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ALEGRÍA, HUMOR Y DOLOR: EL ANTIGUO CARNAVAL DE MAZATLÁN, 1900-1904

ALEGRÍA, HUMOR Y DOLOR: EL ANTIGUO CARNAVAL DE MAZATLÁN, 1900-1904 Rafael SANTOS CENOBIO * *  Catedrático e investigador de l...

viernes, 15 de mayo de 2015

REVISTA 39





A R E N A S
Revista Sinaloense de Ciencias Sociales
Número 39
Nueva época Año 16, enero-abril 2015









PRESENTACIÓN

En esta edición número 39 de la revista ARENAS, se aborda la problemática que sigue ocupando los espacios de reflexión y análisis de buena parte de México: la violencia. Sobre todo a raíz de los lamentables sucesos que tuvieron que ver con los 43 estudiantes normalistas desaparecidos, aspirantes a profesores rurales de Ayotzinapa, en Iguala, municipio del estado de Guerrero. El hecho criminal perpetrado en contra de los jóvenes estudiantes, y que provocó el repudio en casi todas partes del mundo, es una evidencia muy escandalosa y muy notoria de los niveles y las dimensiones que han alcanzado los asuntos relativos a la seguridad de la población mexicana frente a los tentáculos del crimen organizado y del narcotráfico, en un contexto en el que las desviaciones sociales se expanden e intensifican en el país.  

    A manera de un sintético recuento histórico, grosso modo, sobre el mundo de las drogas prohibidas, en general se destacan en esta entrega diversos aspectos vinculados con la génesis y evolución de la industria de los estupefacientes, además de que se plasman diversas interpretaciones e impresiones críticas sobre lo que ha significado para la historia y la economía del país, el derrotero del crecimiento y el fortalecimiento del narcotráfico y del crimen organizado, y en particular sobre su trascendencia y su impacto en la vida pública, en la doxa social, en la vida cotidiana y en la educación, la sociedad y la cultura.

      En tal sentido y desde el panorama general de los estudios relativos a la cultura del narcotráfico, el doctor Juan Carlos Ayala Barrón, investigador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa, con sede en Culiacán, se inmiscuye en la temática de estudio social del cuerpo, sobre su resemantización y en torno a los roles sociales que se le han atribuido por costumbre, tradición, cultura e historia. En especial, se observan y analizan los papeles que desempeñan los cuerpos, masculino o femenino, en los ámbitos y las fases diversas de la violencia criminal y de la industria de las drogas ilegales. Se trata de una interesante y sugerente mirada crítica sobre una temática poco abordada en tal tesitura de interpretación y análisis.

      La doctora Karla Villarreal Sotelo, especialista en ciencias penales, representante de la Sociedad Mexicana de Criminología en Tamaulipas y docente e investigadora de la UAT, efectúa una indagación sobre el simbolismo cultural relacionado con las expresiones de la violencia y el narcotráfico que llaman la atención pública en los escenarios tamaulipecos y describe cómo los cultos pagano religiosos se han establecido en varias poblaciones de esa entidad del norte de México, colindante con el estado de Texas, Estados Unidos. Y contrasta la diversidad de las muestras iconográficas alusivas a la violencia y la muerte en Tamaulipas, territorio en el que han destacado el Cartel del Golfo y los Zetas, frente a las expresiones de culto que se observan por ejemplo en Sinaloa.
Por su parte, el doctor Carlos Zavala Sánchez, de la Facultad de Psicología de la UAS, plasma un amplio escenario sobre la fuerza, la extensión y la penetración de una suerte de “sociocultura” del narco en Sinaloa, y de cómo la problemática ha sido percibida tanto por la población que vive y resiente sus efectos, como desde las perspectivas teóricas, de estudio y análisis de parte de los académicos y los investigadores universitarios, así como por las instancias gubernamentales y del Estado mexicano en la confrontación y el combate contra el crimen organizado y la diversidad departamentalizada de sus alcances, de sus poderes y de sus acciones ilícitas, por todos los ámbitos y sectores de la sociedad sinaloense y del país.

     El doctor Arturo Santamaría Gómez, ex catedrático e investigador de la UAS, plantea una fuerte reflexión sobre el debilitamiento estructural y político del Estado mexicano, a partir sobre todo del régimen de Carlos Salinas de Gortari, y lo que se denomina, en la actual coyuntura, como crisis de gobernabilidad, ante los bochornosos acontecimientos de violencia padecidos recién y durante los últimos años en el país, así como por el ascenso y expansión del crimen organizado. De éste que, vía múltiples mecanismos, ha llegado a asentarse sobre cada vez más espacios, instancias y territorios, estados y municipios de la República Mexicana, compartiendo influencias o dominios de poder, en plenos tiempos del neoliberalismo y la globalización.

     Luego, en un texto sobre las características y la fuerza musical del llamado Movimiento Alterado, el maestro Luis Angel González Flores, de la UNAM, efectúa una interiorización en torno de la semántica de la violencia de los corridos de elogio y exaltación del narco, como propuesta que se está expandiendo, mediante subterfugios de la industria de la cultura, hacia otros géneros musicales que tienen que ver con la banda y la música grupera. Y en un texto sobre los jóvenes de Sinaloa y los “valores” en estos tiempos precisamente rudos, el doctor Ismael Alvarado, de Ciencias Sociales de la UAS, advierte que tales valores han sido hondamente alterados, en el contexto del afianzamiento de la narcocultura, y que los papeles y funciones que otrora cumplían y desempeñaban la familia y la escuela como vehículos o medios de formación cívica han sido disminuidos en su valor e importancia.

   Cerramos con una colaboración especial del poeta y profesor universitario Nino Gallegos, que también echa una mirada a ras de piso sobre la aguda problemática que se resiente en Sinaloa desde hace varias generaciones, y desde los tonos llenos y llanos de la indignación en prosa y de la sensibilidad en verso, aprovechando un texto de don Luis Villoro sobre “la inaceptable alteridad” en la simbiosis y transformación de la cultura mexicana, cuestiona en un ensayo literario muy libre los rumbos y los senderos de sangre y “horror” en los que transita nuestra sociedad. La mirada del escritor, mínimo, es de azoro ante los acontecimientos relacionados con el narco y el crimen organizado y ante la manifiesta incapacidad y falla, dice, del Gobierno, de los funcionarios, de los políticos y de los partidos, sean cuales fueren las ideologías y colores, al no cumplir con probidad con sus obligaciones, tareas y responsabilidades.

   En esta ocasión nos honra al acompañarnos, con una grata colección de su obra, en imágenes gráficas en técnicas mixtas, la artista Elina Chauvet, que cuenta con más de 50 exposiciones artísticas individuales y colectivas, en México y en el extranjero, que le otorga clase y estética a este número de ARENAS, y que de cierta forma contrasta con el cúmulo de reflexiones e interpretaciones sobre el “horror” que implica vivir y sobrevivir en una dolorida y quejumbrosa sociedad lastimada por los duros impactos socioeconómicos, políticos y culturales, relacionados con el fenómeno de la llamada narcocultura. Elina, cuya obra se ha caracterizado por un fuerte contenido social, es oriunda de Casas Grandes, Chihuahua, pero reside en el puerto mazatleco desde hace algunos ayeres. Ha obtenido varios reconocimientos, entre ellos la beca internacional del Festival de Arte Burning Man, en California, Estados Unidos. Es una activa creadora que ha recorrido el territorio nacional y varios países de América y Europa, llevando y armando una instalación o performance cultural con un mensaje crítico y de solidaridad, a través de “Zapatos Rojos”, denunciando la violencia que en México ha afectado con fiereza y escarnio también a la mujer.   

Nery Córdova

           
  Para cita del artículo: 
CÓRDOVA, N.  (2015).  PRESENTACIÓN (U. A. Sinaloa, Ed.) ARENAS 39(39),  7-10.     

IDEOLOGÍA Y VIOLENCIA Y LA POLITICA DEL “GARROTE”

IDEOLOGÍA Y VIOLENCIA Y LA POLITICA DEL “GARROTE”

Nery CORDOVA¨

La política general de combate a las drogas ilícitas por parte del Estado mexicano, en correspondencia a las estrategias antidrogas de Estados Unidos, a fuerza de su reiteración y al paso del tiempo y de los sexenios, ha conducido a aceptar y a reconstruir imágenes sobre la problemática que, en el fondo, tienden a la justificación y la legitimación ideológica de la violencia. Ésta, por simple lógica, genera más violencia, de unos y de otros y entre unos y entre otros, mientras los negocios y los grupos de las drogas crecen, se diversifican, se amplían, se especializan y se sofistican en recursos y capacidades.

