el crimen organizado desea el poder
político. Se equivocan, en México sí. Y no de ahora, sino desde hace varios
años. Michoacán y Guerrero, en 2014, lo
dejaron más claro que nunca; allí estallaron graves conflictos que sacaron a
flote esa realidad; en varios estados y en dependencias federales el crimen
organizado es un poder real, combinado con el Estado y a veces por encima de
él.
Cierto: el gobierno
de Peña Nieto encarcela a poderosos capos, Vicente Carrillo, el Chapo Guzmán,
la Tuta, etc., pero no detiene el creciente poder del crimen organizado porque
éste se ha constituido como un sistema consolidado. Por eso y porque éste
penetró al Estado y al conjunto del sistema de partidos. A todos los ha
obligado a aceptar a sus cuadros, con todos ha negociado, a todos los ha
financiado.
El desdibujamiento
del Estado se ha facilitado, pues los neoliberales lo han desfondado de muchas
de sus fortalezas políticas, sociales y financieras. Esto ha sido aprovechado
por poderes fácticos que presionan, arrinconan o desplazan. Hasta cogobiernan o
co-dirigen monopolios. Y en varios estados y municipios se comparte el poder.
Michoacán es un ejemplo, y también Guerrero.
Cuando se borra la
frontera entre el Estado y el crimen organizado, se acrecienta la violencia y
se entroniza la arbitrariedad y la barbarie. En estas condiciones el Estado
encuentra mejores condiciones para reprimir porque responsabiliza al crimen de
su violencia compartida, como sucede en Iguala. “Yo no fui, fue él”, dicen los
políticos.
En México, ya no hay
un monopolio de la fuerza en el Estado, sino en parte un poder compartido. Eso
no es legítimo, sino delictivo. Tan es así, que la OEA, la ONU, el Gobierno de
Estados Unidos, empresas multinacionales y medios de comunicación
internacionales, preocupados por la bizarría mexicana y la posibilidad de que
las reformas peñanietistas se frustren por no brindar la atmósfera para que
fluyan los grandes capitales a territorio nacional, ya le exigen que detengan
la barbarie mexicana.
Para cita del artículo:
SANTAMARÍA GÓMEZ, A. (2015). LOS PODERES DEL NARCO Y LA CRISIS DE GOBERNABILIDAD (U. A. Sinaloa, Ed.) ARENAS 39(39), 84-104.
¨ Doctor en sociología por la UNAM. Ex profesor e investigador de la
Facultad de Ciencias Sociales de la UAS, de la que fue Director. Miembro del
SNI. Ha escrito varios libros, entre ellos,
LA POLÍTICA ENTRE MÉXICO Y AZTLÁN. Relaciones chicano mexicanas del 68 a
Chiapas 94 (1994); y MÉXICO Y LOS MASS MEDIA HISPANOS DE ESTADOS UNIDOS
(1996), ambos coeditados por la UAS y California State University, Culiacán,
Sin.
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