IDEOLOGÍA Y VIOLENCIA
Y LA POLITICA DEL “GARROTE”
La
política general de combate a las drogas ilícitas por parte del Estado
mexicano, en correspondencia a las estrategias antidrogas de Estados Unidos, a
fuerza de su reiteración y al paso del tiempo y de los sexenios, ha conducido a
aceptar y a reconstruir imágenes sobre la problemática que, en el fondo,
tienden a la justificación y la legitimación ideológica de la violencia. Ésta,
por simple lógica, genera más violencia, de unos y de otros y entre unos y
entre otros, mientras los negocios y los grupos de las drogas crecen, se
diversifican, se amplían, se especializan y se sofistican en recursos y
capacidades.
Esa ha sido la trama histórica de una guerra mistificada, en la que están
involucrados múltiples intereses y factores, entre reales, supuestos e
inverosímiles. La supuesta guerra contra el crimen organizado y las drogas
prohibidas, ha sido, sin embargo, a veces propagandística, a veces abierta, a
veces escandalosa, a veces disfrazada, pero que en realidad proporciona
múltiples rendimientos a sus promotores, que son los grupos económico-políticos
hegemónicos tanto de México como de Estados Unidos. Y en este camino atribulado
de sangre, sudor y lágrimas, Sinaloa ha sido bastión crucial que ha resentido
especialmente los impactos de la geopolítica mexicana y estadounidense, pero
que ya ha calado hondo en el territorio nacional. Sobre esta premisa, en
particular damos aquí una mirada crítica sobre la percepción del fenómeno, en
relación con los trasfondos ideológicos de los usos, los consumos y la
condición transgresiva y de ilegalidad de los enervantes, establecida esta
condición jurídica de proscripción desde los inicios del Siglo XX.
Palabras clave: desviación social, ideología, cultura, narcotráfico.
La inmensa mayoría de los
habitantes del mundo occidental parecen resentir hoy la domesticación y
enajenación por las estructuras, andamiajes y fines del sistema y a través por
supuesto de la industria de la cultura en general, la diversión, el
entretenimiento y de los massmedia.
Entre contenidos subyacentes y explícitos que dicen velar por los “valores
supremos” (ideología y creencias) del orden, el progreso, el decoro y la moral
de la civilización, ahora globalizada, dan la impresión de que éstos son
muestras y síntomas de que la población mundial ha asimilado tales elementos de
la cultura, en frecuencias sistemáticas que obviamente nunca cesan, pero que no
revelan de forma nítida los motivos e intereses económicos sustanciales que
están en los fondos de las fachadas y las apariencias ideológicas del discurso
neoliberal, consumista y mercantil, que es el hegemónico de la sociedad
capitalista multinacional.
Etiquetados y estigmatizados en listas negras unilaterales, y bajo las
advertencias perennes de represalias económicas, comerciales, financieras y
militares del poder norteamericano, que se considera todavía capataz del mundo,
los gobiernos de las naciones productoras de drogas ilegales, vistos además
como potenciales gérmenes de narcoterroristas, y de paso más de 200 millones de
consumidores habituales de enervantes ilegales, no han tenido más remedio que
acostumbrarse a mirar o reconocer al nuevo enemigo de la humanidad, sustituto
del comunismo que era ya de por sí perverso: el narcotráfico.
Aunque esto no oculta al hecho, pese a los velos ideológicos y a los
desvíos de atención pública, de que tanto las derramas económicas como los
impactos y efectos sociales del tráfico internacional de las drogas terminan
por concentrarse y evidenciarse, en términos gruesos, en los escenarios
norteamericanos. En una sociedad de sofisticada tecnologización industrial y
“chatarra” al mismo tiempo, que tiene una sólida y extendida capacidad de
aprovechamiento, reproducción y consumo de prácticamente todos los narcóticos,
sobre todo de las metanfetaminas con su variedad y potencialidad química, y que
en su uso y abuso terminan por hojalatear y formatear a seres humanos
robotizados o “lelos”, medicamentos criminales y hasta legales y con recetas que
de manera literal obstruyen las facultades de sentir y pensar en la vigilia y de
soñar en estados de subconsciencia como el halción
y similares.
Sólo en el estupefaciente más suave, en tierras estadounidenses hay mucho
más de 20 millones de “mariguanos” como consumidores consuetudinarios,
habituales y adictos. Respecto de los montos de dólares ligados al
narcotráfico, cálculos siempre inasibles por la telaraña de intereses
involucrados, en cuanto a la plusvalía que actúa como resina en el reciclamiento
de inversiones y capitales, nos remiten a cantidades descomunales que vaan
desde los cien mil (sólo en relación con la cocaína) a los 300 mil (con
inciertos datos de la DEA) y hasta los 400 mil millones de dólares por año en
el tráfico mundial, según informes del Departamento de Estado. Pero sea la
aproximación y hasta los inventos de los datos como fueren, dadas las
dificultades de medición de una industria que no cotiza directamente en la
bolsa ni tiene registros oficiales hacendarios, sin duda que la prohibición es
buen negocio.