      Esa ha sido la trama histórica de una guerra mistificada, en la que están involucrados múltiples intereses y factores, entre reales, supuestos e inverosímiles. La supuesta guerra contra el crimen organizado y las drogas prohibidas, ha sido, sin embargo, a veces propagandística, a veces abierta, a veces escandalosa, a veces disfrazada, pero que en realidad proporciona múltiples rendimientos a sus promotores, que son los grupos económico-políticos hegemónicos tanto de México como de Estados Unidos. Y en este camino atribulado de sangre, sudor y lágrimas, Sinaloa ha sido bastión crucial que ha resentido especialmente los impactos de la geopolítica mexicana y estadounidense, pero que ya ha calado hondo en el territorio nacional. Sobre esta premisa, en particular damos aquí una mirada crítica sobre la percepción del fenómeno, en relación con los trasfondos ideológicos de los usos, los consumos y la condición transgresiva y de ilegalidad de los enervantes, establecida esta condición jurídica de proscripción desde los inicios del Siglo XX.

Palabras clave: desviación social, ideología, cultura, narcotráfico.
La inmensa mayoría de los habitantes del mundo occidental parecen resentir hoy la domesticación y enajenación por las estructuras, andamiajes y fines del sistema y a través por supuesto de la industria de la cultura en general, la diversión, el entretenimiento y de los massmedia. Entre contenidos subyacentes y explícitos que dicen velar por los “valores supremos” (ideología y creencias) del orden, el progreso, el decoro y la moral de la civilización, ahora globalizada, dan la impresión de que éstos son muestras y síntomas de que la población mundial ha asimilado tales elementos de la cultura, en frecuencias sistemáticas que obviamente nunca cesan, pero que no revelan de forma nítida los motivos e intereses económicos sustanciales que están en los fondos de las fachadas y las apariencias ideológicas del discurso neoliberal, consumista y mercantil, que es el hegemónico de la sociedad capitalista multinacional.

    Etiquetados y estigmatizados en listas negras unilaterales, y bajo las advertencias perennes de represalias económicas, comerciales, financieras y militares del poder norteamericano, que se considera todavía capataz del mundo, los gobiernos de las naciones productoras de drogas ilegales, vistos además como potenciales gérmenes de narcoterroristas, y de paso más de 200 millones de consumidores habituales de enervantes ilegales, no han tenido más remedio que acostumbrarse a mirar o reconocer al nuevo enemigo de la humanidad, sustituto del comunismo que era ya de por sí perverso: el narcotráfico.

     Aunque esto no oculta al hecho, pese a los velos ideológicos y a los desvíos de atención pública, de que tanto las derramas económicas como los impactos y efectos sociales del tráfico internacional de las drogas terminan por concentrarse y evidenciarse, en términos gruesos, en los escenarios norteamericanos. En una sociedad de sofisticada tecnologización industrial y “chatarra” al mismo tiempo, que tiene una sólida y extendida capacidad de aprovechamiento, reproducción y consumo de prácticamente todos los narcóticos, sobre todo de las metanfetaminas con su variedad y potencialidad química, y que en su uso y abuso terminan por hojalatear y formatear a seres humanos robotizados o “lelos”, medicamentos criminales y hasta legales y con recetas que de manera literal obstruyen las facultades de sentir y pensar en la vigilia y de soñar en estados de subconsciencia como el halción y similares.

     Sólo en el estupefaciente más suave, en tierras estadounidenses hay mucho más de 20 millones de “mariguanos” como consumidores consuetudinarios, habituales y adictos. Respecto de los montos de dólares ligados al narcotráfico, cálculos siempre inasibles por la telaraña de intereses involucrados, en cuanto a la plusvalía que actúa como resina en el reciclamiento de inversiones y capitales, nos remiten a cantidades descomunales que vaan desde los cien mil (sólo en relación con la cocaína) a los 300 mil (con inciertos datos de la DEA) y hasta los 400 mil millones de dólares por año en el tráfico mundial, según informes del Departamento de Estado. Pero sea la aproximación y hasta los inventos de los datos como fueren, dadas las dificultades de medición de una industria que no cotiza directamente en la bolsa ni tiene registros oficiales hacendarios, sin duda que la prohibición es buen negocio.

     Empero, lo que nos interesa destacar no son precisamente los dólares, sino lo que tiene que ver con el narco, sus ramificaciones y dones de ubicuidad con la sociedad y la cultura. Más cerca de los ámbitos sociales, primarios y comunes del mundo de la vida, el narcotráfico es una suma de representaciones sociales, una condensación de representaciones colectivas nutrida hasta el tuétano, o hasta las dimensiones abigarradas de su núcleo, de realidades, hábitat, cotidianeidades y percepciones cercanas de poblaciones enteras que viven y padecen directamente los problemas, y que han sido construidas en la confabulación y urdimbre de aspectos como la recurrencia histórica de los hechos, eventos, incidentes y aconteceres; la fenomenología escatológica del sensacionalismo y la mitología; el escándalo mediático-moralista en torno a la estigmatización de los traficantes y el crimen organizado; así como el aderezo de la mezcla de medias verdades y medias mentiras que los sistemas y los gobiernos del mundo libre nos han vendido a fuerza, entre demanda y oferta y vía los medios de masas, a lo largo de un siglo de combatir supuestamente al flagelo que tiene postrado, condenado y en penitencia al hombre: el pecado infernal de las drogas. Administrados que hemos sido casi todos, seguimos pensándonos y percibiéndonos así: bajo el signo y el opio de las creencias y la enajenación.    

      Sin embargo, casi todos sabemos que hasta antes del Siglo XX, las drogas ahora prohibidas de los consumos normales de la sociedad, formaron parte de un legado antiquísimo de mucho más de dos mil millones de años, y que se hicieron parte y norma de costumbres, de prácticas de vida, del aprovechamiento de sus propiedades, y también de sus potencialidades adictivas, y de los hábitos, la fiesta, la diversión, la recreación y los rituales y que en algunas vastas regiones forman parte de las costumbres, del folclor y por tanto de la propia cotidianeidad y la cultura. Durante ese largo período el hombre aprendió a vivir, a convivir con ellas, a hundirse en ellas, a confrontarlas como aspectos de su libre albedrío individual, a mirarlas o a soslayarlas. Y así, hemos sabido de reyes y líderes sabios de multívocos estilos y de emperadores sin brújula exudantes de cannabis; pero igual de príncipes idiotas y gobernantes lelos atizándole como pránganas benditos; de papas promiscuos y sacerdotes pederastas quemándole las patas al chamuco; de jefes tribales incestuosos y en deliriumtremens atascándose de yerbas y ungüentos; de estamentos aristocráticos y puñeteros aspirando y soplando polvos de variada estirpe, que se daban sus buenas amodorradas alucinógenas, y el mundo seguía su curso, entre los renglones torcidos de Dios, y acaso muy pocos se encrestaban como gallos aturdidos por las campanas del Poder por empezar cruzadas, invasiones, satanizaciones, exorcismos y represalias en nombre del Altísimo o la Constitución, ni se daban golpes de pecho ni emitían edictos lacrimógenos por la salvación y la pulcritud del alma de la patria, mientras hoy, bajo las luminarias de la civilización y del progreso y bajo la batuta política e ideológica de los criminales con corbata que dirigen al planeta, centenares de millones de hombres, mujeres, niños y ancianos esqueléticos se mueren de inanición y hambre en el subdesarrollo del hiperrealismo miserable de Africa, Asia y América Latina.

   No todo ha sido ludicidad o intoxicación en el ámbito de las élites. En su caso los sectores populares --la perrada nuestra de casi todos tan querida y que nunca falta en los andamios y paréntesis de la historia--, ante la clásica carencia de recursos pues ha utilizado a los enervantes de brujería más inverosímiles como artilugio medicinal para curarse o alivianarse hasta de las dolencias de la marginación más prosaicas, e igual han sido cáñamo, humo, fibra, polvos, aceites y pastas naturistas de la dieta para engañar a la pobreza, al hambre, a las lombrices y al cerebro. Pero igual las han usado como antesalas de la inspiración artística y como ornamentos estéticos o sagrados. Y han sido protagonistas esenciales en los ritos de sus desorbitadas plegarias a las musas, a los dioses y a los pretextos que cada quien se inventa como mecanismos caprichosos de sus propias libertades. O bien las han consumido para andar simplemente hasta atrás, escondidos de sí mismos, alienígenas, encantados, hilarantes y olvidados de los dramas y las cosas insufribles de la vida y francamente como “apaches mariguanos”. 

     En la llamada “guerra contra las drogas”, establecida como principio en la agenda norteamericana por Reagan, y que han adoptado y aplicado acríticamente los gobiernos lacayos de América Latina. Y acatan las disposiciones yanquis a cambio de la certificación, las cuentas de vidrio y los consabidos y aceitosos platos de lentejas que se traducen en dólares y armamento para fortificar a los “señores de la guerra” policiacos y militaristas de las nomenclaturas políticas de las naciones productoras, lo que destaca es el ruido de la metralla ideológica, las cursis campañas estilo Damas de las Veladoras Perpetuas o del Perpetuo Socorro, que más bien son caricaturas y patrañas, los televisivos tiros al aire y los supuestos de un combate contra los llamados cárteles, mafias, clanes, jefes de jefes y barones de las drogas ilícitas.

     Sin duda que la muerte de miles de hombres ligados a la industria, en sus eslabones medianos y débiles ha sido real y sangrienta, que ha generado miedo e inseguridad y que ha enlutado y agraviado a millones de individuos, familias y grupos de distintos sectores, pero en el fondo ha sido más precisamente una sórdida batalla contra las sombras, las huellas y los fantasmas del mundo real, contra las supercherías y los mitos prohijados por el propio sistema, aunque desde las sombras los fantasmas sigan aquí causando estragos. Sin embargo, el sistema se envalentona y se consolida al mismo tiempo, cuando ciertos protagonistas cruzan territorios geográficos y jurídicos y se pasan de la raya, y no queda de otra más que exhibir o mostrar a ciertos peces gordos capturados con las manos en la en la masa, la mota, la heroína o la coca. Un dato: en los llamados delitos contra la salud, del total de reos que cursan sus posgrados de delincuencia en las cárceles mexicanas, alrededor de un 40 por ciento están ahí por posesión o consumo de drogas; y sólo un minúsculo 1 por ciento de ellos han sido catalogados o etiquetados como traficantes.

     El ostentoso despliegue militar del anterior sexenio presidencial desde el 2008, sin haber logrado su cometido de erradicar el cultivo y el tráfico de drogas, dejó una extendida huella de rencores a lo largo y ancho del territorio nacional. Con otras modalidades, pero la soberbia y la prepotencia gubernamentales prosiguen en la lógica de la violencia. Mientras, prosiguen en la búsqueda y caza de fantasmas, pero parece que son visualizados (los fantasmas vestidos de narcotraficantes) como si fuesen simples malosos indolentes y acaso despistados que andan de playeros, turisteando, exhibiéndose al aire libre y hasta repartiendo autógrafos en restaurantes y antros, pero sobre todo en México las cosas se hacen para que el mundo vea y sepa quién manda (aunque esto sea muy dudoso). Pero estas acciones del garrote reiteran en realidad el apego a la directriz en materia política de combate a las drogas: hacer como que se combate con ráfagas y rachas de militarismo, que ponen a temblar a los ciudadanos que no tienen vela en los entierros, haciendo gala de la elocuencia institucional de la fuerza y la violencia del Poder. Se exhibe, se muestra y se demuestra, por lo menos en las pantallas mediáticas y periodísticas de la comunicación de masas, que las cosas van en serio y sin pachangas, caiga quien caiga, narco tras narco y capo tras capo y con todo el rigor de la ley, de una retorcida ley.

    Los retenes castrenses en las ciudades, pueblos, carreteras y caminos rurales; las avanzadas hacia los ranchos y zonas emblemáticas de las montañas; el peinado militar de algunos míticos parajes y hondonadas de la sierra; los sobrevuelos desde helicópteros artillados para amedrentar en los campos de cultivo legales e ilegales; los cateos de bodegas y una que otra residencia urbana, pero las más de las veces viviendas, casuchas y arrabales en despoblado; los decomisos hormiga y las incineraciones para solaz, divertimento fotográfico y recreación “chayoteada” de los periodistas en vivo y en directo desde el lugar de los hechos, como el exhibicionismo de Televisa y la operación “inteligencia” de las fuerzas armadas en el malecón mazatleco mientras se presumía al mundo de la captura del “Chapo” Guzmán; y la detención espectacular y a todo color de “La Tuta”, pero sin olvidar, sobre todo, las detenciones de ladronzuelos y surtidores de carrujos sueltos, grapas y gramos; los enfrentamientos contra guardias, pistoleros y sicarios desmañanados; los ametrallamientos y asesinatos a mansalva de inocentes pero acusados in flagrancia de sospechosismo o de ser sujetos oriundos de las montañosas cañadas de Choix, Badiraguato, Culiacán, Elota o San Ignacio; los desfiles de camiones, jeeps y pertrechos militares ostentando y presumiendo su marcial estampa; la prepotencia inconstitucional investida de verde olivo, vociferando, más si osare, su vocación y su estulticia disciplinada y su fiera creencia de que al matar o detener a un hombre vestido de narco sinaloense y pueblerino están salvando a la patria.

    Se trata de imágenes que han revivido los viejos escenarios de la Operación Cóndor de hace poco más de una treintena de años, la infamia militar del gobierno mexicano que, con el mismo pretexto de la lucha para acabar de raíz con el narcotráfico, arrasó pero con las raíces de cientos de poblados y rancherías con todo y habitantes, en Sinaloa, Chihuahua y Durango, y que aún se recuerda con rencor y encono social. En la sierra, centenares de “pueblos fantasmas” (se calcula que durante la Operación Cóndor iniciada en 1975, desaparecieron unos dos mil pequeños poblados, según algunas fuentes, como anota Sam Quinones en el libro Historias verdaderas del otro México, Ed. Planeta, 2002), los que ya se están borrando hasta de los archivos y de los mismos mapas, mas no de la memoria.

   De ese período aún quedan muchos episodios para ser contados, pero sobre todo es necesario recordar que el uso de la fuerza y la violencia institucional sólo genera y multiplica otro tipo de violencias, sociales, culturales y simbólicas, las cuales se han manifestado no sólo en las regiones ultrajadas, como en una especie de esplendor enervante de “las flores del mal” o “las flores ilegales de la ira”, sino que se han expandido con sus poderes subterráneos y corrosivos hacia otros ámbitos geográficos. Por supuesto, la industria de los estupefacientes no fue erradicada. Al contrario: se hizo más fuerte, ensanchó sus alcances nacionales e internacionales con la avalancha posterior de la cocaína proveniente de Sudamérica por cielo, mar y tierra, amén de la fabricación masiva de las metanfetaminas, y se expandió, se modernizó, se sofisticó, se adecuó a las exigencias del mercado y de los intereses internacionales, además de fortalecer a corporaciones económicas, despachos jurídicos, inversionistas, funcionarios y traficantes, que en el trayecto muchos de ellos han sido, de tan vistos y conocidos, prácticamente indistinguibles.

   Sólo desde Colombia invadirían al mercado del norte del Continente unas 300 toneladas de cocaína: 300 mil kilogramos cada año; y el kilogramo del alcaloide puro en las calles de las principales ciudades estadounidenses llega a alcanzar hasta 150 mil dólares. Sin embargo, en la guerra de las cifras de los organismos multilaterales, se llega a considerar una fabricación potencial de hasta más de 900 toneladas de cocaína: 640 de Colombia, 180 de Perú y 90 de Bolivia. En el periplo, las incautaciones se calculan en un 20 por ciento proporcional, como una suerte de cuasiimpuesto previsto; y son decomisos que, se arguye, son planeados también desde el inicio de los embarques para desviar la atención, con el propósito de que la paquetería gruesa y valiosa pase libre y sin mayores dificultades las aduanas reales y virtuales.

    A pesar de la propaganda o la doctrina mexicoestadounidense, con el uso de la tecnología de punta en la producción intensiva, es muy probable que hoy, tanto California como México y Canadá, por ejemplo y en ese orden, sean los principales productores de marihuana de alta tecnología e ingeniería genética. Un informe del 2005 del Departamento de Estado ya refería que Estados Unidos producía y consumía unas 10 mil toneladas de ese tipo de marihuana, más unas 5 mil importadas de México y Canadá.  Una de las ventajas es el aprovechamiento integral y óptimo tanto de las hojas, las flores, los tallos, las raíces y las semillas de la cannabis del primer mundo, conocida como “hidropónica”. Hay especial atención por el crecimiento fasttrack, con uso de medidores de tiempo, riego puntual y preciso gota a gota, técnicas de ventilación para reproducir ambientes naturales, luces móviles adecuadas, nutrientes especiales rociados directamente y con sapiencia sobre las raíces, con lo que se garantiza mayor calidad, cuerpo, vigor, sabor, olor y sabrosura, tamaño y rendimiento. Al final, dice el Departamento de Estado, se tiene una motita “poderosa, peligrosa y adictiva”. Claro, se cultiva en interiores (aunque también en parques y bosques nacionales had hoc), casi exenta la “narcoagricultura científica” de los riesgos de la producción a cielo abierto. El cultivo de la llamada “mariguana medicinal” sólo en el estado de California, deja ganancias aproximadas, por ejemplo, de 14,000 millones de dólares anuales, y de que aparte, los productos de la canabbis sean legales en 15 estados de la Unión Americana. Y esto sin menoscabo de que la mágica planta se siembre y se cultive en más de 530 mil hectáreas de tierras propicias y naturales del planeta, entre ellas las de Marruecos, Afganistán y Pakistán (que surten el 70 por ciento del hachís que se consume en Europa), así como Nepal, Nigeria, Birmania, Turquía, Tailandia y Australia.