Empero, lo que nos interesa destacar no son precisamente los dólares, sino
lo que tiene que ver con el narco, sus ramificaciones y dones de ubicuidad con
la sociedad y la cultura. Más cerca de los ámbitos sociales, primarios y comunes
del mundo de la vida, el narcotráfico es una suma de representaciones sociales,
una condensación de representaciones colectivas nutrida hasta el tuétano, o
hasta las dimensiones abigarradas de su núcleo, de realidades, hábitat,
cotidianeidades y percepciones cercanas de poblaciones enteras que viven y
padecen directamente los problemas, y que han sido construidas en la
confabulación y urdimbre de aspectos como la recurrencia histórica de los
hechos, eventos, incidentes y aconteceres; la fenomenología escatológica del
sensacionalismo y la mitología; el escándalo mediático-moralista en torno a la
estigmatización de los traficantes y el crimen organizado; así como el aderezo
de la mezcla de medias verdades y medias mentiras que los sistemas y los gobiernos
del mundo libre nos han vendido a fuerza, entre demanda y oferta y vía los
medios de masas, a lo largo de un siglo de combatir supuestamente al flagelo
que tiene postrado, condenado y en penitencia al hombre: el pecado infernal de
las drogas. Administrados que hemos sido casi todos, seguimos pensándonos y
percibiéndonos así: bajo el signo y el opio de las creencias y la
enajenación.
Sin embargo, casi todos sabemos que hasta antes del Siglo XX, las drogas
ahora prohibidas de los consumos normales de la sociedad, formaron parte de un
legado antiquísimo de mucho más de dos mil millones de años, y que se hicieron
parte y norma de costumbres, de prácticas de vida, del aprovechamiento de sus
propiedades, y también de sus potencialidades adictivas, y de los hábitos, la
fiesta, la diversión, la recreación y los rituales y que en algunas vastas
regiones forman parte de las costumbres, del folclor y por tanto de la propia
cotidianeidad y la cultura. Durante ese largo período el hombre aprendió a
vivir, a convivir con ellas, a hundirse en ellas, a confrontarlas como aspectos
de su libre albedrío individual, a mirarlas o a soslayarlas. Y así, hemos
sabido de reyes y líderes sabios de multívocos estilos y de emperadores sin
brújula exudantes de cannabis; pero
igual de príncipes idiotas y gobernantes lelos atizándole como pránganas
benditos; de papas promiscuos y sacerdotes pederastas quemándole las patas al
chamuco; de jefes tribales incestuosos y en deliriumtremens atascándose de yerbas y ungüentos; de estamentos aristocráticos
y puñeteros aspirando y soplando polvos de variada estirpe, que se daban sus
buenas amodorradas alucinógenas, y el mundo seguía su curso, entre los
renglones torcidos de Dios, y acaso muy pocos se encrestaban como gallos
aturdidos por las campanas del Poder por empezar cruzadas, invasiones,
satanizaciones, exorcismos y represalias en nombre del Altísimo o la
Constitución, ni se daban golpes de pecho ni emitían edictos lacrimógenos por
la salvación y la pulcritud del alma de la patria, mientras hoy, bajo las
luminarias de la civilización y del progreso y bajo la batuta política e
ideológica de los criminales con corbata que dirigen al planeta, centenares de
millones de hombres, mujeres, niños y ancianos esqueléticos se mueren de
inanición y hambre en el subdesarrollo del hiperrealismo miserable de Africa,
Asia y América Latina.
No todo ha sido ludicidad o intoxicación en el ámbito de las élites. En su
caso los sectores populares --la perrada nuestra de casi todos tan querida y
que nunca falta en los andamios y paréntesis de la historia--, ante la clásica
carencia de recursos pues ha utilizado a los enervantes de brujería más
inverosímiles como artilugio medicinal para curarse o alivianarse hasta de las
dolencias de la marginación más prosaicas, e igual han sido cáñamo, humo,
fibra, polvos, aceites y pastas naturistas de la dieta para engañar a la
pobreza, al hambre, a las lombrices y al cerebro. Pero igual las han usado como
antesalas de la inspiración artística y como ornamentos estéticos o sagrados. Y
han sido protagonistas esenciales en los ritos de sus desorbitadas plegarias a
las musas, a los dioses y a los pretextos que cada quien se inventa como
mecanismos caprichosos de sus propias libertades. O bien las han consumido para
andar simplemente hasta atrás, escondidos de sí mismos, alienígenas,
encantados, hilarantes y olvidados de los dramas y las cosas insufribles de la
vida y francamente como “apaches mariguanos”.
En la llamada “guerra contra las drogas”, establecida como principio en la
agenda norteamericana por Reagan, y que han adoptado y aplicado acríticamente
los gobiernos lacayos de América Latina. Y acatan las disposiciones yanquis a
cambio de la certificación, las cuentas de vidrio y los consabidos y aceitosos
platos de lentejas que se traducen en dólares y armamento para fortificar a los
“señores de la guerra” policiacos y militaristas de las nomenclaturas políticas
de las naciones productoras, lo que destaca es el ruido de la metralla
ideológica, las cursis campañas estilo Damas de las Veladoras Perpetuas o del
Perpetuo Socorro, que más bien son caricaturas y patrañas, los televisivos
tiros al aire y los supuestos de un combate contra los llamados cárteles,
mafias, clanes, jefes de jefes y barones de las drogas ilícitas.
Sin duda que la muerte de miles de hombres ligados a la industria, en sus
eslabones medianos y débiles ha sido real y sangrienta, que ha generado miedo e
inseguridad y que ha enlutado y agraviado a millones de individuos, familias y
grupos de distintos sectores, pero en el fondo ha sido más precisamente una
sórdida batalla contra las sombras, las huellas y los fantasmas del mundo real,
contra las supercherías y los mitos prohijados por el propio sistema, aunque
desde las sombras los fantasmas sigan aquí causando estragos. Sin embargo, el
sistema se envalentona y se consolida al mismo tiempo, cuando ciertos
protagonistas cruzan territorios geográficos y jurídicos y se pasan de la raya,
y no queda de otra más que exhibir o mostrar a ciertos peces gordos capturados
con las manos en la en la masa, la mota, la heroína o la coca. Un dato: en los
llamados delitos contra la salud, del total de reos que cursan sus posgrados de
delincuencia en las cárceles mexicanas, alrededor de un 40 por ciento están ahí
por posesión o consumo de drogas; y sólo un minúsculo 1 por ciento de ellos han
sido catalogados o etiquetados como traficantes.
El ostentoso despliegue militar del anterior sexenio presidencial desde el
2008, sin haber logrado su cometido de erradicar el cultivo y el tráfico de
drogas, dejó una extendida huella de rencores a lo largo y ancho del territorio
nacional. Con otras modalidades, pero la soberbia y la prepotencia
gubernamentales prosiguen en la lógica de la violencia. Mientras, prosiguen en
la búsqueda y caza de fantasmas, pero parece que son visualizados (los
fantasmas vestidos de narcotraficantes) como si fuesen simples malosos
indolentes y acaso despistados que andan de playeros, turisteando, exhibiéndose
al aire libre y hasta repartiendo autógrafos en restaurantes y antros, pero
sobre todo en México las cosas se hacen para que el mundo vea y sepa quién
manda (aunque esto sea muy dudoso). Pero estas acciones del garrote reiteran en
realidad el apego a la directriz en materia política de combate a las drogas:
hacer como que se combate con ráfagas y rachas de militarismo, que ponen a
temblar a los ciudadanos que no tienen vela en los entierros, haciendo gala de
la elocuencia institucional de la fuerza y la violencia del Poder. Se exhibe,
se muestra y se demuestra, por lo menos en las pantallas mediáticas y
periodísticas de la comunicación de masas, que las cosas van en serio y sin
pachangas, caiga quien caiga, narco tras narco y capo tras capo y con todo el
rigor de la ley, de una retorcida ley.
Los retenes castrenses en las ciudades, pueblos, carreteras y caminos
rurales; las avanzadas hacia los ranchos y zonas emblemáticas de las montañas;
el peinado militar de algunos míticos parajes y hondonadas de la sierra; los
sobrevuelos desde helicópteros artillados para amedrentar en los campos de
cultivo legales e ilegales; los cateos de bodegas y una que otra residencia
urbana, pero las más de las veces viviendas, casuchas y arrabales en
despoblado; los decomisos hormiga y las incineraciones para solaz, divertimento
fotográfico y recreación “chayoteada” de los periodistas en vivo y en directo
desde el lugar de los hechos, como el exhibicionismo de Televisa y la operación
“inteligencia” de las fuerzas armadas en el malecón mazatleco mientras se
presumía al mundo de la captura del “Chapo” Guzmán; y la detención espectacular
y a todo color de “La Tuta”, pero sin olvidar, sobre todo, las detenciones de
ladronzuelos y surtidores de carrujos sueltos, grapas y gramos; los
enfrentamientos contra guardias, pistoleros y sicarios desmañanados; los
ametrallamientos y asesinatos a mansalva de inocentes pero acusados in
flagrancia de sospechosismo o de ser sujetos oriundos de las montañosas cañadas
de Choix, Badiraguato, Culiacán, Elota o San Ignacio; los desfiles de camiones,
jeeps y pertrechos militares ostentando y presumiendo su marcial estampa; la
prepotencia inconstitucional investida de verde olivo, vociferando, más si
osare, su vocación y su estulticia disciplinada y su fiera creencia de que al
matar o detener a un hombre vestido de narco sinaloense y pueblerino están
salvando a la patria.
Se trata de imágenes que han revivido los viejos escenarios de la Operación
Cóndor de hace poco más de una treintena de años, la infamia militar del
gobierno mexicano que, con el mismo pretexto de la lucha para acabar de raíz
con el narcotráfico, arrasó pero con las raíces de cientos de poblados y
rancherías con todo y habitantes, en Sinaloa, Chihuahua y Durango, y que aún se
recuerda con rencor y encono social. En la sierra, centenares de “pueblos fantasmas”
(se calcula que durante la Operación Cóndor iniciada en 1975, desaparecieron
unos dos mil pequeños poblados, según algunas fuentes, como anota Sam Quinones
en el libro Historias verdaderas del
otro México, Ed. Planeta, 2002), los que ya se están borrando hasta de los
archivos y de los mismos mapas, mas no de la memoria.
De ese período aún quedan muchos episodios para ser contados, pero sobre
todo es necesario recordar que el uso de la fuerza y la violencia institucional
sólo genera y multiplica otro tipo de violencias, sociales, culturales y
simbólicas, las cuales se han manifestado no sólo en las regiones ultrajadas,
como en una especie de esplendor enervante de “las flores del mal” o “las
flores ilegales de la ira”, sino que se han expandido con sus poderes
subterráneos y corrosivos hacia otros ámbitos geográficos. Por supuesto, la
industria de los estupefacientes no fue erradicada. Al contrario: se hizo más
fuerte, ensanchó sus alcances nacionales e internacionales con la avalancha
posterior de la cocaína proveniente de Sudamérica por cielo, mar y tierra, amén
de la fabricación masiva de las metanfetaminas, y se expandió, se modernizó, se
sofisticó, se adecuó a las exigencias del mercado y de los intereses
internacionales, además de fortalecer a corporaciones económicas, despachos
jurídicos, inversionistas, funcionarios y traficantes, que en el trayecto
muchos de ellos han sido, de tan vistos y conocidos, prácticamente
indistinguibles.