  ¿Tiene memoria histórica el gobierno mexicano? Los únicos resultados que las instituciones militares y policíacas han aportado con claridad en esta larga confrontación contra la producción y el tráfico de los estupefacientes, pueden identificarse, primero, en que las inversiones y los gastos han sido descomunales, los que han dejado de invertirse en salud, educación y cultura; en segundo, los muertos, los heridos y los daños esenciales y colaterales han sido mayores que los de una guerra convencional; y en tercer lugar, en ningún sexenio presidencial el poder político mexicano ha podido ganarle una sola batalla a la industria de las drogas, y mucho menos la guerra.

   Pareciera que las instituciones siguen respondiendo a la lógica de actuar para conseguir básicamente la legitimación interna y externa, con la reiteración de la política “del garrote”, que genera, en tanto acción plebiscitaria, respaldos sociales inmediatistas y vistos buenos, pero muy escasa eficacia frente a la magnitud del tráfico y su expansivo poder transgresivo. Francisco Thoumi, el académico e investigador colombiano y ex funcionario de la ONU sobre drogas ilícitas, ha advertido con precisión lo que los cruzados combatientes de los enervantes en el mundo se niegan a aceptar o reconocer: la existencia de la corrupción y del narcotráfico son, sencillamente, “síntomas de problemas sociales más profundos”: son efecto y no necesariamente causa.

   Ha descrito Thoumi los referentes contextuales de Colombia. Dice: “El poder económico se concentra en un grupo de conglomerados que ejerce influencia en el sistema político y triunfa torciendo y manipulando leyes y regulaciones”. Al referirse al papel del gobierno y la sociedad frente al delito y a lo que denomina como “trampa de la deshonestidad”, en el marco de la rentabilidad del “negocio” y a las rutas peculiares e históricas en la conformación de la grupos delictivos, el analista ha llamado la atención respecto de que en una sociedad como la colombiana, cuyos tejidos se han movido entre la transa, la ilegalidad, la corrupción y la desviación de las normas institucionales y sociales, tener un comportamiento legal tiene un mayor costo. De otra manera: es mucho más difícil acatar las normas sociales y las leyes que incursionar y caminar entre las trampas de la corrupción y la ilegalidad. Los individuos legales llegan a padecer los estragos, las burlas y la estigmatización en los entornos sociales, además de la pérdida de oportunidades para enriquecerse; de lo menos que se acusa a tal tipo ideal es ser un “soberano pendejo”. Dirían los versos ya casi clásicos, llenos de esplendor popular y de cinismo, de una narcocanción sinaloense: “Más vale vivir cinco años como rey, que cuarenta y cinco como güey”.

     Los programas federales en México, que se regodean entre los efectos sangrientos y la superficie de un fenómeno que no se agota en su percepción sólo como problema policiaco y de salud, sino que tiene hondas y prolíficas raíces sociales y culturales; y las acciones transexenales, entre ocurrencias desesperadas por el afán de cumplirle a la opinión pública mundial, a los gobiernos de fuera y a los organismos internacionales, adolecen de similar sintomatología a las de los regímenes de antaño, de panistas y de priístas, donde al final terminan por rendirle una especie de culto, con humor negro involuntario, a los descabezados ubicuos, a las hordas de maratruchas, comandos de los Zetas y los especializados kaibiles al servicio de las redes de las mafias más siniestras. Y en esta parafernalia de la cultura narco, se ha llegado a la extrema paradoja de las marchas de protesta tumultuarias serranas y urbanas contra el Ejército y las fuerzas armadas, desde Badiraguato a Culiacán y Mazatlán, con proclamas hasta hoy inverosímiles e insólitas, pero nomás eso nos faltaba: “Se ve, se siente, los narcos están presentes” o “Los narcos unidos jamás serán vencidos”, exigiendo la liberación del héroe regional y casi personajazo de Hollywood, Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, como una gesta de la hiedra y de una confrontación inédita, atizada por la ebullición y el despertar de las larvas de la venganza de grupos alterados, y sobre el magma histórico de los profundos rencores sociales, como de algún modo han narrado los medios.

   En el tratamiento político del problema de parte del gobierno, se reedita la misma gata parda revolcada, pero ahora llena de furtivos signos, que entreteje, mete hilo y madeja y borda los asuntos, aprovechándose de las situaciones dadas, explotando los agudos problemas nacionales y respondiendo subrepticiamente a sus vergonzantes intenciones redentoras de relumbrón, con el sutil estilo modosito del Tlatoani en turno Arcángel. No hay nada nuevo en la estrategia gubernamental, pero si se miran bien, se ha tratado de medidas y campañas extremosas de relaciones públicas y de comunicación social que han sido instrumentadas y exhibidas --por encima de los inocultables abusos depredadores, humillantes y desgraciados de la fuerza, la violencia y la inercia implícita de los batallones, las bayonetas y las botas castrenses--, y hasta presumidas como acciones de filmes guerreristas, espectaculares y acaso efectistas, como apariencias de un poder presidencial que no se tiene o no se conoce bien a bien y al cual se ha accedido por la vía electoral no de forma inobjetable, un poder civil que ni se ejerce cívicamente y que, desatada la cacería militar, e in crescendo sus poderes indexados frente a otro poder, profano y corruptor por antonomasia que es el poder de las drogas, se corre el riesgo de que tampoco se miren bien a bien dentro de los compartimientos de las estructuras de la economía, ni mucho menos que se controlen, pero eso sí, arropándose con la moralina social como máscara, disfraz e ideología. Escandaliza, grita, aúlla, ladra y muerde, ya que al final, en las percepciones y las representaciones sociales de la llamada opinión pública, algo queda.

    En el fenómeno de las drogas, que no es sólo un problema, acaso se le ven la cola, las orejas y las huellas al monstruo, pero nunca al ente entero que como fantasma ronda en la vida pública y que sin duda roza los ámbitos gubernamentales en varios niveles; y es claro que ese fantasma tiene sus más siniestros asideros en las penumbras y tinieblas de la sociedad. Alguien, siendo gobernante del estado de Sinaloa (Juan S. Millán, gobernador de 1999 a 2004), se atrevió a expresar que la ejemplar y orgullosa economía sinaloense, por ejemplo, estaba sustentada en más de un 60 por ciento con capitales provenientes del narcotráfico. Claro, los sufridos empresarios, herida y abofeteada su decencia, pusieron el grito en el cielo y exigieron lo que de antemano saben se ha llevado el viento y los alzheimer de la burocracia y de la historia: las inefables pruebas de la complicidad y del olvido.

   Si se piensa tan sólo en las confiscaciones, las cifras apabullan. Y en parte tienen esa función: apantallar. De hecho, en el marco de los planes con fines de justificación y protección institucional, se busca recrear una suerte de contexto de credibilidad para las mismas instancias gubernamentales, con lo que se fortalecerían políticamente al poner a trabajar a cuerpos, élites y batallones especiales contra el delito; explican y justifican sus programas, sus tácticas, sus estrategias y su presencia, sus cargos, su reciclamiento y su existencia, y aunque se capturen a ciertos personajes antagonistas, en los hechos crudos no se termine nunca de vencer o eliminar al enemigo, que es la industria internacional de las drogas.

  Miles de individuos con credenciales o encargos federales forman parte de la nómina de la jurisprudencia, la investigación y la persecución del crimen organizado. Se trata ciertamente de actividades peligrosas pero apetecibles, sobre todo para medianos y altos mandos, generadas de manera oblicua por la vigorosa industria ilegal del “narco”, que otorga o proporciona ocupación, chamba, éxito, futuro y destino a sus mismos persecutores. Empero, buen número de éstos terminan por engrosar y engrasar las cadenas cada vez más especializadas de la transgresión: persecutores y perseguidos como las dos caras de la moneda, asediados por los tentáculos de la corrupción. Se habla de increíbles cifras de quienes han desertado de las fuerzas militares: 270 mil hombres desde el régimen de Carlos Salinas hasta el gobierno de Vicente Fox. ¿Cuántos más en el sexenio de Felipe Calderón y en el que prosigue? La pregunta de respuesta obvia, sacude, conmociona: ¿Dónde están, qué hacen para ganarse la vida esos desertores, que se deduce saben y conocen del oficio, de los mapas y las rutas de la industria de las drogas?