Sólo desde Colombia invadirían al mercado del norte del Continente unas 300
toneladas de cocaína: 300 mil kilogramos cada año; y el kilogramo del alcaloide
puro en las calles de las principales ciudades estadounidenses llega a alcanzar
hasta 150 mil dólares. Sin embargo, en la guerra de las cifras de los
organismos multilaterales, se llega a considerar una fabricación potencial de
hasta más de 900 toneladas de cocaína: 640 de Colombia, 180 de Perú y 90 de
Bolivia. En el periplo, las incautaciones se calculan en un 20 por ciento
proporcional, como una suerte de cuasiimpuesto previsto; y son decomisos que,
se arguye, son planeados también desde el inicio de los embarques para desviar
la atención, con el propósito de que la paquetería gruesa y valiosa pase libre
y sin mayores dificultades las aduanas reales y virtuales.
A pesar de la propaganda o la doctrina mexicoestadounidense, con el uso de
la tecnología de punta en la producción intensiva, es muy probable que hoy,
tanto California como México y Canadá, por ejemplo y en ese orden, sean los
principales productores de marihuana de alta tecnología e ingeniería genética.
Un informe del 2005 del Departamento de Estado ya refería que Estados Unidos
producía y consumía unas 10 mil toneladas de ese tipo de marihuana, más unas 5
mil importadas de México y Canadá. Una
de las ventajas es el aprovechamiento integral y óptimo tanto de las hojas, las
flores, los tallos, las raíces y las semillas de la cannabis del primer mundo, conocida como “hidropónica”. Hay
especial atención por el crecimiento fasttrack,
con uso de medidores de tiempo, riego puntual y preciso gota a gota, técnicas
de ventilación para reproducir ambientes naturales, luces móviles adecuadas,
nutrientes especiales rociados directamente y con sapiencia sobre las raíces,
con lo que se garantiza mayor calidad, cuerpo, vigor, sabor, olor y sabrosura,
tamaño y rendimiento. Al final, dice el Departamento de Estado, se tiene una
motita “poderosa, peligrosa y adictiva”. Claro, se cultiva en interiores
(aunque también en parques y bosques nacionales had hoc), casi exenta la “narcoagricultura científica” de los
riesgos de la producción a cielo abierto. El cultivo de la llamada “mariguana
medicinal” sólo en el estado de California, deja ganancias aproximadas, por
ejemplo, de 14,000 millones de dólares anuales, y de que aparte, los productos
de la canabbis sean legales en 15
estados de la Unión Americana. Y esto sin menoscabo de que la mágica planta se
siembre y se cultive en más de 530 mil hectáreas de tierras propicias y
naturales del planeta, entre ellas las de Marruecos, Afganistán y Pakistán (que
surten el 70 por ciento del hachís que se consume en Europa), así como Nepal,
Nigeria, Birmania, Turquía, Tailandia y Australia.
¿Tiene memoria histórica el gobierno mexicano? Los únicos resultados que
las instituciones militares y policíacas han aportado con claridad en esta
larga confrontación contra la producción y el tráfico de los estupefacientes,
pueden identificarse, primero, en que las inversiones y los gastos han sido
descomunales, los que han dejado de invertirse en salud, educación y cultura;
en segundo, los muertos, los heridos y los daños esenciales y colaterales han
sido mayores que los de una guerra convencional; y en tercer lugar, en ningún
sexenio presidencial el poder político mexicano ha podido ganarle una sola
batalla a la industria de las drogas, y mucho menos la guerra.
Pareciera que las instituciones siguen respondiendo a la lógica de actuar
para conseguir básicamente la legitimación interna y externa, con la
reiteración de la política “del garrote”, que genera, en tanto acción
plebiscitaria, respaldos sociales inmediatistas y vistos buenos, pero muy
escasa eficacia frente a la magnitud del tráfico y su expansivo poder
transgresivo. Francisco Thoumi, el académico e investigador colombiano y ex
funcionario de la ONU sobre drogas ilícitas, ha advertido con precisión lo que
los cruzados combatientes de los enervantes en el mundo se niegan a aceptar o
reconocer: la existencia de la corrupción y del narcotráfico son,
sencillamente, “síntomas de
problemas sociales más profundos”: son efecto y no necesariamente causa.
Ha descrito Thoumi los referentes contextuales de Colombia. Dice: “El poder
económico se concentra en un grupo de conglomerados que ejerce influencia en el
sistema político y triunfa torciendo y manipulando leyes y regulaciones”. Al
referirse al papel del gobierno y la sociedad frente al delito y a lo que
denomina como “trampa de la deshonestidad”, en el marco de la rentabilidad del
“negocio” y a las rutas peculiares e históricas en la conformación de la grupos
delictivos, el analista ha llamado la atención respecto de que en una sociedad
como la colombiana, cuyos tejidos se han movido entre la transa, la ilegalidad,
la corrupción y la desviación de las normas institucionales y sociales, tener
un comportamiento legal tiene un mayor costo. De otra manera: es mucho más
difícil acatar las normas sociales y las leyes que incursionar y caminar entre
las trampas de la corrupción y la ilegalidad. Los individuos legales llegan a
padecer los estragos, las burlas y la estigmatización en los entornos sociales,
además de la pérdida de oportunidades para enriquecerse; de lo menos que se
acusa a tal tipo ideal es ser un “soberano pendejo”. Dirían los versos ya casi
clásicos, llenos de esplendor popular y de cinismo, de una narcocanción
sinaloense: “Más vale vivir cinco años como rey, que cuarenta y cinco como
güey”.
Los programas federales en México, que se regodean entre los efectos
sangrientos y la superficie de un fenómeno que no se agota en su percepción
sólo como problema policiaco y de salud, sino que tiene hondas y prolíficas
raíces sociales y culturales; y las acciones transexenales, entre ocurrencias
desesperadas por el afán de cumplirle a la opinión pública mundial, a los
gobiernos de fuera y a los organismos internacionales, adolecen de similar
sintomatología a las de los regímenes de antaño, de panistas y de priístas,
donde al final terminan por rendirle una especie de culto, con humor negro
involuntario, a los descabezados ubicuos, a las hordas de maratruchas, comandos
de los Zetas y los especializados kaibiles al servicio de las redes de las
mafias más siniestras. Y en esta parafernalia de la cultura narco, se ha
llegado a la extrema paradoja de las marchas de protesta tumultuarias serranas
y urbanas contra el Ejército y las fuerzas armadas, desde Badiraguato a
Culiacán y Mazatlán, con proclamas hasta hoy inverosímiles e insólitas, pero
nomás eso nos faltaba: “Se ve, se siente, los narcos están presentes” o “Los
narcos unidos jamás serán vencidos”, exigiendo la liberación del héroe regional
y casi personajazo de Hollywood, Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, como una
gesta de la hiedra y de una confrontación inédita, atizada por la ebullición y
el despertar de las larvas de la venganza de grupos alterados, y sobre el magma
histórico de los profundos rencores sociales, como de algún modo han narrado
los medios.
En el tratamiento político del problema de parte del gobierno, se reedita
la misma gata parda revolcada, pero ahora llena de furtivos signos, que
entreteje, mete hilo y madeja y borda los asuntos, aprovechándose de las
situaciones dadas, explotando los agudos problemas nacionales y respondiendo
subrepticiamente a sus vergonzantes intenciones redentoras de relumbrón, con el
sutil estilo modosito del Tlatoani en turno Arcángel. No hay nada nuevo en la
estrategia gubernamental, pero si se miran bien, se ha tratado de medidas y
campañas extremosas de relaciones públicas y de comunicación social que han
sido instrumentadas y exhibidas --por encima de los inocultables abusos depredadores,
humillantes y desgraciados de la fuerza, la violencia y la inercia implícita de
los batallones, las bayonetas y las botas castrenses--, y hasta presumidas como
acciones de filmes guerreristas, espectaculares y acaso efectistas, como
apariencias de un poder presidencial que no se tiene o no se conoce bien a bien
y al cual se ha accedido por la vía electoral no de forma inobjetable, un poder
civil que ni se ejerce cívicamente y que, desatada la cacería militar, e in crescendo sus poderes indexados frente
a otro poder, profano y corruptor por antonomasia que es el poder de las
drogas, se corre el riesgo de que tampoco se miren bien a bien dentro de los
compartimientos de las estructuras de la economía, ni mucho menos que se
controlen, pero eso sí, arropándose con la moralina social como máscara,
disfraz e ideología. Escandaliza, grita, aúlla, ladra y muerde, ya que al
final, en las percepciones y las representaciones sociales de la llamada
opinión pública, algo queda.
En el fenómeno de las drogas, que no es sólo un problema, acaso se le ven
la cola, las orejas y las huellas al monstruo, pero nunca al ente entero que
como fantasma ronda en la vida pública y que sin duda roza los ámbitos
gubernamentales en varios niveles; y es claro que ese fantasma tiene sus más
siniestros asideros en las penumbras y tinieblas de la sociedad. Alguien,
siendo gobernante del estado de Sinaloa (Juan S. Millán, gobernador de 1999 a
2004), se atrevió a expresar que la ejemplar y orgullosa economía sinaloense,
por ejemplo, estaba sustentada en más de un 60 por ciento con capitales
provenientes del narcotráfico. Claro, los sufridos empresarios, herida y
abofeteada su decencia, pusieron el grito en el cielo y exigieron lo que de
antemano saben se ha llevado el viento y los alzheimer de la burocracia y de la
historia: las inefables pruebas de la complicidad y del olvido.
Si se piensa tan sólo en las confiscaciones, las cifras apabullan. Y en
parte tienen esa función: apantallar. De hecho, en el marco de los planes con
fines de justificación y protección institucional, se busca recrear una suerte
de contexto de credibilidad para las mismas instancias gubernamentales, con lo
que se fortalecerían políticamente al poner a trabajar a cuerpos, élites y
batallones especiales contra el delito; explican y justifican sus programas,
sus tácticas, sus estrategias y su presencia, sus cargos, su reciclamiento y su
existencia, y aunque se capturen a ciertos personajes antagonistas, en los
hechos crudos no se termine nunca de vencer o eliminar al enemigo, que es la
industria internacional de las drogas.