    Pese a que programas, planes, estrategias y políticas van y vienen, presumidas en su momento como si fuesen de “ahora sí”, sin fallos ni fracasos, las drogas siguen germinando, caminando, corriendo, flotando y volando por el país y el mundo. Sólo de la que se cosecha, se amasija y se empaqueta desde las tierras controladas por los traficantes y paramilitares colombianos (ubicados en un 60 por ciento del territorio de la nación sudamericana, adonde tienen escaso acceso los representantes y las fuerzas del gobierno), en el 2007 fue interceptada cocaína pura con un valor de alrededor 297 millones de dólares, si hemos de creer en los reportes de las cifras oficiales.

   En su caso, el llamado “Plan Mérida”, que fue anunciado en marzo del 2007, otorgaría a México por parte de Estados Unidos, unos 1,400 millones de dólares para su instrumentación (para equipo satelital de información, capacitación, armamento y tecnología), que es una mísera cantidad frente a la magnitud del tráfico internacional. El Plan Mérida, que llegó a compararse con algunas acciones gringas en Colombia (que recibió de inicio unos 5,000 millones de dólares), parece más bien una sobada de lomoy respaldo a los guerreristas con sus batallas y combates de humo y simulación pero no contra las raíces hondas del problema; se ha tratado de medidas de más de lo mismo, de aspirinas contra la fiebre, con el fin político de la legitimación.

  Para quienes hablan de una supuesta “colombianización” del país, habría que recordar que las diferencias de Colombia y México son abismales, tanto por montos, trasiego y tipos de producción como por la cantidad de participantes en los negocios de las drogas (un 10 por ciento de la fuerza laboral colombiana está ocupada en tales menesteres de alta y significativa productividad: 1 millón 200 mil trabajadores), así como por historia, tradiciones, contexto sociopolítico y beligerancia de los distintos sectores y grupos involucrados. Un dato revelador: en más de la mitad de ese territorio sudamericano el Estado tiene problemas de representación, de control y de permiso.

  En ejercicios y cálculos forzados que particularmente hemos efectuado, basados en datos de producción por hectárea (entre 10 y 11 kilogramos de goma de opio por hectárea por ejemplo, para unas 70 mil dosis de heroína si esa fuera su ruta), destrucción de plantíos de marihuana y amapola a cielo abierto, así como por los porcentajes de confiscaciones, en nuestro país la fuerza laboral de esta subversiva, generosa y conflictiva industria sería, por supuesto relativamente, de unas 800 mil personas --qué consuelo, aunque la perfila como una de las actividades que más empleo genera, sólo por debajo de los rubros petrolero y educativo-- y que podrían clasificarse entre familias enteras de sembradores y cultivadores, ejidatarios presionados y jornaleros de tiendas de raya, vigías, contadores y organizadores, mandos, espías, “orejas”, “burreros”, “mulas”, distribuidores y sicarios, sin incluir, claro, a “lavadores”, prestanombres, funcionarios, inversionistas y fuerzas del orden a la orden y a su servicio, pero en proporción la población mexicana (en cerca de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio) es de más de cien millones de habitantes, y la de Colombia es de alrededor de 45 millones de pobladores (en poco más de un millón de kilómetros cuadrados).

   Un aspecto de discusión que resulta importante destacar estriba en el hecho de que ahí donde se han descuidado las regulaciones sociales e institucionales, es muy factible el surgimiento y desarrollo de los grupos delictivos. Influyen las cuestiones socioculturales y los índices económicos de la pobreza, pero sobre todo el abandono y la marginación institucional. Thoumi lo ha dicho de forma muy directa: “Las mafias surgen donde el Estado deja vacíos”. A pesar de la ampliación del tráfico de narcóticos en México, que ha puesto los reflectores sobre otras entidades y zonas, en “El mapa del cultivo de drogas en México”, el investigador y asesor de la ONU Carlos Resa Nestares, en sus esfuerzos de clasificación, refería que, por lo menos hasta los primeros años de la década pasada, entre los 100 municipios con mayor densidad de cultivos de enervantes en México, entre los 10 primeros lugares, donde tronaban más que los chicharrones, y “a mucho orgullo compa” dirían algunos habitantes de esas tierras, 6 de ellos eran obviamente sinaloenses. Esos 10 sitios de honor “narco” los ocuparían, en ese orden, los municipios de Guadalupe y Calvo (Chihuahua); Sinaloa de Leyva; Culiacán; Tamazula (Durango); San Ignacio; Badiraguato; Coyuca de Catalán (Guerrero); Choix; Mocorito; y Coalcomán de Vázquez Pallares (Michoacán)

   Aunque densidad y producción sólo ofrecen una idea de la significación de los cultivos de amapola y cannabis para las regiones, y para los modos y hábitos de vida de sus habitantes, no es sencillo sobrevivir bajo el múltiple fuego de la persecución, del asedio, la sospecha, los cañones y las luces. Y eso no le conviene a nadie: cuando el negocio está en paz, la rentabilidad y las ganancias llegan para todos los involucrados, incluso para quienes trabajan y se parten el lomo y la madre y comparten los riesgos y los peligros propios de la siembra y su cuidado. De algún modo los “narcos”, sean de la condición humana que sean y posean valores o antivalores, son una suerte de actores que han hallado en su peculiar trabajo y en sus acciones una forma de vida y prácticas heterodoxas y no convencionales de resistencia que, digámoslo así con crudeza, se distingue de otras actividades, como la de muchos banqueros, usureros y políticos, porque unos han sido definidos social, jurídica e históricamente como ilegales y los otros como legítimos y legales. Pero de que hay ratas de dos patas, delincuentes de traje y criminales reales y de cuello blanco en ambas esferas, eso es indiscutible.

  También es obvio que si los organismos internacionales tienen una idea o un panorama aproximado, de las condiciones, situaciones, actividades y oficios que se cuecen y tienen lugar en diversas partes de la tierra, también lo saben los órganos institucionales, punitivos y de inteligencia más elementales de los gobiernos de las naciones productoras. Así como se conoce, más o menos, el porcentaje de hectáreas que se dedican al cultivo de enervantes, de la misma manera se tienen indicios y cuasi certezas sobre rutas, ejes, enclaves y el mapa en general de la industria.

    En cuanto a productores, Sudamérica seguiría acaparando los reflectores y el monopolio cocalero: Colombia cultivaría el 70 por ciento, además de las aportaciones de Bolivia y Perú (pese a que año tras año padecen del rociado de decenas de miles de hectáreas de las plantaciones) y refinando alrededor del 90 por ciento de la cocaína del mercado internacional. Aunque hay convenios y controles sobre los precursores básicos y necesarios para los enervantes, tanto la efedrina, la seudoefedrina (para las metanfetaminas), como la metiletilcetona, la acetona y el permanganato potásico (para la cocaína), se consiguen en abundancia en el mercado libre.

   Respecto de la adormidera o la amapola que provino del oriente del mundo, una fructífera y frondosa planta que llega a alcanzar hasta casi dos metros de altura, que crece casi como por encanto con sus flores rojas y sus vulvas supurantes o densas de resina en las montañas y las tierras adecuadas como las de la sierra de Sinaloa, Durango y Chihuahua (aparte son las románticas amapolitas blancas y doradas), se calcula que sólo Afganistán, en más de 200 mil hectáreas destinadas a su cultivo, junto con Birmania, surten al mundo, en especial a Europa, del 90 por ciento de la producción de goma de opio, para la posterior elaboración de la heroína y la morfina.

    En cuanto a montos y hectáreas en este producto, que con precursores que se fabrican y venden por todos lados, como el anhídrico acético (de uso industrial en otros productos farmacéuticos y plásticos) para producir el poderoso alucinógeno “heroico”, México tendría una buena participación y de ello hablan las propias cifras supuestas de erradicación: en 2004 las autoridades habrían destruido 14,575 hectáreas de adormidera; aunque en el año 2007 se habrían erradicado sólo 9 mil 800 hectáreas de amapola más unas 22 mil hectáreas de mariguana. Las operaciones militares y judiciales “de Alto Impacto”, así les llaman, como los “Libélula”, “Zorro” y “Montaña”, especialmente sobre Chihuahua, Sinaloa, Durango y Guerrero, habrían destruido además unas 800 pistas de aterrizaje, más el establecimiento de unos 530 puestos de control terrestres en las regiones “calientes” del territorio nacional, como las fronteras y las zonas productoras. En este marco, según información de la PGR, hasta agosto del 2007 habrían sido detenidos unos 9 mil 433 personas por delitos contra la salud, dato que contrasta con las cifras de los detenidos en el sistema penitenciario de Estados Unidos, que por ejemplo, según cálculos de Phillip S. Smith, periodista y editor  de “StoptheDrugWar”, mantiene en los reclusorios a unas 500 mil personas por delitos contra la salud, en donde destaca, dice, la persecución y la cacería contra negros y otros segmentos sociales.

   Pero si todo esto del trabajo militar y policiaco, el mapeo, la vigilancia de sofisticada tecnología sobre siembra, producción y distribución, así como erradicación, incineración, decomisos y capturas que dicen se ubican dentro de los cánones del control sobre la industria en su conjunto, si esto es así y en función de los triunfalismos de los informes políticos, entonces el tratamiento de la problemática acaso tiene que ver con otras cuestiones que pesan social, política y económicamente.

   En tanto que aquí, con modestia, sólo nos atrevemos a formular interrogantes e indagar sobre las significaciones simbólicas y patéticas de los encobijados y del detallismo cruento de masacrados y descabezados; en torno de los milagros populares y de la ternura simbólica y rupestre de Malverde; y hasta referirnos con mesura a los estallidos culturales de las drogas en la posmodernidad. O bien, más placenteramente, pensar en las etnográficas y bellas novelas, como La reina del sur, de Arturo Pérez Reverte; Un asesino solitario y El misterio de la orquídia calavera de Elmer Mendoza; o Cástulo Bojórquez y El delfín de Kowalsky, de César López Cuadras.

    En lo que corresponde a las reflexiones teóricas o personales, al menos éstas nos permiten advertir que en la ilegalidad y en la llamada guerra contra las drogas, muchos grupos, empresarios, gobernantes y partidos políticos, que dicen estar tan preocupados que hasta participan en marchas, firman desplegados y difunden spots televisivos desde algún yunque palaciego contra la violencia, y hasta señalan con índices de fuego y morbo a los envenenadores del futuro de la humanidad: la infancia y la inerme y desvalida juventud (entre ellos yupis, yuniors, parias). Sin embargo, esos que se rasgan las vestiduras, se azotan, van a misa, confiesan orgullosos sus minúsculos pecados y sus tráficos de influencias de millones de dólares mientras excomulgan ad infinitum, son, dicho así con crudeza, los hipócritas beneficiarios de la perenne y sorda guerra de baja intensidad, local y trasnacional, contra los trajineros narcos, nacos y rupestres de los narcóticos. Y como diría Foucault, ocurre que son además los beneficiarios ideológicos, como adláteres maquillados desde las sombras del poder, en el fragor sordo del crimen, la delincuencia y la desviación social.

    En tanto tal cruzada se mantenga así, sin abordar los fondos sociopolíticos y sin tocar las redes y los nudos estructurales que han hecho posible los poderes del narco, el negocio seguirá viento en popa: cubiertas las apariencias internacionales y nacionales de la lucha a muerte por la decencia humana, con el apoyo de las industrias militares, sobre todo yanqui, que seguirán vendiendo armamento y enseres bélicos a todos los bandos y bandas involucrados, oficiales, paraformales e ilegales; y con el aval sigiloso de industrias farmacéuticas y laboratorios químicos trasnacionales; de sus varios grupos que, incrustados en las estructuras oficiales de los sistemas de salud, se embolsan tajadas sustantivas con los altos precios de sedantes, estimulantes y demás artilugios que requiere una sociedad mundial enferma, estresada y con síntomas postraumáticos, medicamentos con los que lucran gracias también a la prohibición. Los stocks oficiales y básicos de producción o reciclamiento de ciertas drogas, por ejemplo para la morfina básica de los sistemas de salud del mundo, dan la impresión de ser más que secretos de Estado; acaso secretos de un magno negocio manejado por instancias innombrables.

    Pareciera que “medicalizar” la vida --dijo un analista-- se convirtió ya en un redituable negocio. Aunque el mundo libre hace también un jugoso negocio con la muerte. Además de que, en este contexto, resultan cruciales los Vo. Bos. de la sociedad (el respaldo social), pues se conquista su aquiesencia, prohijada desde los más preclaros y sentidos fines altruistas y sociales de los medios masivos de comunicación, en especial los electrónicos, que dicen no tener más intereses que los de la justicia, la democracia y la moral y cuyos valores más sagrados son el bienestar y la salud del pueblo, la grandeza y la soberanía de la patria, si se le ha de creer a sus discursos propagandísticos hueros.

    En un texto sobre “Placeres y prohibiciones”, el investigador Hugo Vargas (revista Letras Libres, No. 15, marzo del 2000) destacaba que con la Ley Volstead o de la prohibición del alcohol en Estados Unidos, este país ingresaría a “una de las etapas más tristes de su historia: la censura pública de las costumbres privadas. El aumento en el consumo, las muertes por alcohol adulterado y la entrega de una próspera industria al crimen organizado son los resultados de un experimento que ahora el mundo repite con las drogas”. El prohibicionismo se había mordido la cola: prometió acabar con los alcohólicos y los multiplicó; y dijo que vaciaría las cárceles pero ocurrió al revés y las saturó. Y el mundo empezó a llenarse de delincuentes, que la misma ley había creado…En suma, “no cerró las puertas del infierno, abrió otras”.

    ¿Qué tiene que ocurrir para que la sociedad política afronte con altura de miras y responsabilidad un problema que ha transformado al país en un territorio de sangre y violencia? ¿Los más de 70 mil muertos o los que fuesen, a partir del sexenio de Calderón y su guerra contra las drogas no significaron nada? La cuestión es que tal política prosigue en el sexenio de Enrique Peña Nieto. En este país, parafraseando a Octavio Paz ¿No aprendemos ni tenemos memoria? “¿No pasa nada cuando pasa el tiempo?” Sean los que fueren, la cifra se multiplica a la “N” potencia en heridos y desaparecidos y en millones de afectados no sólo por la inseguridad, el miedo y las humillaciones, sino porque un gobierno le ha dado alas a los alacranes y el país ha sido secuestrado por la violencia y por los guerreros de la muerte.


  Para cita del artículo: 
CORDOVA, N.  (2015).  IDEOLOGÍA Y VIOLENCIA Y LA POLITICA DEL “GARROTE” (U. A. Sinaloa, Ed.) ARENAS 39(39),  11-32.     





¨ Doctor en Ciencias Políticas y Sociales, con orientación en Comunicación, por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Miembro del SNI. Es autor, entre otros, de los libros La narcocultura: simbología de la transgresión, el poder y la muerte (2011); El ensayo: centauro de los géneros (1996), ambos editados por la UAS; y Una vida en la vida sinaloense. Memorias de Manuel Lazcano Ochoa (reedición de Autor, 2002), Culiacán, Sinaloa.

RESEMANTIZACIÓN DEL CUERPO, VIOLENCIA CRIMINAL Y CULTURA DEL NARCOTRÁFICO

RESEMANTIZACIÓN DEL CUERPO, VIOLENCIA CRIMINAL
Y CULTURA DEL NARCOTRÁFICO


Juan Carlos AYALA BARRON¨

La lógica de la venganza en el narcotráfico
El narcotráfico se guía bajo la lógica de la venganza primitiva, propia de sociedades que no contaban con instituciones reguladoras del comportamiento humano y requerían por lo mismo de una figura que hiciera las veces de institución de equilibrio natural de las discordias humanas. De manera similar, la venganza en el narcotráfico es una figura eficaz para mediar entre los individuos, pues no se permite al Estado cumplir esta función; además el Estado es una institución que busca mediante la ley imponer un control colectivo, pero los miembros de los grupos criminales actúan de manera individual alejados por necesidad de ese otro control colectivo estatal. El poder de éste no puede aplicarse de forma segura a los grupos criminales, sino sólo ejerciendo su derecho a la guerra. Los grupos criminales mantienen un sistema cerrado de comportamiento diferente al resto de la sociedad civil y actúan bajo principios y códigos como el honor la lealtad, la confianza, el respeto a la familia, la correspondencia, etc., que los hace ajenos a las normas colectivas. Gilles Lipovetsky lo ve así:
Cuando no existe ningún monopolio militar y policial y, cuando en consecuencia, la inseguridad es constante, la violencia individual, la agresividad es una necesidad vital.[1]
     ¿Cuáles son los motivos de la venganza y cuál su papel en el México violento de nuestros días? Si anteponemos el poder por sí mismo como factor que mueve a la venganza, nos daremos cuenta que no es del todo así.  Hay agravios familiares y personales que son originados por las rupturas de aquellos códigos que funcionan como simbolismos cohesionantes de la criminalidad, quizá más elementales que el propio deseo de poder. Las bandas criminales heredaron esa tendencia y disposición natural en los pueblos de México, de responder a todo acto de agravio y desafío a la familia o el asesinato de un ser querido, con una venganza.

     La venganza llegó a ser esa institución obligada que mantenía el vínculo con los vivos y con los muertos, mediante la cual el vivo se une a la tragedia del muerto, persistiendo en él la plena intención consciente de que mediante la venganza “los vivos se encargan de afirmar en la sangre su solidaridad con los muertos, de afirmar su pertenencia al grupo. La venganza de sangre está en contra  de la división de los vivos y los muertos, contra el individuo separado”.[2]

    El acto de venganza debe superar el hecho que la provoca: la deslealtad  debe ser superada de nuevo por la lealtad; el asesinato debe ser superado a la vez con el don de vida para redimir en el alma la memoria del muerto. No importa que no se reponga su vida. Hay que arriesgar la propia imponiéndose al otro. Se busca demostrar que entre el vivo y el muerto existe aún el vínculo que sobrevive a la muerte, quedando en él la satisfacción de haber demostrado la valía que tienen el honor y la lealtad para sí mismo y para el grupo. Por eso la venganza une solidariamente al grupo.