Miles de individuos con credenciales o encargos federales forman parte de
la nómina de la jurisprudencia, la investigación y la persecución del crimen
organizado. Se trata ciertamente de actividades peligrosas pero apetecibles,
sobre todo para medianos y altos mandos, generadas de manera oblicua por la
vigorosa industria ilegal del “narco”, que otorga o proporciona ocupación,
chamba, éxito, futuro y destino a sus mismos persecutores. Empero, buen número
de éstos terminan por engrosar y engrasar las cadenas cada vez más
especializadas de la transgresión: persecutores y perseguidos como las dos
caras de la moneda, asediados por los tentáculos de la corrupción. Se habla de
increíbles cifras de quienes han desertado de las fuerzas militares: 270 mil
hombres desde el régimen de Carlos Salinas hasta el gobierno de Vicente Fox.
¿Cuántos más en el sexenio de Felipe Calderón y en el que prosigue? La pregunta
de respuesta obvia, sacude, conmociona: ¿Dónde están, qué hacen para ganarse la
vida esos desertores, que se deduce saben y conocen del oficio, de los mapas y
las rutas de la industria de las drogas?
Pese a que programas, planes, estrategias y políticas van y vienen,
presumidas en su momento como si fuesen de “ahora sí”, sin fallos ni fracasos,
las drogas siguen germinando, caminando, corriendo, flotando y volando por el
país y el mundo. Sólo de la que se cosecha, se amasija y se empaqueta desde las
tierras controladas por los traficantes y paramilitares colombianos (ubicados
en un 60 por ciento del territorio de la nación sudamericana, adonde tienen escaso
acceso los representantes y las fuerzas del gobierno), en el 2007 fue
interceptada cocaína pura con un valor de alrededor 297 millones de dólares, si
hemos de creer en los reportes de las cifras oficiales.
En su caso, el llamado “Plan Mérida”, que fue anunciado en marzo del 2007,
otorgaría a México por parte de Estados Unidos, unos 1,400 millones de dólares
para su instrumentación (para equipo satelital de información, capacitación,
armamento y tecnología), que es una mísera cantidad frente a la magnitud del
tráfico internacional. El Plan Mérida, que llegó a compararse con algunas
acciones gringas en Colombia (que recibió de inicio unos 5,000 millones de dólares),
parece más bien una sobada de lomoy respaldo a los guerreristas con sus
batallas y combates de humo y simulación pero no contra las raíces hondas del
problema; se ha tratado de medidas de más de lo mismo, de aspirinas contra la
fiebre, con el fin político de la legitimación.
Para quienes hablan de una supuesta “colombianización” del país, habría que
recordar que las diferencias de Colombia y México son abismales, tanto por
montos, trasiego y tipos de producción como por la cantidad de participantes en
los negocios de las drogas (un 10 por ciento de la fuerza laboral colombiana
está ocupada en tales menesteres de alta y significativa productividad: 1
millón 200 mil trabajadores), así como por historia, tradiciones, contexto
sociopolítico y beligerancia de los distintos sectores y grupos involucrados.
Un dato revelador: en más de la mitad de ese territorio sudamericano el Estado
tiene problemas de representación, de control y de permiso.
En ejercicios y cálculos forzados que particularmente hemos efectuado,
basados en datos de producción por hectárea (entre 10 y 11 kilogramos de goma
de opio por hectárea por ejemplo, para unas 70 mil dosis de heroína si esa
fuera su ruta), destrucción de plantíos de marihuana y amapola a cielo abierto,
así como por los porcentajes de confiscaciones, en nuestro país la fuerza
laboral de esta subversiva, generosa y conflictiva industria sería, por
supuesto relativamente, de unas 800 mil personas --qué consuelo, aunque la
perfila como una de las actividades que más empleo genera, sólo por debajo de
los rubros petrolero y educativo-- y que podrían clasificarse entre familias
enteras de sembradores y cultivadores, ejidatarios presionados y jornaleros de
tiendas de raya, vigías, contadores y organizadores, mandos, espías, “orejas”,
“burreros”, “mulas”, distribuidores y sicarios, sin incluir, claro, a
“lavadores”, prestanombres, funcionarios, inversionistas y fuerzas del orden a
la orden y a su servicio, pero en proporción la población mexicana (en cerca de
dos millones de kilómetros cuadrados de territorio) es de más de cien millones
de habitantes, y la de Colombia es de alrededor de 45 millones de pobladores
(en poco más de un millón de kilómetros cuadrados).
Un aspecto de discusión que resulta importante destacar estriba en el hecho
de que ahí donde se han descuidado las regulaciones sociales e institucionales,
es muy factible el surgimiento y desarrollo de los grupos delictivos. Influyen
las cuestiones socioculturales y los índices económicos de la pobreza, pero
sobre todo el abandono y la marginación institucional. Thoumi lo ha dicho de
forma muy directa: “Las mafias surgen donde el Estado deja vacíos”. A pesar de
la ampliación del tráfico de narcóticos en México, que ha puesto los
reflectores sobre otras entidades y zonas, en “El mapa del cultivo de drogas en
México”, el investigador y asesor de la ONU Carlos Resa Nestares, en sus
esfuerzos de clasificación, refería que, por lo menos hasta los primeros años
de la década pasada, entre los 100 municipios con mayor densidad de cultivos de
enervantes en México, entre los 10 primeros lugares, donde tronaban más que los
chicharrones, y “a mucho orgullo compa” dirían algunos habitantes de esas
tierras, 6 de ellos eran obviamente sinaloenses. Esos 10 sitios de honor
“narco” los ocuparían, en ese orden, los municipios de Guadalupe y Calvo
(Chihuahua); Sinaloa de Leyva; Culiacán; Tamazula (Durango); San Ignacio;
Badiraguato; Coyuca de Catalán (Guerrero); Choix; Mocorito; y Coalcomán de
Vázquez Pallares (Michoacán)
Aunque densidad y producción sólo ofrecen una idea de la significación de
los cultivos de amapola y cannabis
para las regiones, y para los modos y hábitos de vida de sus habitantes, no es
sencillo sobrevivir bajo el múltiple fuego de la persecución, del asedio, la
sospecha, los cañones y las luces. Y eso no le conviene a nadie: cuando el
negocio está en paz, la rentabilidad y las ganancias llegan para todos los
involucrados, incluso para quienes trabajan y se parten el lomo y la madre y
comparten los riesgos y los peligros propios de la siembra y su cuidado. De
algún modo los “narcos”, sean de la condición humana que sean y posean valores
o antivalores, son una suerte de actores que han hallado en su peculiar trabajo
y en sus acciones una forma de vida y prácticas heterodoxas y no convencionales
de resistencia que, digámoslo así con crudeza, se distingue de otras
actividades, como la de muchos banqueros, usureros y políticos, porque unos han
sido definidos social, jurídica e históricamente como ilegales y los otros como
legítimos y legales. Pero de que hay ratas de dos patas, delincuentes de traje
y criminales reales y de cuello blanco en ambas esferas, eso es indiscutible.