    Este es el ritual en que se cimenta el código de la venganza, que no debe verse como un simple acto criminal sin fundamento. En su lógica y en sus “razones”, sostiene una premisa de honorabilidad que atenúa el dolor y el coraje contra una situación de cosas, donde el Estado controlador es incapaz de ejercer la mediación legal para menguar la violencia –-en sus variadas formas, y la miseria y la exclusión son algunas de ellas-- y cuando lo intenta desproporciona su cometido. Deja de ser un Estado regulador y asume un papel pasivo.

   Mediante la ejecución se intenta imponer un orden, el que el victimario estima necesario a su propio rol de vida. La ejecución por venganza institucionaliza el cariz social del individuo o del grupo criminal; tiende a ser un acto de afirmación intentando negar al otro. No sólo es que se someta al otro, sino que lo elimina (contrariamente a lo que reclame el orden social de tipo hegeliano en el cual uno reclama el reconocimiento del otro. Ambos se necesitan, pero con la muerte de la víctima el victimario no sólo queda desolado: se niega a sí mismo). No hay reconocimiento, no hay correspondencia, la agresión pierde el sentido ordenador del sujeto en el ámbito social, es decir, ante los demás. Así lo plantea Griselda Gutiérrez cuando afirma que 
“habría que cuestionarse si esta forma traumática o aniquiladora del otro, más que la afirmación de la diferencia y del orden de las diferencias, no es más bien su fracaso, porque no solo se cancela la identidad del otro, sino también se le cancela como punto de referencia obligado para la fijación de la propia positividad”.[3]
El cuerpo como vehículo de significaciones
En el carácter reorganizativo de la venganza como fuerza que suplanta a la institución del Estado y como acto vindicativo, se toma el cuerpo como elemento central de focalización. Como un elemento orgánico sobre el cual debe ejercerse la punidad. ¿Cuál es el rol del cuerpo como peso en el papel que juega el hombre hacia el interior de los grupos criminales y cómo en función de ese rol se había excluido a la mujer?  ¿Por qué mayormente es el sexo masculino el que interviene en los procesos criminales? Para Pierre Bordieu 
el trabajo de transformación del cuerpo… produce unos hábitos sistemáticamente diferenciados y diferenciadores… A través de la doma del cuerpo se imponen las disposiciones más fundamentales, los que hacen a  la vez propensos y aptos para entrar en los juegos sociales más favorables al despliegue de la virilidad: la política, los negocios, la ciencia, etc.[4]
     Durante mucho tiempo la división social del trabajo se definió en función del sistema del cuerpo, y la estructuración de la economía social y política se basó en lo fundamental en la masculinidad. Así, el poder de la acción se cimentó, al menos en el crimen organizado, en un manejo de la masculinidad como prototipo del transgresor. En términos más bien morales, los códigos de honor estaban relacionados con un criterio sexual que permitía únicamente a los hombres ser partícipes del tráfico o de las venganzas; a las mujeres correspondía el papel de espectadoras, anfitrionas o compañeras del infortunio o del “éxito”. Los actos de la violencia estaban destinados sólo a los varones, pues se entendía que eran actos de virilidad:
las mujeres, por su parte, deben mantenerse en su puesto para confirmar al hombre como tal. Esa pasividad exigida por las normas culturales construyó a la mujer como un ser dulce e inerme, normalmente incapaz de violencia asesina”.[5]
El cuerpo femenino
    En un principio se entendió el cuerpo femenino como algo sacro, porque la mujer era el ícono sagrado de la familia y el umbral de una moralidad a toda prueba; así lo percibía la sociedad mexicana en su historiografía social. La madre despertaba una mixtura de sacrificio redentor y pureza humana que la hacía aparentemente intocable. La figura femenina era explotada como un símbolo del sufrimiento histórico del mexicano. Impensable entonces un acto de violación o agresión a ella, pues el castigo se imponía con rigor extremo; paradójicamente la manera más profunda y grave de ofender a alguien era tocar el hilo sensible del parentesco materno.

   ¿Cómo fue cambiando la simbología del cuerpo femenino hasta convertirse hoy en una figura cotidiana del escarnio? ¿Cómo evolucionó nuestra sociedad a un estado actual en que la laceración y el mercadeo del cuerpo femenino se volvieron permisibles y reiterados, lejos del arquetipo redentor?

     Este fenómeno despertó el interés al ser el cuerpo femenino una forma de existencia  reverenciada. En cambio lo masculino llegó a representar la figura del dominio relacionada siempre a la agresión y la violencia; la masculinidad segmentaba el ser humano y lo envolvía en una estela  de “engendro del mal” capaz de ejercer el dolor como forma de un poder impositivo. De ahí en adelante el cuerpo sirvió en los grupos criminales como un “vehículo de representaciones y prácticas particulares” dejando de ser el cuerpo diferenciado, masculino y femenino, abriendo así la posibilidad de que también las formas de la violencia fueran indistintas. Al cuerpo significado, hombre o mujer, lo convirtieron en cuerpo significante: victimario y víctima a la vez, una corporeidad doliente, emblema del dolor y del temor, capaz de transmitir un mensaje personal o social. Así “los cuerpos muertos del narcotráfico son entendidos en este texto como mensajeros del terror cubiertos de significaciones”.[6] El cuerpo sin más patentiza una estructura de la barbarie olvidando el rol social diferenciado, adquirido a lo largo de la historia.

  En la violencia criminal el cuerpo de la mujer habrá que pensarlo en adelante en la misma dimensión que el cuerpo masculino. Esto no quiere decir que dejemos de lado sus diferenciaciones; más bien entendemos que en ciertas formas de la división social del trabajo, y el crimen organizado lo es, el cuerpo tiene tal relevancia que marca la forma en que el hombre y la mujer cumplen un determinado  papel, haciendo posible la integración del cuerpo femenino a los ámbitos por ejemplo de la economía. El sector de servicios, en su caso, está ampliamente dominado por la mano de obra femenina.

   La fuerza que adquirió el cuerpo femenino en el crimen organizado lo despliega como un ícono sexual, como un “contexto” lleno de significaciones mortales. Un sujeto vuelto casi un objeto “prescindible”, transformado socialmente en un vehículo eficaz en la semántica del poder masculino.
El reconocimiento a la equidad de género no ha sido cabalmente entendido, sobre todo en ciertos sectores sociales de exclusión como los grupos criminales. Por un lado la mujer ha sido incorporada a la economía informal del narcotráfico, cambiando también su relación con el resto de los ciudadanos. Su cuerpo también se incorporó como mecanismo doliente capaz de sufrir tortura y muerte violenta, pero también capaz de ocasionarlas.

El cuerpo juvenil en el crimen organizado.
Sin embargo, el cuerpo tiene una implicación más, relacionada con la virilidad en el campo del tráfico de las drogas. ¿Por qué el fenómeno de la violencia está marcado por un tipo de delincuencia juvenil? Los datos dados a conocer por las autoridades judiciales en México y Sinaloa, estiman entre los  17 y 25 años la edad promedio de los homicidas.

   Varios factores influyen y parecen determinar que los jóvenes, ubicados en esta edad, sean en mayor proporción quienes delinquen cotidianamente. Tal vez porque aún no forjan su proyecto social y familiar de vida; porque su carácter juvenil les hace más arrojados y temerosos; o porque “la sociedad los empuja a definirse en relación a una ética de la virilidad”[7] que debe ser mostrada en la competencia y la lucha rival; o porque “cuando los jóvenes resultan demasiado numerosos, tras un periodo de paz y de progresión demográfica, las tensiones entre las generaciones se agravan”[8] ocasionando un incremento en los niveles de agresividad social.

    Como quiera que sea, la agresividad juvenil muestra la amenaza que a temprana edad comienza a evidenciar un tipo de sociedad resquebrajada en sus “valores colectivos en los que se basa la perennidad de una civilización”.[9] ¿Cómo el adolescente o el joven enfrenta al mundo que vive en torno suyo y al cual no termina por comprender?

    Este mundo le rodea y lo sostiene, lo presiona, le invade su intimidad, le “orienta” la vida en un sentido que ya no es propiamente el del interés familiar cercano, terminando a menudo por aislarlo y enfrentarlo con el colectivo más cercano.

   En esta relación con el mundo el joven establece una disputa que le sumerge en una violencia incomprensible y en la cual encuentra un medio de respuesta y de defensa. Esto tiene que ver con un sentido y un ideal de la virilidad y viene a ser el soporte de su actitud y su inserción en el mundo social que le corresponde, a veces yendo más allá de las propias fronteras de sus límites comunitarios. Así “el lazo primordial se establece entre la violencia y la virilidad, una noción definida por cada sociedad dentro del marco de la determinación de los géneros sexuales cuya existencia reconoce”.[10]

  En la estrategia del joven delincuente, la virilidad cuenta como un factor fundamental que se conjuga con mecanismos internos como el placer, el deseo y la aspiración en un intento por demostrar capacidades y rupturas ante los demás como una forma de competencia, pero también como una forma de imponer su voluntad.

La impronta de la identidad cultural del narcotráfico
El auge del tráfico de drogas en México no trajo solamente divisas económicas sino que creó a su alrededor matices culturales muy particulares, que se confundieron y mezclaron con las formas tradicionales de la cultura regional.

    Por ello no fue difícil que la geografía nacional haya sido cooptada por el crimen organizado para traficar y aplicar cada forma de transgresión violentamente, así como para proveerse de un ejército de reservas vivas, de las cuales disponer para emplearlas en funciones propias de los grupos delictivos; o simplemente para ser sujetos de escarnio con la finalidad de tomar sus cuerpos como vehículo de significaciones mortales para los enemigos, lo que cambió la percepción del mexicano hacia los grupos delictivos del narcotráfico considerándolos en adelante como grupos de terror social.

   En un tiempo el narcotraficante llegó a ser considerado figura central del desencanto, en él se encontraba una voz disidente, la posibilidad de suplir un sistema injusto y olvidadizo de un Estado autoritario. La figura del narcotraficante comenzó a jugar el papel de vector a seguir; ante él los campesinos o ciudadanos podían acudir (o imitar) en busca de algún apoyo o empleo. Sin embargo, habría que analizar si en el imaginario social de México persiste esta percepción, pues ello daría una idea de la importancia de la permeación de que hablamos.

    El narcotráfico se transformó en un fenómeno creativo en los procesos culturales. Los conflictos y procedimientos con los que se desarrolló generaron un amplio sistema de constructos culturales que aportaron un cúmulo de significaciones simbólicas a la sociedad de la que forma parte, estemos de acuerdo o no en las formas de estos constructos. La música del narcotráfico, por ser el ejemplo más socializado, se produce como un epifenómeno de esta circunstancia; así el arte, la literatura, la moda, las formas de consumo y los signos religiosos, sin olvidar la industria cultural que las reproduce, las recrea y las masifica, dejan su impronta en el imaginario colectivo como símbolos de identidad socializados y de un valor imprescindible.

  Estos símbolos significantes en función de los grupos criminales dominantes permiten nuevos constructos  culturales, pues conducen a la creación de nuevas formas de identidad.

  Es en las comunidades dominadas por el narcotráfico, en las que aparece de manera sólida la manifestación cultural de la violencia en sus formas más visibles, como el narcocorrido, cuya apología se expresa en la vida cotidiana de los jóvenes, en quienes el gusto por la música está referido a contenidos que “enaltecen” al grupo criminal dominante en la región a la que pertenecen. Es el caso, por ejemplo, del Movimiento Alterado, creado y difundido exclusivamente para apologetizar al Cártel de Sinaloa, enalteciendo sus acciones y lanzando diatribas al adversario.

   La identidad tradicional, entonces, ha sido modificada y sus patrones de permanencia cambiados por otros de nueva creación como es el caso arriba citado.[11] Cuando un constructo cultural ha sido creado por la sociedad y arraigado como propio, se torna más difícil eliminarlo o modificarlo a partir de una política de Estado. Cualquier intento será como se ha dicho: fallido.

   Por su parte, el Estado está obligado a atender las causas del desarraigo, del desenclave cultural, ético, económico, social y psicológico de los ciudadanos lastimados y escindidos. Pero la forma deberá ser integral, atendiendo y atenuando la problemática en su múltiple sentido y no únicamente desde una perspectiva militar y política. Porque ¿qué opción queda al sujeto escindido y marginado sino la búsqueda de cualquier actividad que le restituya el mínimo sustento a él y su familia? ¿Qué propuesta cultural, educativa y económica se dan como alternativas antes de impulsar una estrategia política o militar contra los involucrados, en el crimen organizado?.

   Al no haber una respuesta clara a las  estas interrogantes, se determina “hacer la guerra” a un sujeto escindido que ha sido tomado como un sujeto prescindible, cuya incorporación al crimen organizado sucede justo cuando ya su esquema mental y cultural ha sido “asentado” por las simbologías del narcotráfico y el crimen organizado, además de una desatención social que los margina. Otras puertas se han cerrado y la entrada a aquélla parece una solución. Su identidad tradicional ha sido tocada y transfigurada. Entra entonces en una etapa de desarraigo; sus actividades han de ser ocultas y sus relaciones personales más bien seleccionadas; además, su vida y la de sus familiares estará en riesgo constante.

   La transfiguración de la identidad plantea cuando menos la siguiente cuestión: todo individuo que adopta las simbologías culturales del “narco”, o de cualquier otro fenómeno social, no deja para siempre los anteriores; arrastrará consigo las de la comunidad o la cultura en que se formó. La transfiguración no implica una anulación de los constructos identitarios previos, y tampoco implica que los de nueva adopción tengan un papel determinante. De esta manera se puede afirmar que hay una permeación cultural, asumida por los integrantes de una comunidad, que si bien los lleva a modificar sus esquemas de identidad, los anteriores, tradicionales o primarios, no se pierden.

   Sin embargo, esto es precisamente lo que aquí nombramos como “tensión” cultural. Toda cultura, en una situación de esta naturaleza, entra en tensión permanente, pues se mueve entre la permanencia de su identidad tradicional y la incorporación de otra nueva, lo cual opera como tensor de aquélla y la vulnera, dada la carga de agresividad y violencia que conlleva. Así, la cultura se muestra dinámica entre los mecanismos de cohesión y los mecanismos de tensión que la permean.

   Las identidades, como en toda cultura, son dinámicas. No funcionan con parámetros o constructos estáticos, sino que éstos se van modificando en función del desarrollo de la sociedad misma. Es cierto que mantiene una “columna vertebral”, como lo señala también Rafael Moreno[12], pero sus elementos identitarios sufren modificaciones que pueden ser mínimas hasta muy radicales.

  Se puede afirmar que, si bien toda cultura es dinámica, cuando entra en un estado de tensión refuerza su dinamismo, se vuelve más creativa de lo normal, se ve obligada a ello pues tiene que reforzar su mecanismo de cohesión. O tiene obligadamente que crear y adaptarse a los nuevos, modificando sus constructos tradicionales. De lo contrario la cultura, y la comunidad en la que se encuentra, tienden a desaparecer.


  Para cita del artículo: 
AYALA BARRON, J.  (2015).  RESEMANTIZACIÓN DEL CUERPO, VIOLENCIA CRIMINAL Y CULTURA DEL NARCOTRÁFICO (U. A. Sinaloa, Ed.) ARENAS 39(39), 33 -44.     






¨ El doctor Ayala Barrón es catedrático e investigador de la Facultad de Filosofía de la UAS en Culiacán y líder del Cuerpo Académico “Humanismo e identidad cultural” de esa institución. Autor del libro Tres caras de la identidad. Criterios para una filosofía aplicada, Ed. Plaza y Valdés-UAS, 2010.
[1]Gilles Lipovetsky, La era del vacío., Anagrama, España, 2002, p. 190.
[2] Ibid., pp. 178-179.
[3] Griselda Gutiérrez Castañeda, Violencia sexista. De la violencia simbólica a la violencia radical, en Debate Feminista, Año 19, Vol. 37, abril de 2008.
[4] Pierre Bordieu, La dominación masculina. Anagrama, España, 2000, pp. 74-75.
[5] Robert Muchenbled, Una historia de la violencia. Paidós Contextos, España, 2010, p. 33.
[6] Lilian Paola Ovalle,  “Ajuste de cuentas, muerte y drogas en Baja California”, en Arenas. Revista Sinaloense de Ciencias Sociales, número 10, UAS, México, p. 84.
[7] Robert Muchenbled, Op. Cit. p. 31.
[8]Ibíd., p. 32.
[9]Ibíd., p. 26.
[10]Ibid., p. 25
[11] Sobre el proceso de permeación y transfiguración  cultural de las comunidades tradicionales con los constructos simbólicos del narcotráfico véase Tres caras de la Identidad. Criterios para una filosofía aplicada, de Juan Carlos Ayala Barrón, publicado por Plaza y Valdés - UAS, 2010.
[12] Rafael Moreno, “Cómo reflexionar sobre la identidad mexicana”, en Seminario de Cultura Mexicana, FFyL/UNAM, México, 1994.