También es obvio que si los organismos internacionales tienen una idea o un
panorama aproximado, de las condiciones, situaciones, actividades y oficios que
se cuecen y tienen lugar en diversas partes de la tierra, también lo saben los
órganos institucionales, punitivos y de inteligencia más elementales de los
gobiernos de las naciones productoras. Así como se conoce, más o menos, el
porcentaje de hectáreas que se dedican al cultivo de enervantes, de la misma
manera se tienen indicios y cuasi certezas sobre rutas, ejes, enclaves y el
mapa en general de la industria.
En cuanto a productores, Sudamérica seguiría acaparando los reflectores y
el monopolio cocalero: Colombia cultivaría el 70 por ciento, además de las
aportaciones de Bolivia y Perú (pese a que año tras año padecen del rociado de
decenas de miles de hectáreas de las plantaciones) y refinando alrededor del 90
por ciento de la cocaína del mercado internacional. Aunque hay convenios y
controles sobre los precursores básicos y necesarios para los enervantes, tanto
la efedrina, la seudoefedrina (para las metanfetaminas), como la
metiletilcetona, la acetona y el permanganato potásico (para la cocaína), se
consiguen en abundancia en el mercado libre.
Respecto de la adormidera o la amapola que provino del oriente del mundo,
una fructífera y frondosa planta que llega a alcanzar hasta casi dos metros de
altura, que crece casi como por encanto con sus flores rojas y sus vulvas
supurantes o densas de resina en las montañas y las tierras adecuadas como las
de la sierra de Sinaloa, Durango y Chihuahua (aparte son las románticas
amapolitas blancas y doradas), se calcula que sólo Afganistán, en más de 200
mil hectáreas destinadas a su cultivo, junto con Birmania, surten al mundo, en
especial a Europa, del 90 por ciento de la producción de goma de opio, para la
posterior elaboración de la heroína y la morfina.
En cuanto a montos y hectáreas en este producto, que con precursores que se
fabrican y venden por todos lados, como el anhídrico acético (de uso industrial
en otros productos farmacéuticos y plásticos) para producir el poderoso
alucinógeno “heroico”, México tendría una buena participación y de ello hablan
las propias cifras supuestas de erradicación: en 2004 las autoridades habrían
destruido 14,575
hectáreas de adormidera; aunque en el año 2007 se
habrían erradicado sólo 9 mil 800 hectáreas de amapola más unas 22 mil
hectáreas de mariguana. Las operaciones militares y judiciales “de Alto
Impacto”, así les llaman, como los “Libélula”, “Zorro” y “Montaña”,
especialmente sobre Chihuahua, Sinaloa, Durango y Guerrero, habrían destruido
además unas 800 pistas de aterrizaje, más el establecimiento de unos 530
puestos de control terrestres en las regiones “calientes” del territorio
nacional, como las fronteras y las zonas productoras. En este marco, según
información de la PGR, hasta agosto del 2007 habrían sido detenidos unos 9 mil 433
personas por delitos contra la salud, dato que contrasta con las cifras de los
detenidos en el sistema penitenciario de Estados Unidos, que por ejemplo, según
cálculos de Phillip S. Smith, periodista y editor de “StoptheDrugWar”, mantiene en los reclusorios
a unas 500 mil personas por delitos contra la salud, en donde destaca, dice, la
persecución y la cacería contra negros y otros segmentos sociales.
Pero si todo esto del trabajo militar y policiaco, el mapeo, la vigilancia
de sofisticada tecnología sobre siembra, producción y distribución, así como
erradicación, incineración, decomisos y capturas que dicen se ubican dentro de
los cánones del control sobre la industria en su conjunto, si esto es así y en
función de los triunfalismos de los informes políticos, entonces el tratamiento
de la problemática acaso tiene que ver con otras cuestiones que pesan social,
política y económicamente.
En tanto que aquí, con modestia, sólo nos atrevemos a formular
interrogantes e indagar sobre las significaciones simbólicas y patéticas de los
encobijados y del detallismo cruento de masacrados y descabezados; en torno de
los milagros populares y de la ternura simbólica y rupestre de Malverde; y
hasta referirnos con mesura a los estallidos culturales de las drogas en la posmodernidad.
O bien, más placenteramente, pensar en las etnográficas y bellas novelas, como La reina del sur, de Arturo Pérez
Reverte; Un asesino solitario y El misterio de la orquídia calavera de
Elmer Mendoza; o Cástulo Bojórquez y
El delfín de Kowalsky, de César
López Cuadras.
En lo que corresponde a las reflexiones teóricas o personales, al menos
éstas nos permiten advertir que en la ilegalidad y en la llamada guerra contra
las drogas, muchos grupos, empresarios, gobernantes y partidos políticos, que
dicen estar tan preocupados que hasta participan en marchas, firman desplegados
y difunden spots televisivos desde algún yunque palaciego contra la violencia,
y hasta señalan con índices de fuego y morbo a los envenenadores del futuro de
la humanidad: la infancia y la inerme y desvalida juventud (entre ellos yupis,
yuniors, parias). Sin embargo, esos que se rasgan las vestiduras, se azotan,
van a misa, confiesan orgullosos sus minúsculos pecados y sus tráficos de
influencias de millones de dólares mientras excomulgan ad infinitum, son, dicho así con crudeza, los hipócritas
beneficiarios de la perenne y sorda guerra de baja intensidad, local y
trasnacional, contra los trajineros narcos, nacos y rupestres de los
narcóticos. Y como diría Foucault, ocurre que son además los beneficiarios
ideológicos, como adláteres maquillados desde las sombras del poder, en el
fragor sordo del crimen, la delincuencia y la desviación social.
En tanto tal cruzada se mantenga así, sin abordar los fondos sociopolíticos
y sin tocar las redes y los nudos estructurales que han hecho posible los poderes
del narco, el negocio seguirá viento en popa: cubiertas las apariencias
internacionales y nacionales de la lucha a muerte por la decencia humana, con
el apoyo de las industrias militares, sobre todo yanqui, que seguirán vendiendo
armamento y enseres bélicos a todos los bandos y bandas involucrados, oficiales,
paraformales e ilegales; y con el aval sigiloso de industrias farmacéuticas y
laboratorios químicos trasnacionales; de sus varios grupos que, incrustados en
las estructuras oficiales de los sistemas de salud, se embolsan tajadas
sustantivas con los altos precios de sedantes, estimulantes y demás artilugios
que requiere una sociedad mundial enferma, estresada y con síntomas
postraumáticos, medicamentos con los que lucran gracias también a la
prohibición. Los stocks oficiales y básicos de producción o reciclamiento de
ciertas drogas, por ejemplo para la morfina básica de los sistemas de salud del
mundo, dan la impresión de ser más que secretos de Estado; acaso secretos de un
magno negocio manejado por instancias innombrables.
Pareciera que “medicalizar” la vida
--dijo un analista-- se convirtió ya en un redituable negocio. Aunque el mundo
libre hace también un jugoso negocio con la muerte. Además de que, en este
contexto, resultan cruciales los Vo. Bos. de la sociedad (el respaldo social),
pues se conquista su aquiesencia, prohijada desde los más preclaros y sentidos
fines altruistas y sociales de los medios masivos de comunicación, en especial
los electrónicos, que dicen no tener más intereses que los de la justicia, la
democracia y la moral y cuyos valores más sagrados son el bienestar y la salud
del pueblo, la grandeza y la soberanía de la patria, si se le ha de creer a sus
discursos propagandísticos hueros.
En un texto sobre “Placeres y prohibiciones”, el investigador Hugo Vargas
(revista Letras Libres, No. 15,
marzo del 2000) destacaba que con la Ley Volstead o de la prohibición del
alcohol en Estados Unidos, este país ingresaría a “una de las etapas más
tristes de su historia: la censura pública de las costumbres privadas. El
aumento en el consumo, las muertes por alcohol adulterado y la entrega de una
próspera industria al crimen organizado son los resultados de un experimento
que ahora el mundo repite con las drogas”. El prohibicionismo se había mordido
la cola: prometió acabar con los alcohólicos y los multiplicó; y dijo que
vaciaría las cárceles pero ocurrió al revés y las saturó. Y el mundo empezó a
llenarse de delincuentes, que la misma ley había creado…En suma, “no cerró las
puertas del infierno, abrió otras”.
¿Qué
tiene que ocurrir para que la sociedad política afronte con altura de miras y
responsabilidad un problema que ha transformado al país en un territorio de
sangre y violencia? ¿Los más de 70 mil muertos o los que fuesen, a partir del
sexenio de Calderón y su guerra contra las drogas no significaron nada? La
cuestión es que tal política prosigue en el sexenio de Enrique Peña Nieto. En
este país, parafraseando a Octavio Paz ¿No aprendemos ni tenemos memoria? “¿No
pasa nada cuando pasa el tiempo?” Sean los que fueren, la cifra se multiplica a
la “N” potencia en heridos y desaparecidos y en millones de afectados no sólo
por la inseguridad, el miedo y las humillaciones, sino porque un gobierno le ha
dado alas a los alacranes y el país ha sido secuestrado por la violencia y por
los guerreros de la muerte.
Doctor en Ciencias Políticas y Sociales, con orientación en
Comunicación, por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
Miembro del SNI. Es autor, entre otros, de los libros La narcocultura: simbología de la transgresión, el poder y la muerte
(2011); El ensayo: centauro de los
géneros (1996), ambos editados por la UAS; y Una vida en la vida sinaloense. Memorias de Manuel Lazcano Ochoa
(reedición de Autor, 2002), Culiacán, Sinaloa.